En la aldea
23 noviembre 2025

Recetas para la polarización democrática moderna

La polarización no nació por accidente. Fue diseñada. Desde los años 80, estrategas como Finkelstein, Atwater y Rove transformaron la política moderna: ya no votamos programas, votamos identidades. Derecha vs. izquierda. Woke vs. anti-woke. Tribu contra tribu. La amenaza ya no es el golpe de Estado. Es la imposibilidad de convivir con quien piensa distinto.

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Rafael Quiñones Acosta | 23 noviembre 2025

“En política, la verdad es lo que tú percibes como verdad, no la Verdad”. — Arthur Jay Finkelstein

Un mito bastante repetido en materia de campañas electorales en democracia es que el candidato debe elaborar un discurso que apele a los sentimientos generales de los electores. Pero la realidad —especialmente desde los años 80 hasta el presente— es que la localización de determinados nichos o grupos específicos de votantes fieles es mucho más rentable a nivel electoral. Por ejemplo, los votantes de derecha o izquierda consistentes suelen ser dos veces más activos tanto para votar como para donar recursos en una campaña electoral. Igualmente, este elector férreamente ideológico, a diferencia del votante de centro o del ciudadano cuyas ideas abarcan diferentes aspectos del espectro político (que suelen ser la mayoría en una democracia), tiende a ser mucho más influyente en su comunidad. Estos votantes ideológicamente consistentes son un elemento fundamental para hacer campaña en las democracias modernas.

Arthur Jay Finkelstein, nacido en 1945 y fallecido en 2017, fue un consultor del Partido Republicano (GOP) con sede en el estado de Nueva York que trabajó para candidatos conservadores y de derecha en Estados Unidos, Canadá, Israel, Europa Central y Europa del Este durante cuatro décadas. Finkelstein y su hermano Ronald dirigían una empresa de consultoría política en Irvington, Nueva York, centrada en encuestas, estrategia, mensajes, medios de comunicación y gestión de campañas.

Finkelstein, junto con Lee Atwater y Karl Rove, serían los padres de la estrategia política moderna en las democracias occidentales. Durante los años 80, estos asesores redefinieron la estrategia del GOP en Estados Unidos. Esto consistió en modificar las campañas electorales norteamericanas, que dejaron de basarse en programas políticos que englobaban políticas públicas concretas, para comenzar a orbitar alrededor de la ideología, con especial énfasis en la identidad política del elector. Vender un programa electoral con propuestas específicas pasó a ser algo secundario —en el mejor de los casos— o irrelevante —en el peor— frente a campañas centradas en la identidad política.

Bajo este esquema, una persona es de “derecha” o de “izquierda” porque al asumir un solo elemento de estos polos automáticamente se convierte en defensora integral de ese paquete ideológico. En la estrategia diseñada por Finkelstein, Atwater y Rove, no se vota por un plan de gobierno concreto, sino por reivindicar una identidad política propia. Alguien que simpatiza con un partido de derecha estará en el mismo grupo de quienes defienden el mercado libre, la prohibición del aborto y la oposición al matrimonio igualitario; mientras que quien simpatice con la izquierda, de inmediato, “debe” defender la regulación y estatización de la economía, la reivindicación de los grupos LGBT y el derecho al aborto. En este contexto, el elector ya no puede votar por un candidato que combine políticas inspiradas en diferentes matices del espectro ideológico contemporáneo (por ejemplo, querer mercados libres pero también un robusto Estado de bienestar), sino que se ve empujado a esquemas extremos, cerrados y sin matices.

Esta estrategia ha demostrado ser un éxito no sólo en Estados Unidos, sino en la mayor parte de las democracias occidentales. En Norteamérica, entre 1995 y 2007, el Partido Republicano dominó el Senado elección tras elección gracias a las ideas de Finkelstein-Atwater-Rove. Revisar las campañas del GOP en los años 90 es suficiente para entender que apelar a la identidad política era mucho más eficaz que vender un programa de gobierno. La fórmula, naturalmente, se exportó al resto de las democracias occidentales. En Estados Unidos, los demócratas asumieron la misma estrategia, y la actual polarización política del país —los woke y los anti-woke— es producto directo de ello. En Europa y América Latina el debate supuestamente ha degenerado en un choque entre “ultraderecha” y “ultraizquierda”, casi sin espacio para matices, incluso cuando existen partidos claramente centristas (que generalmente mueren en este ambiente). Muchos partidos democráticos, tanto europeos como latinoamericanos, redefinieron sus campañas bajo el esquema Finkelstein-Atwater-Rove, y hoy vemos el resultado: sociedades democráticas altamente polarizadas.

Esto ha creado un escenario en el cual, en la mayoría de las democracias modernas, la identidad política pesa mucho más que los programas de gobierno. Se trata de una estrategia implementada por casi todos los partidos y en casi todas las democracias. Y si bien que el ciudadano vote por razones ideológicas no es necesariamente malo —la democracia, decía Bobbio, también consiste en la libertad de estar en desacuerdo—, el problema surge cuando esa identidad anula la posibilidad de construir acuerdos. Una de las funciones de los partidos es agrupar a quienes tienen diferentes visiones sobre cómo debe hacerse política. El parlamentarismo debería ser la mejor expresión de ese ciclo conflicto-diálogo-negociación-acuerdo tan citado por Hannah Arendt en su visión sobre lo público en sociedades libres.

Sin embargo, las leyes y políticas públicas en una democracia sólo pueden implementarse cuando existe consenso político o el tan mentado “acuerdo público” arendtiano. La democracia moderna —desde su aparición en el siglo XVIII hasta hace poco— tenía instituciones capaces de generar esos consensos dentro de la diversidad ideológica. Por mucho tiempo, políticos de derecha, izquierda y centro podían ponerse de acuerdo para redactar leyes de gran envergadura o políticas de alcance nacional. Estos acuerdos interpartidistas solían ser más la norma que la excepción, especialmente en las democracias más estables. Ese equilibrio persistió al menos hasta las décadas de 1970 y 1980.

Pero a partir del año 2000, en buena parte de las repúblicas democráticas, los puntos de conexión entre partidos con diferencias ideológicas sustantivas comenzaron a disminuir. Esto ha producido leyes y políticas públicas con un sesgo ideológico mucho mayor, implicando que la agenda pública termine representando únicamente a un sector de la población. En parlamentos crecientemente divididos por razones ideológicas, fenómenos como la no aprobación de presupuestos nacionales se vuelven más frecuentes, lo cual puede provocar el colapso incluso de gobiernos legítimamente elegidos. Esto es especialmente evidente en sistemas parlamentarios y semiparlamentarios, pero también afecta a los presidencialistas. Se va creando así una tendencia en la que, por rivalidades políticas basadas en la ideología, los gobiernos se vuelven cada vez menos capaces de satisfacer las necesidades ciudadanas, incluso sin que medie incompetencia.

Pero quizá esto no sea lo más preocupante de la creciente polarización política. Su peor consecuencia es que las diferencias en una sociedad democrática empiezan a dejar de canalizarse de manera pacífica y agonal a través de las instituciones, y pasan a resolverse fuera del campo político, sin reglas claras que regulen el conflicto. Es el escenario indeseable en el que quien piensa distinto deja de ser un adversario legítimo y pasa a ser un enemigo existencial, con el que sólo es posible relacionarse bajo la lógica de que una parte debe exterminar a la otra. En resumen, la muerte de la democracia como la conocemos, sin necesidad de golpes de Estado ni dictadores.

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La opinión emitida en este espacio refleja únicamente la de su autor y no compromete la línea editorial de La Gran Aldea.
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