Recuerdo haber comenzado este ensayo durante un gratificante paseo por Chacao. Pensaba reflexionar sobre su plaza, sus calles, y llevaba varias ideas anotadas cuando, de pronto, hacia el final de la tarde, una imagen pasó frente a mí y me hizo suspirar como Vinicius de Moraes: «¡Ah! La belleza que existe»; y, al verla alejarse: «¡Ay! ¿Por qué todo es tan triste?». A partir de ese momento mis calibradas reflexiones de libreta se convirtieron en deseos incurables.
Entre los damnificados por los estragos del tiempo suele estar presente el verbo desear en todas sus conjugaciones. Por estragos no me refiero a tormentas o a sequías, sino al simple paso de las horas. Muy pocas veces el tiempo actúa a favor del deseo; sólo llega a fortalecerlo cuando están involucrados dos expertos en reciprocidad que han tenido la suerte de enamorarse profundamente. Ahora que Caracas es acosada por sus habitantes dos preguntas son válidas: ¿Cuánto la seguimos deseando?, ¿cuánto ella aún nos desea?
El espacio deseado se distingue del espacio poseído de la misma manera que la persona deseada se diferencia de la persona poseída. Desear y poseer no suelen andar de la mano, más bien tienden a ser opuestos. Ortega y Gasset ha escrito varios ensayos que explican esta crucial dualidad. Para Ortega, una de las manifestaciones más omnipresentes del deseo es la expectativa que sentimos ante el ideal femenino; y esta expectativa adquiere toda su fuerza no frente a la madre, o la hija, o la hermana, ni siquiera frente a la esposa o la amante, sino ante la mujer que apenas llegamos a desear por un instante, esa visión que se queda en puro anhelo, que vemos pasar para luego no verla nunca jamás.
Por supuesto que la ecuación opera de igual manera para la mujer frente al ideal masculino, con diferencias sutiles y determinantes que ojalá pueda llegar a comprender algún día, así que pido excusas antes de seguirme ciñendo al punto de vista que me impone Ortega. Digamos que no es sesgado sino peligrosamente práctico.
Ortega nos propone que esa mujer que vemos por primera vez suscita en nosotros la suprema esperanza de que ella es acaso la más bella: “Cada individualidad femenina me promete una belleza ignorada, novísima; la emoción que empuja a mis ojos es la de quien espera un descubrimiento, una revelación súbita”.
Quien mejor puede entender esta paradoja de la intensidad escondida y comprimida en lo efímero es la propia mujer. Ortega lo sabe y cita unas estrofas de la poetisaSafo para asomarnos a ese sortilegio:
“Como el viento resbala por las laderas y resuena entre los pinos, así estremece Eros mi corazón”.
Ortega insiste en la tensión que existe entre desear y poseer. A partir del deseo surge la tendencia hacia la posesión de lo deseado; deseamos que ese algo entre en nuestra órbita, forme parte de nosotros. Allí radica la trampa: el deseo, al transformarse en posesión, puede morir al satisfacerse. En cambio, cuando el deseo logra transfigurarse en amor, adquiere el ambiguo privilegio de convertirse en un eterno insatisfecho.
Curiosamente esta insatisfacción constituye una ventaja. El eterno insatisfecho está conformado o alimentado por su misma deliciosa empresa. Todo el pensamiento deSan Agustín parte de esa ansiosa búsqueda referida a Dios:
¿Quién me permitirá descansar contento y tranquilo dentro de ti?, ¿a quién deberé acudir para que entres en mi corazón y lo desbordes?
¿Qué es entonces, según esta odisea, enamorarse? A diferencia de la amistad, el amor es capaz de transitar en un solo sentido. Puede haber un profundo amor con un solo enamorado; en cambio, para una verdadera amistad hacen falta dos amigos. Tengamos, pues, en cuenta que una de las más crueles y fascinantes cualidades del amor es subsistir sin ser correspondido. Y algo más grave aún: hay quien no le importa y hasta celebra el amar sin ser amado.
Pero no hay que mortificarse, con algo de suerte podemos participar en una relación mutua, bilateral, que convierta al objeto de nuestro deseo en un sujeto que también nos posee hasta conformar una dualidad pletórica de «descubrimientos», de «revelaciones súbitas», una fusión que llega a constituir esa «belleza ignorada, novísima» que nos obliga a redefinirnos. Y así, por obra y gracia del amor, nos convertimos en otra cosa y logramos salir de nosotros mismos para dirigirnos a lo deseado, para estar en él y con él.
Ortega también acude a San Agustín: “Mi amor es mi peso, por él voy donde quiera que voy”. Amar es gravitar hacia lo amado (al punto que los ingleses hablan de “to fall in love”, una suerte de “caer a los pies”), y es en esta dirección donde obtenemos la más pura evidencia de existir, de ser siendo en otro.
En uno de sus ensayos más decididamente masculino: Psicología del hombre interesante, Ortega nos ofrece otra cita aún más conmovedora; esta vez del filósofo Georg Simmel:
“La esencia de la vida consiste en anhelar más vida”. Ciertamente, “desear” es el mejor aliado de esta causa que es “poseer”.
En las estrofas de La chica de IpanemaVinicius de Moraes logra unir el espacio urbano a la propuesta de Ortega. Las estrofas de su canción son certeras. Habla de una mujer que “es la cosa más linda que yo ya vi pasar”. Ciertamente, Vinicius no llega a poseerla, por eso exclama: “¡Ay! ¿Por qué todo es tan triste?”. Pareciera que nadie se atreve a acercarse a la chica de Ipanema. Todo el mundo en la calle suspira mientras ella sonríe sin mirar a nadie, mientras camina a través de la ciudad buscando ese espacio infinito y sin dueño que es el mar.
Aprovechemos esta visita a Ipanema para explorar el significado del verbo suspirar. El suspiro es el sonido que hace el aire al salir con peculiar fuerza. Si el aire suena al entrar, no se trata de un suspiro sino de un susto. Exhalar no es igual a inhalar: en el susto un espíritu ha entrado en nuestro cuerpo; en el suspiro lo devolvemos a la vida y se cumple la cita de Simmel que Ortega resume en una corta frase: “Vivir es más vivir”.
Walt Whitman presenta otro caso, radicalmente diferente, donde se funde lo femenino y lo urbano en su poema “Una vez pasé por una ciudad populosa”:
Pasé una vez por una populosa ciudad, estampando para futuro empleo en la mente sus espectáculos, su arquitectura, sus costumbres, sus tradiciones. Pero ahora de toda esa ciudad me acuerdo sólo de una mujer que encontré casualmente, que me demoró por amor.
Frente a la intensa relación que resume Whitman, “Día tras día y noche tras noche estuvimos juntos, todo lo demás lo he olvidado”, la chica de Ipanema viene a constituir una dosis homeopática. Mientras Whitman insiste en ver a la mujer poseída “cerca a mi lado con silenciosos labios, dolida, trémula”, Vinicius observa marcharse a la mujer deseada y apenas alcanza a exclamar, a cantar: “Ah… la belleza que existe”. Aquí tenemos la razón y la chispa del gran hallazgo de Vinicius: su certera descripción de ese ver algo que ya no está, algo que ha pasado ante nosotros pero que sigue perteneciendo al presente sin ninguna base afectiva que lo explique. Se trata de un deseo insatisfecho hacia una belleza jamás poseída y de una melancolía que logra convertirse en un deseo aún más amplio. Esta súbita amplitud nos pone en sintonía con la belleza de todo el derredor al abrir nuestros sentidos y permitirnos contemplar a la ciudad que por un fugaz instante contuvo a lo deseado.
Podemos decir, pasando de la chica de Ipanema a la ciudad por donde ella transita, que el espacio deseado no es de los inquilinos, ni de las asociaciones de vecinos, juntas de condominio, especuladores urbanos, ingenieros municipales, arquitectos o urbanistas; ni siquiera de los recién casados que buscan vivienda. El espacio deseado pertenece, en toda su inesperada plenitud, tan sólo al paseante.
¿Quién es ese ser con tan maravillosos poderes? Nadie ha descrito mejor que Walter Benjamin ese andar siempre indiferente y siempre buscando nuevos objetos con infinita curiosidad. Disfrutemos de una de sus más famosas descripciones:
El bulevar es la vivienda del paseante, quien está entre fachadas tan cómodo como el burgués en las cuatro paredes de su casa. Las vitrinas deslumbrantes de los comercios son para él un adorno de pared tan bueno y mejor que para el burgués una pintura al óleo en el salón. Los muros son el pupitre en el que apoya su cuadernillo de notas. Sus bibliotecas son los kioscos de periódicos, y las terrazas de los cafés los balcones desde donde hace su trabajo y contempla su negocio.
El paseante no comulga con quienes creen que amar la ciudad consiste en intentar transformarla. Estos otros cruzados bien intencionados no se dan cuenta de que están ejerciendo una parte limitada y limitante de sus posibilidades. El deseo, cuando se transforma en posesión pura, puede incluso convertirse en destrucción. Hay otra dirección, otro propósito para el deseo, la de entender la vocación del objeto deseado.
Shoreditch era el barrio más temido de Londres, con gánsteres de verdad que hacían en él su campo de batalla. Hasta que en los noventa llegaron los artistas jóvenes a buscar espacios grandes y baratos donde ubicar sus estudios. Hoy sus calles están llenas de tiendas, bares y galerías de arte, y todavía late el encanto de su espíritu salvaje. Igual sucedió antes con Camden y Notting Hill. Abundan los ejemplos de cambios notables en la manera de concebir el espacio, de utilizarlo, de amarlo, sin necesidad de cambiar sus formas y estructuras. Tal es el caso de Soho, Chelsea, y el reciente Meatpacking Districten Nueva York. Y el ejemplo más emblemático y longevo, el barrio Le Marais en París, que ha tenido una evolución radicalmente distinta al borrón y cuenta nueva que proponía Le Corbusier, un extremo de posesión maniática y omnipotente.
Caracas está urgida de comprensión y cariño. La ciudad atraviesa momentos terribles y parece carecer de fuerzas para transformarse. A veces lucha desesperada como un náufrago que intenta aferrarse a cualquier cosa que flote; otras se entrega a su suerte y avanza mansamente a la deriva, o encuentra algo de sosiego en la aceptación de su hundimiento. En tales condiciones nadie puede establecer una relación amorosa. Tal es el proceso que fue convirtiendo el centro de la ciudad en su margen más hostil.
A una ciudad tan frágil y confundida le hace falta, primero que todo, conocerse a sí misma, entender qué diablos le sucede, hacerse consciente de sus posibilidades y de su belleza innata e indestructible. Cuando un ser ha vivido en el menosprecio y la degradación, necesita ser protegido, incitado al deseo y a ser contexto de deseos. Si descubrimos y logramos explicar el contenido de la ciudad se irán produciendo una serie de consecuencias lógicas e inevitables en el contenedor.
Cuando el paseante no establece una relación afectiva con las calles y los edificios ordinarios de nada sirven las obras extraordinarias. El romance urbano comienza en el encuentro del ciudadano con la ciudad cotidiana y común, con los lugares donde el hombre puede asumir sus suspiros, sus asombros, y hasta sus sustos.
Nuestros paseantes tienen como tarea mantener vivo el deseo de Caracas de ser ciudad. El paseante debe avanzar con el rigor y la incesante curiosidad del navegante, pero hacerlo dentro de esa formidable concreción de lo terrestre que es la ciudad. El lema será “¡Siempre perplejos!”. La perplejidad, con su carga de dudas, emociones y visiones, nos hace reflexivos y permeables.
Maimónides escribió una Guía de los perplejos. Trata sobre lo divino, pero hay algunos apartados que pueden resultarnos útiles: “Sobre la revelación”, “Sobre la visión profética”, “Sentido del reposo”, “Explicación del verbo râkab”. Râkab significa «cabalgar sobre el cielo». Alguna vez he logrado ese caminar pausado, desapegado y elegante al avanzar por el centro de la ciudad. Sólo hace falta la compañía de un buen amigo para intercambiar observaciones, venir de un buen restaurante para tener lastre y haber bebido suficiente vino para alcanzar el grado adecuado de elevación.
La labor que propongo es sencilla. Existe una arquitectura del propósito y de la transformación, pero también existe una arquitectura que se alimenta de la arquitectura existente para transformar la vida en más vida, una arquitectura que hace de la ciudad más ciudad. Veamos otra imagen de San Agustín, quizás la más gráfica:
“Mi alma es una casa, pequeña para albergarte, pero yo te ruego que la hagas crecer. Está en ruinas y te pido que la reconstruyas”.
Perdonen mi fanatismo de proponer que se explore e incida en la cultura del espacio antes que en el espacio mismo, pero temo más a la alternativa opuesta: la posibilidad irreversible de transformar un espacio aniquilando su cultura. Temo a toda posesión que aniquila el deseo. Temo a los proyectos urbanos en una ciudad que se desprecia a sí misma, sin antes seducirla e incitarla a amarse y ser amada. Debemos convencerla de que el amor es una promesa inextinguible con palabras similares a las de San Agustín, a las cuales sólo he cambiado el género, para referirlas a la ciudad y ya no sólo a Dios:
Tú eres la más oculta y la más presente.
Tú nunca cambias y sin embargo cambias todas las cosas. Nunca eres nueva, nunca eres vieja, y aun así todas las cosas obtienen de ti nueva vida.
Tú amas a las criaturas, pero con un amor gentil.
Tus tareas son variadas, pero tu propósito es uno y siempre el mismo,
Tú le das la bienvenida a todos los que llegan a ti, aunque nunca los dejaste de tener a tu lado.