A todos nos enseñaron a identificar la violencia por lo que hace ruido: golpes, gritos, balas, explosiones. Lo que se ve, lo que arde, lo que se rompe. La violencia explícita, directa, amarillista y en primera plana. Pero esa es, apenas, la punta del iceberg. Abajo —mucho más sólido, más frío, más normalizado— se encuentra el núcleo de un sistema que aniquila de a poquitos.
Esa parte sumergida tiene nombres más aceptables: meritocracia, orden público, tradición, castigo ejemplar, ley divina. Tiene forma de salario mínimo, de aula obediente, de frontera cerrada, de rezo obligado, de pantalla que vende cuerpos y castiga deseos.
Esa violencia estructural y cultural —como la llamó Johan Galtung— es la que hace posible, justificable y cotidiana a la otra.
La violencia directa (física, verbal, visible) es apenas el síntoma. La enfermedad real es la que se escribe en códigos legales, se canta en himnos, se enseña en las redes sociales, se esconde en los anuncios. Es la cárcel como castigo automático para la disidencia. Es la estadística que habla de “fallecidos”, pero nunca de “genocidio”. Es la iglesia que predica amor, pero expulsa parejas del mismo sexo. Es el noticiero que no dice “asesinato”, sino “ajuste de cuentas”. Etcétera.
La violencia no es solo una acción. Es una estructura. Es un lenguaje. Es una estética. Es el “usted no califica”. Es el “no es nada personal, son las reglas”. Es el algoritmo que decide si tu rostro inspira confianza. Es el pasaporte vencido que te convierte en paria. Es la publicidad que te convence de que unos tienen buenos genes y otros no.
Entender las capas de la violencia no es un capricho teórico; es una urgencia política. Porque mientras la violencia siga disfrazada de normalidad, seguirá impune. Y mientras no reconozcamos que lo que se ve arriba flota sobre todo lo que está abajo, seguiremos creyendo que la guerra empieza cuando suenan los disparos, y no cuando se cierran las puertas.
La paz no es solo ausencia de balas. Es también ausencia de hambre, de miedo, de discriminación. Y construirla exige más que buenos deseos: exige sacar a la luz lo que hemos aprendido a no mirar.
Porque lo que no se ve, también puede ser analizado.