En la aldea
09 noviembre 2024

La mamá de la hija de Gabo

Un nuevo relato de lo vivido por la autora, esta vez como pupila de Gabriel García Márquez en México. Recuerdos que se agolpan, aunque recogidos en un “cuadernillo de memorias” para no olvidar los detalles de lo compartido, las historias, y las confidencias. Unas páginas que vieron la luz después de 32 años, cuando también se rompió “el secreto”.

Lee y comparte
Sonia Chocrón | 20 enero 2022

Memorias escogidas con ternura.

Pensaba comentar en mi primera entrega de 2022 sobre las elecciones recientes y la posibilidad de un referéndum revocatorio.

Pero justo cuando barruntaba cómo abordaría el asunto (que es para mí otro ni fu ni fa sino todo lo contrario, y que probablemente será tema de mi próxima columna), saltó a la palestra una noticia que se ha replicado en el mundo entero: El Gabo tuvo una hija secreta con una escritora mexicana.

No podía dejar pasar la antigua nueva porque después de 30 años por fin era noticia fresca.

Durante mi paso por la escuela de cine en San Antonio de los Baños, en el año ‘87, Cuba, Gabriel García Márquez me convidó a trabajar con él en una oficina para escribir guiones que pensaba montar apenas volviera a México. Así llegué, hacia el otoño de ese mismo año, a formar parte de un equipo de guionistas y a armar una oficina completa desde el principio: escritorios, sillas, lápices, archivadores, computadoras y todo lo demás, en los famosos Estudios Churubusco Azteca.

Rápidamente, hicimos migas todas las mexicanas y yo, y nos acoplamos muy bien en una faena diaria que comenzaba a las 10 de la mañana y terminaba aproximadamente a las cuatro de la tarde cuando, la mayor de las veces, salíamos a almorzar invitadas por el propio Gabo, y cuando no, nos íbamos todas juntas a comer y charlar.

Sin embargo, hicimos bisagra especial Georgina Hernández, Susana Cato y yo. A Georgina ya la conocía pues habíamos participado juntas del Taller en la Escuela de Cine en Los Baños: era puntual, inteligente, observadora, educadísima, sensible, muy norteña y de las mejores amigas de mi alma hasta el día de hoy. Susana era la verdadera novedad, también había estado en los talleres de la Escuela de San Antonio, solo que antes que nosotras; pero durante mi turno, aunque ella ya no estuviera, su presencia sin ella ya era casi corpórea. Se la nombraba sin nombrarla.

Al llegar a México al fin la conocí: era un personaje: pintaba, escribía, era inteligente, ocurrente, simpatizante de izquierda, celebraba el día del grito en El Zócalo con su traje de china poblana, usaba los zarcillos y los collares de artesanía más bonitos que yo había visto jamás (Y me llevó a Fonart a que comprara alguno para mí) era auténtica y única; y además de pintar cuadros naif con pinceles y fantasía, también había pintado con brocha gorda y de color azul la antigua nevera de su departamento como un adorno más en medio de su pequeña sala.

Todos estos recuerdos se me vienen como un chapuzón y me bañan de inmensa ternura: así atesoro esa vida, una de mis otras vidas bien vividas y los personajes que llegué a querer.

Algunos días, los amigos de García Márquez pasaban a verlo después de las dos de la tarde, cuando lo sabían en la oficina comentando lo que “los retoños del patriarca” (es decir, nosotras) habíamos escrito esa mañana.

Actores famosos, escritores famosos, hijos de amigos famosos. Pero por entonces era yo tan joven que poco me asombraba aquel desfile de personajes. Era yo tan joven, y tan analfabeta política también (más aún que hoy mismo), que padecía de una indiferencia casi supina por la política, y me daba lo mismo AD, Copei, MAS o el MIR. Izquierda, derecha, norte o sur.

Apenas sí, venía de abrirlos ojos por primera vez y de ver la situación tremenda que vivían los cubanos. El terror de los ciudadanos a hablar, a quejarse, a no ser chivateados por otros. El hambre, la escasez de todo, la frustración, el suicidio y la miseria de una isla completa. Y me preguntaba entonces cómo y por qué el mundo omitía la desgracia de ciertos pueblos y la crueldad de sus tiranos.

No imaginaba entonces que el futuro nos traería una réplica a los venezolanos.

Sabía que Gabo era amigo de Carlos Andrés Pérez porque me hablaba de ello con cierta frecuencia, como también de su afecto por Venezuela, por Caracas y sus panas. De su hermano en Los Corales, de la serie de TV “Gómez”, y de su futura reconciliación con Margot Benacerraf.

Lo demás, que incluía fábulas, secretos suyos que pasaron a ser nuestros, confidencias, frases que copié, historias paralelas sobre sus novelas, y Susana, formó parte durante 32 años de un cuadernillo de memorias que escribí no para publicar, sino para no olvidarme de los detalles de aquel tiempo mágico (no es un decir, es literal), en el que fui yo a mis anchas y viví como ellos mismos me bautizaron en la oficina: como soniaventuras pero con la malicia de soryeyé.

Tiempo después quise regresar a Venezuela: ya añoraba mi casa, un amor de entonces, y mi posibilidad de comenzar a escribir algo que fuera solo mío y no para un productor, ni para un director. Y volví a Caracas a pesar de la reticencia no solo de Gabo sino de mis propias amigas mexicanas.

Y cuando hacía un tiempo que ya bregaba en mi ciudad, una de las cuatas me telefoneó desde el DF: ‘Susana tuvo una niña’.

Nada pregunté, nada más me dijo. No hacía falta.

Vi a mis mancuernas años después en algún viaje de trabajo (para reunirme con algún productor mexicano) y nunca Susana mencionó nada sobre una hija. Aunque yo le hablara de la mía.

Era el pacto tácito de silencio que todos honramos por respeto y aprecio. Aunque el secreto fuera vox populi entre sus cercanos. Hasta hoy.

Lee y comparte
La opinión emitida en este espacio refleja únicamente la de su autor y no compromete la línea editorial de La Gran Aldea.
Más de Opinión