Solo faltaba Donald Trump en la interminable fila de quienes se han burlado de los milicianos. Pero este lunes, 22 de septiembre, la ausencia fue subsanada cuando el presidente de los Estados Unidos publicó en Truth Social un video de la Milicia Bolivariana venezolana, acompañado de la frase irónica: “We caught the Venezuelan Militia in training. A very serious threat!” (Sorprendimos a la Milicia Venezolana en entrenamiento. ¡Una amenaza muy grave!). El comentario venía al pie de una grabación que muestra a una mujer obesa, vestida de rojo, que contempla un fusil cuyas instrucciones de manejo parece ignorar.
El mensaje, marcado como TOP SECRET pero de autenticidad incierta, se viralizó en minutos. Un gesto trivial —de no ser porque proviene del conductor del país más poderoso de la tierra— devino fenómeno comunicacional que combina propaganda, cultura política, desigualdad y sarcasmo como instrumento de poder. Algo, por cierto, que ya han hecho miles de venezolanos y que repiten cada vez que el régimen difunde imágenes de los milicianos.
—La burla —dice el autor español Vicente Ordóñez Roig, en su libro El ridículo como instrumento político— ridiculiza cuando hurga en los defectos, extravagancias o deformidades del otro con el propósito de degradar y minusvalorar, de coaccionar y sancionar por medio del vértigo de una risa que hiela y retuerce las entrañas; que jamás duerme porque, como una enfermedad crónica, sigue siempre su camino y ejecuta una orden providencial.
Y eso es lo que ha hecho Trump, quien, misógino al fin, no pierde ocasión de utilizar la imagen de una mujer muy pobre, cuya corpulencia —atribuible al consumo de carbohidratos de escasa calidad— evidencia que no ha recibido ni diez minutos de ese entrenamiento legendario que convierte a los soldados norteamericanos en máquinas de guerra.
Al reducir a la milicia venezolana a objeto de mofa, Trump proyecta debilidad sobre Caracas ante la opinión internacional y socava el capital simbólico del régimen. Como ha señalado James Scott, en Domination and the Arts of Resistance, la sátira puede funcionar como un arma simbólica poderosa: desarma la solemnidad del adversario y erosiona su legitimidad frente a públicos internos y externos. La risa deja de ser inocua y se convierte en estrategia política.
Desde luego, la rechifla como forma de deshonrar al otro y hacerlo aparecer como una hormiga enfrentada a un elefante no es patrimonio exclusivo de Trump ni de los medios internacionales. Desde hace años, los propios venezolanos han convertido a la milicia en un blanco permanente de sátira. YouTube, TikTok, Twitter e Instagram están llenos de memes, parodias y videos que muestran entrenamientos desordenados, uniformes incompletos y armas sustituidas por palos de escoba. Los motivos son evidentes: la edad avanzada de muchos milicianos, la precariedad del equipamiento, entrenamientos poco realistas, marchas descoordinadas, así como la retórica grandilocuente de los voceros oficiales, quienes —no menos cómicos— intentan presentar tales pantomimas como demostraciones de disciplina y fuerza. Esa contradicción es combustible para el humor político, que en Venezuela tiene una notable tradición como mecanismo de resistencia y crítica social.
La burla, claro está, plantea dilemas éticos y sociales. Muchos de los milicianos son personas de bajos recursos, cuando no maestros y otros profesionales empobrecidos al límite. Y es sabido que muchos participan en estas fuerzas por necesidad económica o por presión política. Ridiculizarlos, argumentan críticos, puede ser un acto de deshumanización que ignora su vulnerabilidad y reproduce desigualdades. La sátira, entonces, se convierte en una práctica ambivalente: al mismo tiempo que evidencia contradicciones del poder, puede transformar a los más desfavorecidos en blanco de humillación pública.
Para abarcar la complejidad del fenómeno, es imprescindible mirar la historia reciente. Chávez introdujo un uso sistemático de la burla desde el poder. A través de cadenas nacionales y discursos televisados, ridiculizaba adversarios, empresarios, periodistas y críticos. El bulin de Chávez consistía en una chacota dirigida a degradar y desacreditar al adversario, siempre ante las cámaras y con una claque encargada de fomentar la risa colectiva para ridiculizar a la víctima y reforzar la cohesión interna del grupo gobernante. Esta práctica institucionalizó la risa como herramienta de poder simbólico: quien controla la burla controla la narrativa, la percepción pública y, en última instancia, la legitimidad.
El legado cultural de esta estrategia es doble. Por un lado, la risa desde el poder consolidaba apoyo y cohesionaba a los seguidores del chavismo; por otro, enseñó a la ciudadanía que la sátira podía ser un instrumento legítimo de crítica y resistencia. Esto explica por qué la burla interna hacia la milicia funciona con tanta eficacia: los métodos que se empleaban para consolidar poder desde arriba se invierten ahora en una forma de contrapoder simbólico, evidenciando contradicciones y debilidades de manera inmediata y viral en la era digital.
El análisis del fenómeno se enriquece con perspectivas teóricas. El filósofo ruso Mijaíl Bajtín destacó cómo la risa degrada lo solemne y reorganiza la percepción de autoridad. El francés Pierre Bourdieu señaló que la sátira erosiona el capital simbólico, debilitando la legitimidad del adversario. Y Zygmunt Bauman observó que las instituciones rígidas expuestas al ridículo pierden legitimidad, especialmente en sociedades líquidas y mediáticas. Eso lo sabemos muy bien los venezolanos que, oprimidos por tantas dictaduras y sátrapas, hemos encontrado en el humor político un mecanismo de supervivencia emocional, crítica social y resistencia simbólica en contextos de desigualdad y propaganda intensiva.
El fenómeno del escarnio a la milicia refleja, pues, una multiplicidad de dimensiones: la externa, representada por la sátira internacional y la deslegitimación política; la interna, en la que la ciudadanía evidencia contradicciones, deficiencias y desigualdad; la histórica, con la enseñanza de la burlita destructiva desde Chávez; y la ética, que cuestiona hasta qué punto es legítimo ridiculizar a quienes participan por necesidad económica. A esto se suma la mediática: la viralidad de los memes y los videos amplifica la percepción de patetismo y multiplica su efecto de munición simbólica en cuestión de minutos.
De paso, es preciso incluir al régimen de Maduro en la estructura de chanzas, puesto que son ellos mismos quienes caricaturizan a los milicianos y los exponen en unas comunicaciones que, de seguro, atizarán la carcajada universal que rodea cada aparición de la penosa Milicia.
La complejidad del asunto muestra que la burla no es trivial. Es un actor político y cultural, con impacto directo sobre la percepción del poder, la legitimidad simbólica y la cohesión social. La Milicia Bolivariana, supuestamente concebida para defender la patria, queda atrapada entre la risa interna y la burla externa, entre la teatralidad propagandística y la observación crítica del ciudadano. Lo que para el régimen es demostración de fuerza, para la ciudadanía y actores internacionales es motivo de hilaridad y cuestionamiento.
Al analizar la masiva burla a la milicia, se comprende también que los memes, videos y comentarios irónicos no son mero entretenimiento. Son instrumentos de guerra simbólica, construcción de opinión y reflexión social, que conectan lo local con lo global. La sátira de Trump, la de los medios internacionales y la interna de los ciudadanos venezolanos interactúan para producir un efecto acumulativo, amplificando percepciones y reforzando narrativas de poder y debilidad simultáneamente. Con la salvedad de que la guasa de los venezolanos tiene no pocos destellos de venganza, dado que en la Milicia hay “sapos”, espías del régimen cuyas acusaciones han traído la desgracia a muchas familias.
La historia reciente y la teoría social coinciden: la risa, dirigida con saña, puede ser tan potente como un fusil y, a veces, más peligrosa. La Milicia Bolivariana, atrapada entre la tradición del choteo, la vulnerabilidad social de sus integrantes y la burla internacional, se convierte en un fenómeno más amplio: la interacción entre humor, poder y desigualdad en la política contemporánea. Entre memes, cadenas nacionales, propagandas y amenazas, la risa emerge como un actor central, recordándonos que la política no solo se libra con armas, sino también con imágenes, palabras y percepciones compartidas.