La gestión del caos post-caos
En el imaginario popular, la caída de un dictador es ocasión de celebración y puerta a una democracia inminente. En Venezuela, esta tendencia se ha visto reforzada por el hecho de que la muerte de Gómez (1935) y la caída de Pérez Jiménez (1958) constituyeron auténticos amaneceres para el país.
Sin embargo, la historia reciente ofrece una advertencia: la transición del autoritarismo sin una infraestructura institucional sólida puede llevar a ese caos con el que tanto amenazan los autócratas ante la eventualidad de su salida (como expusimos en la anterior entrega de esta serie: El caos, la herramienta política más vieja de la dominación).
La caída de un autócrata suele constituir la cúspide de una lucha por la libertad. Pero en varios casos de la historia reciente, el deseado fin de la dictadura marcó el inicio de una era de violencia, desintegración estatal y anarquía. La amenaza del “caos” había sido la última arma de los tiranos, y países como Siria, Irak y Somalia demuestran que, en ausencia de instituciones fuertes, esa profecía puede cumplirse. Al concentrar todo el poder, el tirano destruye deliberadamente la infraestructura burocrática, militar y judicial no partidista. De manera que, cuando huye con sus joyas y sus millones, el Estado colapsa.
Casos emblemáticos de desintegración
Tras la invasión de 2003 que derrocó a Sadam Husein, el caos en Irak fue instantáneo y catastrófico. El régimen baazista, aunque brutal, había mantenido unido al país mediante una represión despiadada de las divisiones históricas entre chiíes, suníes y kurdos. La decisión de la Coalición de disolver por completo el ejército iraquí y el partido Baaz desató una triple crisis: Vacío de poder, en cuyo marco miles de militares suníes desempleados se unieron a la insurgencia; Guerra civil, puesto que el ascenso al poder de la mayoría chií provocó una brutal guerra sectaria; y Terrorismo yihadista, favorecido porque el vacío de seguridad permitió el auge de Al Qaeda en Irak, que eventualmente evolucionó en el grupo terrorista más temido de la era moderna: el Estado Islámico (ISIS). El caos rebasó lo político y devino en amenaza transnacional.
El caso de Somalia es un ejemplo de anarquía incesante. Después del derrocamiento del dictador militar Mohamed Siad Barre, en 1991, el país no experimentó una transición, sino un desmoronamiento. La única autoridad que quedaba era la lealtad a los clanes rivales, que lucharon por el control de la capital y de los recursos. Somalia ha pasado más de tres décadas sin un gobierno central efectivo, convirtiéndose en arquetipo de Estado fallido, donde florecieron los señores de la guerra, la piratería y el grupo yihadista Al-Shabaab.
Yemen, cuya Primavera Árabe terminó en el derrocamiento del presidente Ali Abdullah Saleh en 2012, ofrece un ejemplo similar. Si bien Saleh no era un dictador totalitario, su salida desencadenó un complejo conflicto de poder. Yemen ya estaba fracturado por lealtades tribales y por la insurgencia del grupo chií hutí. La caída de Saleh y la subsiguiente transición fallida permitieron que los hutíes tomaran el control de la capital, Saná, desencadenando la devastadora guerra civil que persiste hasta hoy, involucrando a potencias regionales como Arabia Saudí e Irán.
Espejito, espejito: ¿me parezco a Libia o a Myanmar?
Si bien los casos anteriores ilustran el abismo, para nosotros hay ejemplos incluso más preocupantes, ya que son países con una profunda dependencia de la renta petrolera y con fuertes facciones militares: Libia y Myanmar.
Libia es el coco en el catálogo de colapsos totales. Su fuerte dependencia del petróleo y las estructuras estatales ligadas a un solo hombre llevaron el riesgo de fragmentación al extremo, tal como temen algunos analistas que podría suceder en Venezuela tras la caída del régimen de Maduro, sobre todo si esta se produce de manera súbita.
Por su parte, Myanmar, aunque modelo de lucha civil, ilustra cómo la salida de un autócrata militar (o el intento de revertir la apertura) puede polarizar a la sociedad y desencadenar una guerra civil prolongada entre las fuerzas del Estado (el Tatmadaw) y una resistencia armada.
Estos ejemplos confirman la advertencia del tirano: la ausencia de instituciones listas para tomar el relevo puede ser la peor amenaza, incluso mayor que la represión del régimen saliente.
La gestión del caos post-caos
En el panorama político venezolano, el fantasma del caos no es solo una amenaza, sino una cuestión central de debate. No por nada, en sus recientes entrevistas, María Corina Machado ha insistido en que:
“Tenemos listo todo. Y tenemos identificado dónde están los grupos que buscarán desestabilizar. Sabemos dónde están, quiénes los integran, dónde se ubican y cómo los vamos a abordar y neutralizar.”
Es una respuesta frontal a la prédica del régimen de Maduro, que se ha cansado de advertir que su caída desataría una guerra civil similar a la de Libia. La líder opositora no niega esa posibilidad; al contrario, la admite, pero solo para asegurar que el gobierno del que formará parte, encabezado por el presidente electo Edmundo González Urrutia, está preparado para la “gestión del caos” y para establecer una autoridad civil inmediatamente después de la salida del dictador.
Desde luego, una transición violenta o desordenada no es del interés del ciudadano común, pero sí de varias facciones que dependen de la oscuridad para prosperar, y en Venezuela hay unas cuantas.
Están las facciones vinculadas al narcotráfico y la minería ilegal: grupos dentro del régimen que han acumulado vasta riqueza a través de ilícitos y tienen un interés vital en la desintegración del Estado. En un escenario de caos, estas redes criminales podrían consolidarse como señores de la guerra regionales, controlando territorios y rutas ilícitas sin la supervisión de un gobierno central legítimo.
Están los grupos armados extranjeros, como el ELN y las disidencias de las FARC, que operan con impunidad en zonas fronterizas con el aval del régimen. Un vacío de poder les permitiría formalizar su control territorial en Venezuela, creando un arco de inestabilidad en la frontera con Colombia.
Y están las potencias antagónicas —Irán y Rusia—, que podrían estar interesadas en un caos controlado que impida la consolidación de un gobierno prooccidental, manteniendo un “foco de irritación” para Estados Unidos en el hemisferio.
Quién está por el caos en Venezuela
El principal riesgo es la división de las Fuerzas Armadas. El ejército venezolano no es monolítico. Hay facciones leales a la Constitución, facciones corruptas ligadas al narcotráfico (el llamado “Cártel de los Soles”) y fuerzas paramilitares o colectivos chavistas.
Un vacío de liderazgo podría desencadenar una lucha entre estas facciones, con la consecuente emergencia de caudillos militares que tomen control de estados o de infraestructuras clave (refinerías, minas de oro, puertos) para negociar su participación en un nuevo gobierno o para asegurar su impunidad, al estilo de los señores de la guerra somalíes. En esta eventualidad, el caos podría traducirse en una explosión de violencia por el control de la distribución de alimentos, medicamentos y gasolina, práctica en la que están muy experimentados.
Otros apuntados a la anarquía podrían ser los colectivos: bandas armadas chavistas que, al perder el paraguas protector del Estado, podrían volverse aún más violentos y resistir la transición por la fuerza.
Por todo esto, la degradación hacia el desbarajuste no puede descartarse. Hay antecedentes en otros países, algunos muy distintos a nosotros y otros con ciertos elementos comunes. La obtención de la lealtad o, al menos, la neutralidad de una facción militar mayoritaria para evitar la balcanización ha demostrado no ser cosa fácil.
En suma, la experiencia internacional enseña que los autócratas tienen razón al advertir sobre el caos: al destruir el Estado, obligan a una nación a arriesgar su futuro en el vacío. ¿Es este el caso venezolano?
En una siguiente entrega analizaremos los motivos que permiten cierto optimismo.