Hay preguntas que laten como heridas sin cerrar. No buscan respuestas unívocas, sino un ejercicio de búsqueda —de escombro, memoria y reconstrucción—. Una de las más íntimas y políticas es esta: ¿qué significa hoy ser venezolano? En tiempos de exilio, cuando la tierra se vuelve recuerdo y el país se nombra más con melancolía que con certeza, más con victimismo que con responsabilidad, la condición nacional deja de ser himno o bandera para convertirse en eco, residuo, gesto de resistencia.
Esta interrogante no es nueva. En El exilio del tiempo, Ana Teresa Torres advertía que la historia venezolana se ha construido a saltos, marcada por la interrupción de sus proyectos fundacionales. Esa ruptura hoy se globaliza: el país se dispersa como polvo al viento, y lo venezolano habita no solo en su geografía, sino también en la errancia de sus hijos. “¿Cómo reconstruir un nosotros que no ha terminado de existir?”, se pregunta la autora. Tal vez la respuesta no esté solo en regresar al origen, sino en volver a narrarnos desde la ausencia.
Entre dos mundos: cifras y vivencias
Más de ocho millones de venezolanos viven hoy fuera de sus fronteras, de acuerdo con el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) y la Organización Internacional para las Migraciones (OIM). Algunos con pasaporte vencido o sin él, sin documento de identidad; otros con nacionalidades heredadas o recién adquiridas; todos arrastrando una raíz que no termina de soltarse. Como en la fábula del árbol arrancado, hay quienes han logrado replantarse en otras tierras. Pero la mayoría vive entre dos mundos: no del todo aquí, pero ya sin poder estar allá.
En ese vaivén se transforma el sentido de pertenencia. Ya no se es venezolano solo por nacimiento, sino también —y, sobre todo— por memoria afectiva, por lengua compartida, por los vínculos emocionales con un pasado íntimo. Una lengua que se adapta al país receptor, un acento que se conserva como escudo. En esa cotidianidad trastocada se juega la venezolanidad del siglo XXI.
Más allá de los clichés: una identidad compleja
Pensar lo venezolano como pregunta —no como esencia— permite alejarnos de las representaciones fáciles: la alegría contagiosa, el ingenio, el humor irresponsable. Esos rasgos, además de ser limitantes, no alcanzan a explicar el trauma, el colapso, la diversidad real. Luis Castro Leiva, con su mirada crítica, sostenía que nuestra identidad moderna se definía por “el ideal de la República y el fracaso de su realización”. Ese desencanto hoy se vive sin anestesia.
Ya no basta con cantar el himno entre lágrimas, ni con idealizar un pasado democrático o demonizar el presente. Hay que entender lo nacional como una construcción viva, no como reliquia. Ser venezolano hoy es también mirar de frente nuestros propios abismos: el autoritarismo consentido, el racismo silenciado, el machismo estructural, la desigualdad como herencia.
El exilio ha sido un espejo roto. Nos ha devuelto aquello que evitábamos ver: la exclusión normalizada, el clasismo hecho costumbre, las brechas regionales, un país edificado sobre privilegios invisibles. Migrar ha sido también una travesía interior, una forma de verse con otros ojos.
La literatura de la diáspora: narrar para existir
En los últimos años, la literatura escrita por venezolanos dentro y fuera del país ha sido crucial para relatar esta metamorfosis. No se trata solo de documentar el dolor, sino de encontrar sentido en el desplazamiento: un mapa afectivo donde muchos han logrado reencontrarse. Allí resuenan voces como la de Rodrigo Blanco Calderón, que en novelas como The Night y Los terneros convirtió a Caracas en un personaje herido y poético. Desde la orilla ecuatoriana, Sabrina Duque ofreció en Crónicas desde la orilla un testimonio coral de quienes migraron sin certezas. Karina Sainz Borgo, con La hija de la española, relató una huida desgarradora que se volvió espejo de una nación que se deshace. En clave más lúdica, Juan Carlos Méndez Guédez ha escrito desde España novelas como La ola detenida y El baile de madame Kalalú, donde deseo, nostalgia y humor se entrelazan como resistencia identitaria. Israel Centeno, en Exilio en Caracas y Calletania, explora la marginalidad y el desencanto urbano. Gisela Kozak Rovero, en Ni tan chéveres ni tan iguales, desmonta con agudeza las ficciones del país moderno. Antonio López Ortega, en La sombra inmóvil, narra la pérdida desde la distancia. Federico Vegas en Los incurables y Sumario retrata con fina ironía las ruinas morales del país; Krina Ber, en La hora perdida, aborda el exilio interior y el cuerpo femenino; Eduardo Sánchez Rugeles, en Blue Label / Etiqueta Azul y Liubliana, capta la desesperanza de una juventud que migra por sobrevivencia y por amor a lo que pudo haber sido.
En todos ellos hay un gesto común: la necesidad de decirse, de preservar el vínculo. Porque la identidad no es solo legado: es también acto de palabra. Todo venezolano en el exilio es, en cierto modo, un narrador de historias que resisten el olvido, que rehacen vínculos, que recuperan una forma de estar juntos.
Hacia un “nosotros” más amplio
Significa habitar una frontera que no aparece en los mapas. Hablar desde la ruptura sin perder la dignidad. Buscar un “nosotros” más amplio, más justo, más plural. Ser venezolano, ahora, es resistir al olvido sin negar el pasado. Cargar con un país que no cabe en las maletas, pero que se cuela en el idioma, en los gestos, en la forma de mirar.
Quizás por eso, como decía Ana Teresa Torres, la historia de Venezuela no puede contarse sin sus silencios. Pero este exilio ha decidido hablar. Y en esa palabra —dicha, escrita, leída— se va forjando una nueva conciencia colectiva: más lúcida, más diversa, más libre.
¿Qué queda de un país cuando se ha roto el pacto social, cuando la institucionalidad ha sido vaciada, cuando millones lo han dejado atrás, pero lo siguen soñando? Queda, quizás, una forma de estar en el mundo que no claudica. Una manera de recomponerse entre lenguas cruzadas y cicatrices abiertas: el idioma con sus giros, el humor que protege, la cadencia de las sobremesas, la costumbre de mirar atrás como quien no quiere —o no puede— despedirse.
Y queda, sobre todo, el gesto íntimo de seguir llamándose venezolano incluso cuando el país parece ya no llamarnos de vuelta. Ser venezolano, hoy, es vivir en tránsito sin perder la memoria. Es construir familia en otros paisajes y llorar por calles que ya no están. Es rearmar la vida con acentos nuevos, pero sin renunciar a las palabras propias. Es escribir el país desde las orillas, con la certeza de que Venezuela no es solo un territorio: es una pregunta viva, una herida que habla, una esperanza que se niega a morir.
El exilio, con su crudeza y su belleza, nos ha enseñado que la patria no se habita solo con los pies, sino también con la lengua, con la memoria y con la escritura. Cada palabra escrita desde lejos, cada historia contada con rabia o ternura, cada personaje que sobrevive al desarraigo es una forma de mantener viva la promesa de un país posible.
Quizás, entonces, el acto más radical sea seguir nombrándonos sin que ese nombre signifique ruina, victimismo o vergüenza. Nombrarnos desde el fragmento, sí, pero también desde la reconstrucción. Nombrarnos para reconocernos. No por lo que fuimos, sino por lo que aún podemos llegar a ser.
Porque Venezuela no es solo lo que quedó atrás. Venezuela es también lo que está por escribirse. Y así, uno aprende que hay exilios que no silencian la identidad, sino que la revelan en su forma más pura: la de quienes, sin tierra firme ni instituciones que los protejan, eligen seguir diciendo “nosotros”.