Qué digno aplauso merece la paradoja latinoamericana: activistas venezolanos heridos en Bogotá mientras los gobiernos ensayan gestos de condolencia y discursos sobre “hermandad regional”. La violencia ya no necesita pasaporte ni ideología; viaja ligera, sostenida por silencios diplomáticos y complicidades bien maquilladas. Colombia, tierra que alguna vez se presentó como refugio, se convierte ahora en escenario de una ironía amarga: quienes huyeron para salvar la vida descubren que el exilio no garantiza resguardo, solo una nueva dirección para el miedo. Y mientras los titulares se llenan de promesas de investigación, el guión de siempre se repite: la impunidad continúa, las balas callan y la retórica oficial ensaya humanidad frente a las cámaras.
Colombia tiene la obligación legal y moral de no ser escenario de la prolongación de la represión venezolana. Las víctimas del atentado del 13 de octubre —Yendri Velásquez y Luis Peche— ya mostraron que el daño físico no es lo único: se fractura la confianza y se siembra el miedo.
Aquí es donde entra la autocrítica que pocos se atreven a formular: ¿cómo ha actuado el gobierno de Gustavo Petro hasta ahora? Petro habla con elocuencia sobre derechos humanos y cooperación internacional, pero sus alianzas con Nicolás Maduro, sus gestos públicos de “diálogo” con el régimen chavista y su retórica indulgente han diluido su autoridad moral para exigir justicia. Se cuestionan sus silencios cuando las acusaciones apuntan a estructuras del poder venezolano operando en el exterior. Esa ambigüedad política se convierte, en los hechos, en un permiso tácito para que la represión del exilio tropiece con la frontera.
La referencia al caso de Ronald Ojeda en Chile resulta inevitable: exmilitar, opositor, asilado, desapareció bajo circunstancias que apuntan a complicidad política, involucramiento del régimen y crímenes que cruzaron fronteras. Este episodio debería servir de espejo: si Chile lo enfrenta con investigaciones, extradiciones y denuncias ante la Corte Penal Internacional, Colombia no puede quedarse atrás con discursos vacíos y gestos simbólicos.
El gobierno de Petro ha apostado por la diplomacia y el diálogo, cierto, pero no basta con declaraciones de condena o promesas de cooperación. Cuando existen vínculos evidentes con el régimen venezolano, la obligación es la transparencia. ¿Qué tan lejos permitirá que lleguen las redes criminales venezolanas dentro del territorio colombiano sin que eso afecte su política interna? ¿Cómo maneja la cooperación en materia de inteligencia? ¿Qué protocolos concretos existen para proteger a los activistas en riesgo? Hasta ahora, las respuestas han sido tibias. No basta con decir “condeno” cuando los perpetradores quedan impunes, cuando los exiliados siguen viviendo con miedo y cuando organizaciones sociales como Juntos Se Puede denuncian hostigamientos sin obtener respuesta.
La alianza política —implícita o explícita— con el régimen de Caracas debilita la legitimidad del gobierno colombiano para exigir justicia. No se puede promover intercambios económicos o gestos de paz con un Estado que exporta represión. Esa doble moral erosiona la confianza dentro de la comunidad migrante que esperaba encontrar protección y termina convirtiendo la palabra “solidaridad” en un cliché diplomático.
¿Dónde reside la justicia si no es en la seguridad del vulnerable? ¿De qué sirve prometer una “migración con derechos” si quienes huyen de la persecución encuentran balas donde esperaban refugio? Colombia, como Estado receptor, tiene una responsabilidad ética: no basta abrir las puertas; hay que impedir que se conviertan en blancos.
La violencia no se olvida, pero tampoco puede normalizarse. El atentado contra Velásquez y Peche exige que la moral pública y la ética política dejen de ser meras consignas: deben transformarse en acciones que protejan, sancionen y reparen. Cuando un gobierno teje alianzas con quienes violan derechos humanos o tolera la pasividad frente a amenazas transnacionales, se convierte en cómplice del miedo que alcanza a quienes creyeron estar a salvo.
Por eso, lo exigible no es solo investigar: es impedir que la impunidad siga siendo la norma disfrazada de justicia. No basta con reaccionar ante la tragedia; urge anticiparla. No sirven las condolencias ni los comunicados diplomáticos si los perseguidos deben seguir mirando por encima del hombro incluso en tierra de asilo. Lo que se demanda es compromiso real: políticas con presupuesto, refugio sin miedo y responsabilidades con nombre y apellido. Porque cuando un Estado permite que la represión cruce su frontera, deja de ser refugio y se convierte en extensión del terror que otros gobiernos exportan con cinismo.
La diáspora —esa nación desmembrada pero viva— no pide privilegios, pide coherencia. Exige que el asilo no sea retórica, sino promesa cumplida; que la solidaridad no se agote en los discursos, sino que se traduzca en protección efectiva.
Porque, al final, no se trata solo de salvar cuerpos, sino de preservar el sentido moral de la hospitalidad. Un país que mira hacia otro lado mientras sus refugiados son cazados termina siendo cómplice del verdugo que dice rechazar. Y cuando eso ocurre, la frontera entre humanidad y barbarie deja de ser un límite geográfico: se convierte en una cuestión de conciencia.