El 28 de julio de 2024 marcó un punto de quiebre en la historia reciente de Venezuela. Ese día, una abrumadora voluntad ciudadana se expresó con claridad en las urnas a favor de Edmundo González Urrutia. Sin embargo, el régimen de Nicolás Maduro y las instituciones bajo su control decidieron desconocer ese veredicto. Desde entonces, el país ha entrado en una espiral de deterioro económico, social y político que hoy amenaza con arrastrarnos a un escenario de mayor conflictividad interna y externa.
La negación de la salida democrática se ha traducido en un empeoramiento de las condiciones de vida. El salario mínimo no alcanza ni siquiera un dólar mensual, mientras la brecha entre el dólar oficial y el paralelo ronda el 50%. La sensación de estancamiento y empobrecimiento generalizado recuerda los peores momentos de la crisis venezolana, cuando millones de familias se vieron forzadas a migrar para sobrevivir.
La comunidad internacional observa con creciente alarma la permanencia de Maduro en el poder. El régimen no solo se percibe como un autoritarismo cerrado, sino como una estructura funcional al narcotráfico y al terrorismo, con repercusiones directas sobre la seguridad regional. Esta realidad ha colocado a Venezuela en el radar de los Estados Unidos y de otras potencias occidentales como un factor de desestabilización. Hoy, incluso, el país parece estar al borde de un conflicto directo con Washington, un riesgo que nunca debió ser siquiera considerado.
Mientras tanto, en el frente interno, más de 2.500 familias han sido separadas por el terrorismo de Estado. La represión ha dejado presos políticos, desaparecidos y exiliados forzosos. Cada caso es testimonio de un país donde la represión sustituye al Estado de derecho y donde el poder se sostiene únicamente en el miedo y la violencia.
El camino para evitar este escenario estaba a la vista: el reconocimiento del Acuerdo de Barbados, que trazaba reglas claras para una convivencia política pacífica y el respeto a la voluntad popular expresada en las urnas. Bastaba aceptar la victoria de Edmundo González Urrutia y abrir una transición democrática ordenada. No se trataba de una imposición externa, sino de un acuerdo nacional con aval internacional que garantizaba estabilidad y convivencia de cara al futuro.
Maduro y su cúpula eligieron otro rumbo. Prefirieron sacrificar el bienestar de los venezolanos y la estabilidad de la región en nombre de su permanencia en el poder. Hoy, las consecuencias son innegables y las responsabilidades están claramente delimitadas. El país atraviesa una tormenta que pudo evitarse y cuya única salida real sigue siendo la misma: reconocer la soberanía popular y permitir que la democracia, tantas veces postergada, finalmente regrese a Venezuela.