“Dios Todopoderoso creó nuestra nación. Al defender su existencia, defendemos su obra… Por lo tanto, es aún más necesario, en este duodécimo aniversario de la llegada al poder, fortalecer el corazón más que nunca y aferrarnos a la santa determinación de empuñar la espada, sin importar dónde ni bajo qué circunstancias, hasta que la victoria final corone nuestros esfuerzos”.
— Adolf Hitler, 30 de enero de 1945.
“Váyanse al carajo, yanquis de mierda, que aquí hay un pueblo digno, aquí hay un pueblo digno. Yanquis de mierda, váyanse al carajo cien veces. Aquí estamos los hijos de Bolívar, de Guaicaipuro y de Tupac Amarú. Nosotros estamos resueltos a ser libres”.
— Hugo Chávez, 11 de septiembre de 2008.
La historia ha sido un campo fascinante para la manipulación de las sociedades. Cuántas veces hemos sido testigos de pomposos discursos que apelan al pasado para justificar acciones del presente, casi siempre con un claro sesgo autoritario. Los acontecimientos históricos se develan e instrumentalizan como un fetiche que pretende legitimar cualquier barbarie o irracionalidad contemporánea.
Un hecho que demuestra la irracionalidad de este simbolismo ocurrió el 17 de enero de 1974, cuando el M-19 robó la espada de El Libertador Simón Bolívar que estaba exhibida en la que fuera su Quinta de Bogotá. La mantuvieron secuestrada hasta 1991, cuando fue devuelta en medio del proceso constituyente colombiano como gesto de buena voluntad. Incluso se supo que durante algún tiempo estuvo resguardada en la sede de la embajada de Cuba en Panamá. Posteriormente, el 7 de agosto de 2022, en un gesto controversial, el presidente de Colombia Gustavo Petro, durante su juramentación, solicitó que le fuera traída la espada y la exhibió ante la multitud. Durante todo este trayecto, era como si quien tuviera en sus manos la espada estuviese ungido por un ideario y un poder creador sobrehumano que buena parte de la sociedad le atribuye a Simón Bolívar.
Chávez utilizó la espada y todo ese simbolismo histórico para intentar justificar su deriva autoritaria. De hecho, muchos íconos contemporáneos del autoritarismo fueron honrados con la réplica de la espada de Bolívar: Muamar Gadafi, Robert Mugabe, Raúl Castro, Recep Tayyip Erdoğan, entre otros enemigos de la democracia.
Esta forma retorcida de utilizar una interpretación interesada del pasado ha hecho un enorme daño a Venezuela. Varios de los dictadores más atroces del país han afirmado ser la encarnación del ideario bolivariano y de nuestros próceres; incluso, en tiempos recientes, han apelado políticamente a ancestros indígenas como Guaicaipuro, Nigale o Guaicamacuto. Fue así como el cerro Ávila terminó rebautizado como Guaraira Repano, el Día de la Raza pasó a ser el Día de la Resistencia Indígena, y se cambió el escudo de Santiago de León de Caracas por considerarlo una alegoría al imperio español. El chavismo ha reescrito todo a conveniencia: desde el “árbol de las tres raíces” (Bolívar, Simón Rodríguez y Zamora) como eje fundacional del movimiento, hasta el preámbulo de la Constitución, donde moldea un determinismo histórico que promete un futuro esplendoroso sin apelación explícita al esfuerzo. Allí comienza realmente el tema de este artículo.
El determinismo histórico supone que existen fuerzas preexistentes e inevitables que guían los acontecimientos, de modo que el esfuerzo actual queda relegado, pues alguna “energía de la providencia” conduce a un destino que no podemos alterar. Cuántas veces no hemos escuchado que somos “los hijos de Bolívar” y que nacimos para la grandeza y la libertad. La mala noticia es que nada de eso es verdad: no estamos predestinados a nada que no construyamos con nuestro esfuerzo hoy, y ahí es donde los preámbulos importan.
En días recientes, María Corina Machado publicó un documento llamado Manifiesto de Libertad. El texto generó revuelo y numerosos análisis, incluso diría que abre un debate ineludible sobre el futuro constitucional del país. Sin embargo, a mi juicio, el punto medular está en su preámbulo, y la comparación con el preámbulo de la Constitución de 1999 es obligatoria. Ambos textos tienen una estructura principista, pero sus visiones sobre la ruta para alcanzar los objetivos futuros son radicalmente opuestas.
La mentira del determinismo histórico impregna el preámbulo constitucional de 1999. A la usanza del populismo latinoamericano que se erige como la voz del “pueblo”, no hay referencia alguna al imperativo del esfuerzo individual o colectivo para lograr el bienestar. Por el contrario, afirma que el pueblo, “en ejercicio de los poderes creadores e invocando la protección de Dios, el ejemplo histórico de nuestro Libertador Simón Bolívar y el heroísmo y sacrificio de nuestros antepasados aborígenes y de los precursores y forjadores de una patria libre y soberana”, refundará la República para… En pocas palabras: todo el heroísmo y esfuerzo pretérito nos conduce automáticamente al bienestar futuro. ¿Cómo dudarlo si somos los “hijos de Bolívar y Guaicaipuro”, y más recientemente, según el poder, “hijos de Chávez y Fidel”? Estamos destinados a la grandeza sin que se haga mención al rol de los ciudadanos en esa gesta. Está claro: no aspiran ciudadanos, sino pueblo; no sujetos libres, sino militantes obedientes.
El preámbulo del Manifiesto de Libertad rompe por completo con ese determinismo. Reconoce que nada está ganado por la gesta histórica previa y que la responsabilidad es enteramente nuestra, ahora, sin atajos providenciales. “Es deber sagrado de los venezolanos valientes alzarnos cuando nuestras voces han sido silenciadas, nuestra dignidad negada y nuestra libertad encadenada por la tiranía”. Con esta frase inicial, elimina cualquier comodidad derivada del pasado virtuoso y reivindica el valor de la responsabilidad individual.
“Nosotros, los ciudadanos de Venezuela, no apelamos al poder ni al privilegio, sino a los derechos eternos que han sido otorgados a todo ser humano. De este fundamento nace la verdad: ningún gobernante, facción o fuerza tiránica puede dictar lo que es nuestro por derecho: la libertad”.
“Porque en una república libre el único soberano es el pueblo (…) porque los venezolanos sabemos que la libertad debe defenderse cada día, no hay lugar para el miedo”.
“Por todo ello, volveremos a levantar una sociedad libre, en la cual el gobierno sirva a sus ciudadanos, y el propósito supremo del Estado sea salvaguardar los derechos naturales de todos los venezolanos”.
Aquí no aparece el Estado todopoderoso. Cede paso al ciudadano como sujeto de derechos y eje de la acción pública. La libertad se erige como principio cuya defensa recae en nosotros, especialmente cuando una tiranía pretende imponerse. Este planteamiento político y jurídico rompe con la visión determinista del chavismo, que concibe a un sujeto pasivo, disciplinado, dependiente y no partícipe de la construcción de nada; alguien que espera la línea oficial, que soporta penurias sin cuestionar y repite consignas impuestas. Afortunadamente, cada vez son menos.
Pero quizá el punto central de este enfoque disruptivo es que está destinado a sujetos dispuestos, activos y conscientes. La reconstrucción de Venezuela exige exactamente eso: esto no es para flojos.
