Mientras Venezuela celebra la santificación de José Gregorio Hernández —el médico de los pobres, el hombre que encarnó la compasión y la dignidad humana en tiempos de carencia—, el país volverá a mirar hacia su fe y hacia su historia. Hacia lo que queda en épocas terribles. Pero la verdadera lección de la santidad de José Gregorio no está solo en los altares, sino en la urgencia de practicar el bien que predicó: aliviar el sufrimiento, cuidar la vida y poner la humanidad por encima del poder. Su enseñanza interpela hoy directamente al Estado venezolano, que mantiene en prisión a hombres y mujeres enfermos, sometidos a tratos crueles, negándoles atención médica y violando de manera abierta los principios más elementales del derecho y de la moral.
Liberar a los presos políticos enfermos no es un gesto de clemencia ni una concesión política: es una obligación ética y humanitaria. Tampoco puede servir para el mercadeo político de actores que el poder necesita posicionar como opositores. La privación de libertad nunca puede convertirse en una condena a muerte lenta ni en un instrumento de tortura, como lo es en Venezuela. Cada día que pasan sin atención médica adecuada, sin medicinas ni diagnósticos, son días arrebatados deliberadamente a sus vidas. Los tratados internacionales, las normas del derecho internacional humanitario y las propias leyes venezolanas lo prohíben; pero más allá de la letra jurídica, está el imperativo moral de no permitir que la enfermedad y el dolor se conviertan en castigo. Cuando escuchamos el relato de los presos y sus familiares, descubrimos la cara del horror que no puede ser lavada con golpes de pecho ni comparsas en el Vaticano.
En un país donde la salud pública se derrumba y los hospitales sobreviven gracias a la fe más que a los recursos, el ejemplo de José Gregorio Hernández debería recordarnos que curar y proteger la vida es el acto más alto de justicia. Si de verdad se quiere honrar su legado, no basta con misas ni procesiones: hay que mirar a los que hoy languidecen en celdas, sin medicinas y con la esperanza adolorida.
La santidad, en el fondo, no se mide por los milagros atribuidos, sino por la capacidad de hacer el bien cuando más difícil parece. Liberar a los presos políticos enfermos sería el verdadero milagro que Venezuela necesita hoy: el milagro de la compasión, de la justicia y de la reconciliación con la vida.
En las celdas venezolanas, sin medicinas ni atención, van muriendo personas con enfermedades graves. Detallemos algunas identificadas por las ONG Justicia, Encuentro y Perdón, junto a Justicia y Proceso Venezuela:
● Hay al menos ocho casos de cáncer en estado avanzado, con diagnósticos de adenocarcinoma de próstata, cáncer pulmonar microcítico, linfoma no hodgkin, sarcoma epitelioide y tumores pancreáticos y cerebrales. Algunos casos terminales siguen esposados a una camilla, sin el beneficio de volver a su casa.
● También se han identificado más de veinte presos con enfermedades cardíacas, como síndromes coronarios agudos, insuficiencia cardíaca congestiva, arritmias severas, hipertensión crónica y cardiopatías hipertensivas. En algunos casos, los pacientes necesitan marcapasos y se les niega.
● Se suman los que sufren insuficiencias renales, como nefropatías diabéticas, insuficiencia renal crónica, litiasis bilateral y prostatitis aguda o crónica. Algunos presentan daño renal irreversible o infecciones urinarias persistentes. Hemos hablado con familiares de presos que no saben qué hacer cuando sus seres queridos necesitan sondas urinarias, pero no se las reciben en la cárcel.
● Hay al menos diez casos asociados a temas neurológicos, como los que han sufrido accidentes cerebrovasculares (ACV), hemiplejías, epilepsia, hidrocefalia con válvula derivativa, síntomas de Alzheimer y otro caso que muestra condiciones del espectro autista o Asperger.
● Entre las enfermedades respiratorias se han diagnosticado casos de fibrosis pulmonar, tuberculosis activa, asma bronquial crónica y obstrucción respiratoria severa. A los pacientes se les niega tratamiento, y los focos de enfermedades contagiosas pueden agravar la situación de otros presos.
● Otros familiares han reportado que sus personas encarceladas padecen enfermedades como lupus eritematoso sistémico, artritis reumatoidea, fibromialgia crónica y espondilitis anquilosante. Estos son los casos graves que muestran sufrimiento persistente y falta de tratamiento especializado.
● Y es imposible cerrar la lista sin nombrar los trastornos psiquiátricos que han sido documentados. Muchas personas en las prisiones políticas del chavismo reportan síndromes depresivos graves, ansiedad generalizada, trastornos de pánico y riesgo suicida.
Muchos de ellos llevan años esperando una revisión médica que nunca llega, una audiencia que se retrasa indefinidamente en tribunales o una simple mirada de humanidad. Cada uno de esos cuerpos enfermos es una prueba viva —y doliente— de cómo la crueldad institucional se disfraza de revolución.
Hay mujeres que deberían estar en hospitales y no en prisiones. Yosida Vanegas, de unos setenta años de edad, fue detenida cuando regresó al país para preguntar por su hijo preso. Pasó más de un mes desaparecida, sin contacto con su familia. Hoy está recluida en el INOF, con hipertensión, demencia incipiente y dolores que apenas puede explicar. Es una mujer mayor, enferma, sin fuerzas, que nunca debió estar entre rejas. Su única “culpa” fue ser madre y querer velar por su hijo.
Emirlendris Benítez fue arrestada en 2018, torturada hasta el punto de perder un embarazo, y quedó con secuelas irreversibles. Hoy usa una silla de ruedas, sufre fibromialgia crónica, tiene el cuerpo lleno de dolor y sigue condenada a 30 años de prisión. La ONU y Amnistía Internacional han pedido su liberación, pero el Estado prefiere hacer silencio. Su caso resume lo que pasa cuando la violencia se vuelve política de Estado y la crueldad se normaliza. En Venezuela no se ha despenalizado el aborto, pero se procura en las sesiones de tortura, porque no es el único caso.
Y también está Juan Nahir Zambrano, un joven en el espectro autista, con la mente y la sensibilidad de un niño de 12 años. Está preso desde 2022 en una cárcel de alta peligrosidad. Vive en un entorno que no comprende, sin asistencia adecuada, con miedo y aislamiento. Su detención es una herida abierta en la conciencia de un país que se dice creyente, pero que encierra a un muchacho con discapacidad como si fuera un enemigo.
Estos tres nombres, y los decenas más que aparecen en los listados de presos políticos, nos obligan a hablar con claridad: mantenerlos presos es una forma de tortura contra todo un país. Cada día sin tratamiento, sin medicinas, sin esperanza, es una condena a muerte lenta. Por razones humanitarias, por principios morales y por simple decencia, deben ser liberados de inmediato.
En vísperas de la santificación de José Gregorio Hernández —el médico de los pobres, símbolo de compasión y sanación—, el país debería preguntarse si su fe se demuestra en los templos o en los actos de justicia. No hay milagro más urgente que el de liberar a los enfermos, cuidar a los vulnerables y devolver la dignidad a quienes sufren injustamente.