En la aldea
26 diciembre 2025

Apuntes de un demócrata en tiempos de turbulencia ética y política

Una reflexión necesaria para no confundir estrategia con principios ni estabilidad con justicia, y para recordar que la política solo merece ese nombre cuando responde por la dignidad humana.

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Roberto Casanova | 26 diciembre 2025

Introducción: principios en la urgencia

En estos apuntes parto de una constatación sencilla: entre los demócratas venezolanos hablamos mucho de eventos y estrategias, pero muy poco de principios y valores políticos. Quizá no sea un fenómeno exclusivo, y en nuestro caso tiene razones comprensibles, dada la lucha democrática en la que estamos inmersos; aun así, la coyuntura termina ocupando casi todo el espacio, como si la política fuese solo el análisis del último.

Y, sin embargo, en nuestros discursos aparecen —con mayor o menor énfasis— palabras como vida, libertad, dignidad, paz, democracia, verdad, bien común y soberanía, entre otros. Estos términos son la base fundamental de nuestros derechos y de nuestra idea de justicia. A primera vista parece pues haber acuerdo en torno a ellos, y en parte lo hay, aunque ese acuerdo es menos firme de lo que suele suponerse.

Aquellos son conceptos cuyo significados, desde la filosofía política y moral, no siempre coinciden. Buena parte del debate doctrinal gira justamente en torno a cómo se interpretan. Con el tiempo, además, el uso constante en la vida pública los ha ido desgastando, hasta convertirlos en vocablos que sirven para la retórica, pero cuyo sentido se vuelve cada vez más difuso. Así terminamos frente a palabras que pueden significar cosas distintas según quién las pronuncie y quién las escuche. La libertad, por ejemplo, no evoca lo mismo para un liberal que para un socialista; la soberanía no significa lo mismo para un demócrata que para un autócrata.

Por otra parte, toda acción política exige establecer prioridades morales y, al mismo tiempo, asumir las múltiples consecuencias que esas decisiones generan: efectos sobre personas, instituciones, equilibrios de poder y también sobre otros valores en juego. Allí surge una tensión inevitable: actuar según los principios o actuar según las consecuencias. Max Weber llamó a esta tensión ética de la convicción y ética de la responsabilidad, una distinción que no pretende oponer dos esferas desconectadas, sino iluminar el conflicto moral que atraviesa toda acción pública.

En este ensayo quiero examinar los significados de tres cuestiones éticas que marcan nuestra vida pública: el bien y el mal en la esfera política, la paz aparente y la paz verdadera, y las dos caras de la soberanía. En cada una de ellas reaparece la tensión entre actuar según los principios y actuar según las consecuencias, que desarrollaré con más detalle en la siguiente sección. Mi intención es ofrecer algunas claves que permitan orientarnos en estos tiempos tan confusos, sin perder de vista lo esencial.

Convicción y responsabilidad: la tensión del poder

Antes de examinar las tres cuestiones éticas anunciadas, es necesario detenerse en la tensión entre principios y consecuencias planteada previamente. Max Weber, en su célebre conferencia La política como vocación, distinguió entre dos modos de orientar la acción: la ética de la convicción y la ética de la responsabilidad. La primera remite a la fidelidad a los principios y a la pureza de intención que guía el acto, incluso cuando esa firmeza puede derivar en rigidez moral o intolerancia frente a la diferencia. La segunda exige reconocer la complejidad de los procesos, anticipar las consecuencias previsibles y estar dispuesto a cargar con la responsabilidad que pueda derivarse de ellas. Weber advertía, sin embargo, que las cosas nunca son tan simples. No se trata de posturas excluyentes, sino de tensiones que coexisten en toda decisión política y que obligan a evaluar cada acto más allá de su apariencia inmediata.

Weber subrayaba, además, que “con frecuencia, los medios correctos producen resultados indeseables, y los medios cuestionables pueden producir buenos resultados”. Esta advertencia revela que la política no se deja encerrar ni en la moralidad de los principios ni en el cálculo frío de las consecuencias. Exige, más bien, una combinación de ambas éticas para actuar en la incertidumbre moral que acompaña toda acción pública.

Un político puede estar guiado por el respeto irrestricto a ciertos valores, y ese compromiso puede llevarlo a extender esa misma lógica a los medios, al asumir que el modo de acceder al poder es parte del deber moral que orienta su acción. La ética de la convicción no solo fija el horizonte moral —el fin justo—, sino que también puede proyectarse sobre los medios; en ese caso, cómo se accede importa tanto como para qué se lo busca. A la inversa, un político concentrado exclusivamente en las consecuencias, dispuesto a usar cualquier medio para evitar males mayores o asegurar la estabilidad, corre el riesgo de deslizarse hacia el oportunismo, de justificarlo todo en nombre de la eficacia o de perder de vista el horizonte moral que daba sentido a su acción. Por eso Weber insistía en que la responsabilidad necesita ser contenida y orientada por la convicción, del mismo modo que la convicción necesita ser templada por la responsabilidad.

Esta tensión se vuelve más clara cuando se pasa de la teoría a la práctica. La ética no está en el acto en sí mismo, sino en la evaluación que lo orienta, fundada a la vez en principios y en las consecuencias previsibles. La decisión de participar o abstenerse en un evento electoral en un régimen autoritario ilustra bien esta distinción: ninguna de las dos opciones es correcta al margen de las circunstancias. Lo decisivo es si la evaluación integra el principio que impugna la injusticia del régimen y la ponderación de los efectos previsibles sobre la lucha para vencerlo. Algo similar ocurre con la negociación: dialogar o no dialogar con un régimen autocrático no es, por sí mismo, moral o inmoral. Su carácter depende de una evaluación que articule ese mismo principio —la impugnación de la injusticia del régimen— y la consideración de las consecuencias reales de negociar desde una posición de fuerza o desde la debilidad. En ambos ejemplos, la decisión solo adquiere sentido moral cuando combina la convicción que fija el horizonte ético y la responsabilidad que sopesa los efectos de la acción.

El bien y el mal en la política

Para comprender qué significa hablar del bien y del mal en este ámbito, es necesario partir de lo que la política es: una práctica estructurada por la lógica del poder, especialmente en su expresión estatal, en la que los actores buscan, ejercen, mantienen y disputan ese poder destinado a regular la vida colectiva. La política, por su propia naturaleza, implica conflicto —porque en toda sociedad conviven intereses y visiones distintas—, pero busca encauzarlo sin recurrir a la violencia y sostener una convivencia estable, aunque siempre tensa. Al mismo tiempo, toda acción política está orientada, con mayor o menor consciencia por parte de quien la realiza, por ciertos valores morales que aspira a ver materializados en la sociedad. Tales valores pueden facilitar o, por el contrario, dificultar el proceso político, según sea la profundidad de la coincidencia entre ellos. Por todo eso, aunque el análisis político y la evaluación ética no deban confundirse, tampoco pueden separarse si queremos comprender la vida social en toda su complejidad.

Si política y ética no pueden disociarse, necesitamos criterios para juzgar la orientación moral de un orden social. Uno de los conceptos más recurrentes para hacerlo es el llamado bien común, una noción tan antigua como disputada. En términos políticos, puede entenderse como el conjunto de condiciones sociales que permiten a cada persona vivir con dignidad y desarrollar sus capacidades. No es un concepto religioso, aunque la tradición espiritual lo haya valorado. Es un principio que pertenece por igual al ámbito secular y al religioso, y que remite siempre a la dignidad humana como fundamento de la justicia y de la convivencia.

Si aceptamos esta noción, resulta natural preguntarse si no existe también un mal común. En términos políticos, el mal común —que llamaré mal político— puede describirse como el conjunto de condiciones sociales que impiden sistemáticamente que las personas vivan con dignidad. No es la suma de males individuales ni la simple incompetencia gubernamental, sino una forma organizada de injusticia que se instala en las estructuras colectivas y se reproduce en ellas. Esta idea encuentra eco en la reflexión de Hannah Arendt, quien distinguió entre el mal radical y la banalidad del mal, categorías que examinó con particular atención en el contexto del totalitarismo. Su análisis muestra que el mal político no se limita a actos aislados: puede institucionalizarse y normalizarse como rasgo definitorio de un orden que despoja a las personas de su condición humana, ya sea por la intención destructiva del mal radical de ciertos actores, especialmente quienes ejercen el liderazgo, o por la irreflexión propia de la banalidad del mal que se manifiesta en la conducta de muchos.

Desde esta perspectiva, entender la lucha por la libertad y la democracia —y contra la tiranía o el totalitarismo— como una confrontación entre el bien y el mal tiene pleno sentido político. Esa lectura permite ver que no se trata solo de una pugna por el poder, sino de una disputa por el sentido moral de la vida en común.

Sin embargo, conviene hacer tres aclaraciones para evitar equívocos. La primera es que no hablamos de una lucha religiosa, sino de un conflicto político y ético que se expresa en instituciones, prácticas y discursos. La segunda es que el mal no se atribuye a individuos en particular —aunque existan líderes patológicamente malvados—, sino a un orden de cosas y a las acciones que lo sostienen.

La tercera puntualización, que conviene destacar, es que incluso en democracia puede estar presente el mal político: no como rasgo constitutivo del sistema, sino como proceso que lo erosiona desde dentro. Se manifiesta en la corrupción que traiciona la igualdad, en la manipulación del lenguaje que degrada la verdad, en la intolerancia que niega el pluralismo y en la instrumentalización de las instituciones cuando se ponen al servicio de intereses de grupos o sectores. Es también esa banalidad del mal que Arendt describió como ausencia de juicio moral. El mal político no desaparece en democracia; se infiltra en sus prácticas y amenaza con normalizar la negación de la dignidad ciudadana.

Si aceptamos que el mal político puede adoptar la forma de un orden social que niega sistemáticamente la dignidad humana, se vuelve imprescindible sostener una posición ética firme y valiente frente a él. No se trata de repartir etiquetas de buenos y malos, sino de caracterizar con nitidez, desde una perspectiva moral, las estructuras y prácticas que configuran ese orden injusto. Renunciar a esa lucidez supone el riesgo de confundirse con aquello que se busca transformar y, aunque no sea la intención, de contribuir a que ese orden termine pareciendo natural. Al mismo tiempo, sin un criterio ético capaz de orientar la acción política hacia el bien común, cualquier proyecto corre el peligro de extraviarse en la mera táctica o en la conveniencia coyuntural.

La confrontación entre el bien y el mal en política, entendida en este sentido estructural y no personalista, exige por ello una reflexión ética rigurosa. Solo así es posible distinguir entre la transformación legítima del orden social y la simple adaptación a un sistema que perpetúa la injusticia. Esta distinción ética es también la condición para distinguir entre una paz solo aparente y una paz verdadera, cuestión que conviene examinar con detenimiento.

Paz verdadera y paz aparente

Definir la paz como simple ausencia de guerra o enfrentamiento violento es engañoso. A veces, lo que se presenta como tranquilidad no es más que el resultado de un dominio tan firme y extendido que quienes lo padecen no tienen cómo expresar su descontento. Es una calma que no nace del acuerdo, sino del miedo o de la impotencia. Esa paz aparente puede durar años, incluso décadas, pero siempre es frágil: basta que cambien las circunstancias para que las tensiones ocultas salgan a la superficie. Es la paz propia del mal político, una quietud que no emancipa, sino que encierra. En su forma más extrema, puede convertirse en algo similar a una ocupación por una fuerza foránea, una relación casi bélica del poder de un grupo o sector contra el conjunto de la sociedad, una relación que anula el disenso y reduce la política a un instrumento de subordinación.

“Mientras no haya justicia, jamás tendremos paz”, cantaba Rubén Blades, y la frase resume una verdad elemental. La paz verdadera —ese ideal que debe orientar la acción política— no consiste en la mera ausencia de violencia visible. Requiere justicia, instituciones que funcionen y un orden social donde cada persona sea tratada con dignidad. No basta proclamarla: necesita estructuras que la sostengan. La democracia, con todos sus límites, es una de las grandes creaciones de la civilización occidental porque permite procesar los conflictos sin recurrir a la fuerza. Allí donde el bien común se vuelve práctica cotidiana, la paz verdadera puede echar raíces; donde domina el mal común, la calma no es más que una quietud forzada.

Esta distinción no es abstracta: tiene consecuencias directas para quienes viven bajo un orden injusto. De allí surge una pregunta inevitable: ¿cómo recuperar un orden institucional orientado al bien común cuando quienes gobiernan han decidido apartarse de la democracia y perpetuarse en el poder? Para algunos, la única vía es insistir en los mecanismos democráticos, confiando en que la expresión ciudadana y el desgaste del régimen ilegítimo e impopular lo obliguen finalmente a ceder y negociar. Para otros, frente a un poder ofensivo que actúa sin límites, los demócratas tendrían derecho a ejercer un poder defensivo. Desde esta última perspectiva, conviene subrayar que sería un error moral presentar la confrontación como una disputa entre bandos equivalentes: no se trata de ambiciones simétricas, sino de la defensa de un orden democrático frente a un sistema que lo niega. Confundir la resistencia democrática con violencia o belicismo es una inversión moral que oscurece la naturaleza del conflicto.

Sea mediante presión electoral, poder defensivo o una combinación de ambos, el desafío es el mismo: defender la democracia sin perder la dignidad que la sustenta. Aferrarse exclusivamente al mecanismo de la votación, frente a un poder que lo manipula o lo vacía de contenido, puede terminar prolongando el mal político. Pero permitir que el poder defensivo derive en violencia abierta puede reproducir aquello que se busca superar.

La paz verdadera exige prudencia, firmeza y la capacidad de enfrentar dilemas difíciles sin renunciar a los principios que justifican la lucha. Y exige, además, un discernimiento moral que impida aceptar como ‘paz’ lo que no es más que una quietud impuesta: hacerlo sería incurrir en un riesgo moral profundo, el de contribuir —aunque sea sin quererlo— a que ese orden se naturalice. Esta distorsión de la paz tiene su correlato en otra distorsión igualmente grave: la de la soberanía, que también puede convertirse en un principio vacío cuando se separa de la libertad y de la dignidad.

Las dos caras de la soberanía

En su sentido político, ser soberano significa ejercer la voluntad sobre un territorio. Antes de la modernidad, esa soberanía residía en el rey, que imponía su dominio hacia adentro, sobre sus súbditos, y debía defenderlo hacia afuera frente a otros soberanos que aspiraran a ocupar su espacio. Con la modernidad —fruto de disputas, revoluciones y largos aprendizajes históricos— la soberanía dejó de ser patrimonio de los monarcas y pasó a ser de los pueblos. De allí nacen las nociones de soberanía popular y soberanía nacional: cada comunidad política es soberana para darse el orden institucional que decida hacia adentro, y para ser respetada y reconocida hacia afuera en el concierto de los Estados. La tan repetida —y tantas veces vaciada— expresión “autodeterminación de los pueblos” significa justamente eso: el derecho de cada comunidad política a decidir su destino sin imposiciones externas, afirmando la dignidad de sus ciudadanos y la legitimidad del orden institucional que ellos mismos se otorgan.

Ahora bien, ¿qué ocurre cuando en un país se instala un régimen autocrático y la voluntad del pueblo no puede expresarse democráticamente o es burlada una y otra vez? En tal caso, no puede hablarse de soberanía popular. Pero tampoco de soberanía nacional, pues esta se funda en el respeto que la soberanía de un pueblo exige a otros y está dispuesta a reconocerles. Un régimen autocrático no representa la soberanía nacional, aunque conserve el territorio donde el pueblo —despojado de poder— ya no ejerce soberanía. En su forma extrema, un régimen de este tipo se asemeja en su actuación a una fuerza de ocupación: gobierna como si fuese un poder externo, subordinando a su propio pueblo y reduciéndolo a población sometida. El control del territorio no equivale, pues, a soberanía; sin pueblo libre, solo queda dominio. Si, además, el territorio se fragmenta y ciertas zonas quedan bajo el control de actores armados irregulares, el asunto es aún más grave: el régimen autoritario ni siquiera controla cabalmente el territorio y este tiende a convertirse en un mosaico de poderes fácticos.

De estos argumentos se desprenden varios asuntos relevantes y difíciles. Uno de ellos es que la soberanía no puede concebirse como absoluta: debe estar subordinada a valores fundamentales como la libertad y la dignidad. En última instancia, lo que otorga legitimidad a la soberanía popular y a la democracia es la protección de la libertad individual de todos, porque solo así se preserva el sentido moral de la acción colectiva. Sin embargo, en la práctica las fronteras entre soberanía, dominio y legitimidad suelen ser borrosas, y los Estados combinan elementos de cada uno en proporciones variables. 

Por eso, lo dicho hasta aquí tiene más de normativo que de descriptivo: son pocos los países donde la soberanía popular y los derechos humanos se respetan plenamente. Persisten regímenes abiertamente autoritarios y han surgido otros nuevos que, pese a negar la soberanía popular en su interior, siguen formando parte de la institucionalidad internacional y se benefician de su reconocimiento. Mientras tanto, las sociedades que conciben los derechos humanos como universales pueden hacer muy poco para defender a quienes padecen bajo esos regímenes, que pervierten la idea de soberanía —reducida a mero dominio social y territorial— para perpetuarse en el poder. La institucionalidad internacional creada para enfrentar situaciones como estas nunca ha sido realmente eficaz y, al parecer, lo es cada vez menos. El desafío, sin embargo, no está en eliminarla —¿con qué la sustituiríamos? — sino en perfeccionarla.

Otro asunto delicado es si un pueblo, en ejercicio de una soberanía usurpada, recibiera apoyo de otros países: ¿estaría renunciando por ello, aunque sea parcialmente, a su soberanía? La respuesta es negativa. La historia muestra cómo muchos pueblos han alcanzado o recuperado su capacidad de autodeterminación gracias al respaldo externo. Ese apoyo no implica pérdida de soberanía; por el contrario, puede ser un instrumento para restaurarla cuando ha sido arrebatada. Es cierto que tales respaldos nunca son gratuitos: implican intereses, compromisos y costos que deben asumirse. Pero ello no hace sino confirmar que la libertad siempre tiene un precio, en múltiples dimensiones: exige sacrificios internos, negociaciones externas y, sobre todo, la voluntad firme de un pueblo de sostener su derecho a decidir su destino. Lo decisivo es que las condiciones de cualquier apoyo solo pueden considerarse legítimas cuando son negociadas por un gobierno democrático, en libertad, una vez recuperada la soberanía popular. 

Aceptar como “soberanía” lo que no es más que dominio constituye un riesgo moral profundo: contribuye, aunque sea involuntariamente, a la normalización de un orden injusto. La soberanía no se pierde por pedir ayuda; se pierde cuando se renuncia a la libertad que la hace posible.

Cierre: una brújula moral para la acción

En última instancia, la tensión entre convicción y responsabilidad no es un dilema reservado a los políticos: es la condición misma de toda acción pública. La convicción sin responsabilidad puede derivar en fanatismo; la responsabilidad sin convicción, en oportunismo. Entre ambos extremos se juega la posibilidad de una política que no renuncie a sus principios ni se extravíe en la táctica.

Frente al mal político, a la paz aparente y a la soberanía usurpada, esta articulación se vuelve indispensable. Solo una política capaz de sostener valores y asumir consecuencias puede abrir camino hacia un orden justo. La tarea no es elegir entre convicción o responsabilidad, sino hacer de esa tensión una brújula moral.

Porque, al final, la política solo merece ese nombre cuando se hace cargo de la dignidad humana y responde por ella. Todo lo demás es poder sin política.

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