Para ese tropel de generaloides trepadores, de doctorcillos y literatuelos baratos, de comerciantes de la política, de honorabilidades repujadas en la explotación de los débiles, nosotros seremos siempre algo tan desagradable como una acusación. Ni siquiera podemos ser ejemplo porque hemos nacido mucho después que ellos. Somos nada más que una tremenda acusación. De allí que ni nos comprenden ni deseen comprendernos. Y no me refiero solamente a los que nos torturan y nos encarcelan, sino también a los que hoy se proclaman nuestros amigos y aspiran a trepar mañana sobre nuestras espaldas y a ofrecernos entonces un mendrugo para que cerremos los ojos y enmudezcamos nuestras voces rebeldes…
Fiebre – Miguel Otero Silva
Hay celebraciones que resisten más por costumbre que por convicción. El Día del Estudiante en Venezuela, por ejemplo, ocurre en un país donde las universidades sobreviven de milagro, los laboratorios están desahuciados y los profesores cobran sueldos capaces de deprimir hasta a un santo mártir. Y, aun así, cada noviembre desempolvamos el homenaje, repetimos los ritos, colocamos flores frente a los bustos y escribimos artículos con la nostalgia del que hojea un álbum ajado. La ironía es inevitable: celebramos a los estudiantes en un país que casi ha olvidado lo que es estudiar.
Pero hay algo que no se ha marchitado: la carta a los estudiantes incluida en Fiebre, de Miguel Otero Silva. Una carta escrita desde el desencanto, pero nunca desde la renuncia. Una voz que, casi cien años después, conserva la misma claridad moral con que habló a quienes la recibieron en 1928. Allí, un joven marcado por la cárcel y el fracaso admite sin rodeos: “Ya no somos los mismos de 1928”. Con esa frase inaugura una reflexión que atraviesa generaciones: toda lucha deja heridas, y lo decisivo no es la pérdida, sino lo que se hace con ella.
La carta no se lamenta: alerta. Y alerta, sobre todo, contra los peligros que acechan a los jóvenes cuando dejan de serlo. Otero Silva lo expresa con un filo que sigue vigente: “Temo por ustedes… temo que los mercaderes los compren, que los generales los seduzcan, que los sacerdotes les apaguen el fuego”.
Es imposible leer esa advertencia sin pensar en la larga lista de dirigentes estudiantiles que, en los últimos veinte años, pasaron de desafiar al poder a acomodarse en él. Jóvenes que marcharon contra Chávez y Maduro en 2007, 2014 o 2017, y que hoy ocupan cargos, repiten líneas oficiales o se han convertido en piezas útiles de la maquinaria que antes denunciaban. No traicionaron solo una lucha: traicionaron una confianza. Y lo hicieron sin siquiera sonrojarse.
Aunque la traición no vino únicamente de quienes se entregaron al chavismo. También vino de quienes se rindieron con igual docilidad a las oposiciones del chavismo: partidos, grupos económicos y maquinarias ansiosas por reciclar juventudes para exhibir modernidad mientras perpetuaban viejas prácticas. Durante años, buena parte de aquella generación que se jugó el pellejo fue usada y desechada. Mientras algunos dirigentes negociaban su porvenir en oficinas climatizadas, la mayoría de los jóvenes quedó reducida a combustible emocional: útiles para las fotos, para la épica en redes, para el trending topic, pero prescindibles al momento de repartir cuotas o construir proyectos reales.
Hubo excepciones —cada quien podrá nombrar las suyas— porque no toda biografía se marchita de la misma manera y el tiempo termina por revelar quién fue coherente y quién solo actuó. Pero lo evidente, en este momento del país, es que muchos de los que se proclamaban líderes estudiantiles participaron en la danza de los mercaderes de la miseria, en el mercado de vendedores de esperanzas. Pasaron de dirigentes juveniles a dirigentes políticos edificados sobre el dolor, el sacrificio y los muertos de tantas marchas.
Y, aun así, quedan otros: los menos visibles, los que no se rindieron. Los que siguen estudiando a pesar de todo. Los que creen en las universidades como últimos refugios de libertad. Los que asumen la dirigencia de un centro de estudiantes sin cámaras, sin padrinos, sin promesas. Ellos encarnan una valentía distinta: la de sostener, con su sola presencia, la posibilidad de que la autonomía, el pensamiento libre y la dignidad aún tengan futuro en Venezuela.
Esa metamorfosis amarga —entre quienes se entregan y quienes resisten— es precisamente lo que la carta intenta conjurar. Por eso el narrador escribe, casi suplicando: “No quiero que nos imiten, quiero que nos superen”.
Superar no es repetir consignas ni recrear viejas gestas; es resistir la tentación más devastadora: la del acomodo. El poder es experto en seducir estudiantes: los coopta, los distrae, los premia, los neutraliza. El que no resiste termina convertido en aquello que combatía. Y ese destino —como Otero Silva sabía— es más humillante que la derrota.
La carta no solo suspira por lo perdido; también denuncia lo que permanece igual: “Hemos visto caer a nuestros compañeros, hemos visto pudrirse nuestras ilusiones, hemos visto cómo la patria era una mesa servida para los mismos de siempre”.
Si los “mismos de siempre” de 1928 eran caudillos y mercaderes del poder, los de hoy son burócratas engrasados, empresarios surgidos de la escasez, operadores reciclados y un Estado que ha convertido la represión en hábito administrativo.
Enfrentarlos tuvo un costo altísimo: muertos, presos, exiliados, generaciones fracturadas antes de cumplir treinta años. A diferencia de sus antecesores, estos jóvenes no tuvieron una transición democrática que dignificara su sacrificio; tuvieron una prolongación del autoritarismo.
Sin embargo —he aquí el milagro— el movimiento estudiantil no desaparece: se reinventa. Hoy vive en pequeñas fogatas: colectivos por la autonomía, defensores de derechos humanos, organizaciones de memoria y resistencia, iniciativas culturales, centros de estudiantes que operan con más voluntad que recursos. No son multitudes, pero tampoco son ruinas. Son, simplemente, quienes no se han cansado.
Eso es lo que la carta exige: resistencia sin aplausos. El narrador lo resume con una sentencia que hoy duele y guía: “El porvenir no se mendiga: se conquista”. En un país donde el futuro parece un lujo, esa frase es bofetada ética. Los estudiantes del presente no enfrentan a Gómez, pero sí a la degradación lenta: migración masiva, pobreza, indiferencia, precariedad. Y, aun así, insisten en defender su derecho a un país que no los expulse.
Por eso, el Día del Estudiante no debería ser una postal nostálgica ni un pretexto para discursos huecos. Debería ser una exigencia. Una interpelación moral. Un recordatorio de que ninguna épica sobrevive si sus herederos se venden al mejor postor.
La carta de Fiebre no pide admiración: pide coherencia. Pide no repetir la tragedia de quienes cambiaron la protesta por un partido, la dignidad por un cargo, la rebeldía por un protocolo. Pide que quienes marcharon contra la dictadura no terminen administrando su normalidad. Pide —y esto es lo más difícil— que el sacrificio de los caídos no sea la antesala de un silencio cómodo.
Al final, la carta deja una confesión que también es una transferencia de responsabilidad: “Lo que somos vale solo si ustedes continúan lo que empezamos”.
Pero continuar no es imitar: es corregir.
Es ser más firmes, más lúcidos, más resistentes.
Es no caer donde otros cayeron.
Es recordar que la universidad —incluso devastada— sigue siendo el último territorio donde la palabra libertad conserva sentido.
Por eso, este Día del Estudiante debería leerse como un juicio y una promesa: un juicio a quienes traicionaron, una promesa para quienes aún creen, y un llamado para quienes vendrán.
La historia venezolana enseña una verdad feroz: este país siempre ha sido salvado por quienes no tenían nada que ganar salvo su conciencia. Y mientras exista un estudiante capaz de elegir la dignidad sobre la conveniencia, la valentía sobre el cálculo y la verdad sobre el bullicio, el porvenir seguirá teniendo donde germinar. No hay noche que pueda vencer a una generación que decide no arrodillarse.
Los hijos del amanecer no son los de entonces.
