En la aldea
29 septiembre 2025

Cuando amar se vuelve delito: la receta trans-ideológica del miedo

La represión en Venezuela después del 28J dejó de ser política para volverse social: ya no se castiga solo al dirigente opositor, sino al pariente, al amigo, al vecino. Es la misma receta de la Stasi, la DINA y el Plan Cóndor: destruir los vínculos humanos para imponer miedo. Hoy, castigar por asociación no es un exceso, es método. Y mientras la comunidad internacional reacciona con lentitud, la dictadura normaliza el crimen bajo apariencia de legalidad.

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Nixon Domínguez | 22 septiembre 2025

En el museo universal de las “democracias populares” y las “patrias soberanas” hay un cuarto cerrado donde se guardan reliquias que huelen a humedad y miedo: manuales de la Stasi, mapas del Plan Cóndor, fichas de opositores escritas a máquina. Es el mismo guion, traducido a muchos idiomas. Poco importa si en la fachada dice “Bolivariana”, “Socialista” o “Orden y Progreso”: la franquicia del autoritarismo siempre repite el libreto. Perseguir, infiltrar, intimidar, castigar por asociación. Cambian el logo y el himno, pero la receta para triturar disidentes permanece intacta. Y en este teatro del poder, donde cada dictadura se disfraza de salvadora, la represión es el verdadero idioma común.

En la Venezuela posterior a las elecciones de julio de 2024 esa gramática represiva dejó de ser un exceso para convertirse en método: ya no se arresta solo al dirigente político ni al líder de una marcha; se detiene al panadero que regaló pan en una protesta, al yerno que nunca militó, a la profesora que enseñó gratis en un barrio, al joven que solo pasaba por allí. Y no es por lo que hacen, sino por a quién saludan, visitan, defienden, aman. Cuando el poder castiga no ya las acciones sino los afectos —la pareja elegida, el amigo ayudado, el hermano que denunció, la hija que emigró— la represión deja de ser un aparato policial para convertirse en una gramática social que reordena la vida íntima. Se infiltra en las casas, en las cenas familiares, en las redes de confianza; transforma el cariño en sospecha y el vínculo en riesgo.

Los informes más recientes de la Misión de Determinación de Hechos de la ONU son explícitos: arrestos de parientes y allegados “con el fin de crear miedo y ejercer control social”. Foro Penal reporta centenares de presos políticos tras el período electoral, incluyendo menores. Amnistía Internacional y Human Rights Watch alertan sobre desapariciones forzadas, torturas y cargos vagos (“terrorismo”, “apología del odio”). La repetición de patrones —negación del abogado de elección, incomunicación, exhibición mediática— configura un procedimiento calculado: judicialización instrumental y espectáculo punitivo cuyo objetivo no es tanto la condena penal como la ejemplaridad y la extorsión psicológica.

Nada de esto es nuevo. Pinochet perfeccionó con la DINA y la CNI una arquitectura de detenciones clandestinas y torturas destinada no solo a eliminar opositores sino a quebrar redes sociales. La Operación Cóndor coordinó secuestros transfronterizos y apropiación de niños entre dictaduras de distinto signo. La Seguridad Nacional de Pérez Jiménez convirtió la censura y la tortura en método para judicializar la disidencia. La Stasi en la RDA mostró con su Zersetzung la eficacia de la represión psicológica y la interferencia en la vida privada, generando rupturas familiares y aislamiento sin necesidad de cárceles visibles. Estas técnicas se reproducen y combinan. La detención por asociación en la Venezuela actual recuerda tanto la desarticulación de vínculos de la Stasi como el terror ejemplar de la DINA o del Plan Cóndor y se apoya en leyes vagas para castigar preventivamente. Cambian símbolos y discursos, pero la lógica es la misma: la violencia —visible o silenciosa, física o psicológica— es el instrumento más eficaz para controlar y amedrentar, porque deshace los lazos que permiten resistir. La ideología es un decorado; la maquinaria de la represión permanece, y su verdadero objetivo no es solo callar voces sino reescribir la vida social para que el miedo ocupe el lugar del afecto y la confianza.

Decir que la represión es “indiferente a la ideología” no niega las diferencias programáticas entre regímenes; subraya que las técnicas coercitivas responden a la misma lógica funcional: neutralizar amenazas reales o potenciales al control del Estado. Desde dictaduras militares de derecha o izquierda y regímenes autoritarios, el catálogo de herramientas converge porque la amenaza que perciben —la red, la organización, la movilización— tiene el mismo efecto político: cuestionar y romper el monopolio del poder. Su eficacia —detener a un allegado, aplicar incomunicación, forzar un video de “reconocimiento”— radica en la capacidad de modificar expectativas, transformar riesgos personales en riesgos familiares y volver políticamente costoso el apoyo social. La ideología del autoritarismo varía; su tecnología de control social, no tanto: la amenaza sobre el entorno íntimo multiplica el costo de la protesta y produce autocensura; la judicialización de la oposición erosiona la esfera pública; las desapariciones y detenciones de menores dejan heridas visibles e invisibles en la trama social; y la “legalidad” se vuelve instrumental hasta perder su capacidad protectora.

En última instancia, este patrón revela que el poder autoritario, cualquiera sea su signo ideológico, descansa en la misma alquimia de miedo y control: manipular afectos y redes para desmovilizar, desestructurar comunidades y normalizar la excepción jurídica. La violencia, en sus formas visibles o silenciosas, físicas o psicológicas, no es solo una herramienta de castigo, sino un dispositivo de gobierno que reescribe la vida social. Por eso, más allá de banderas y discursos, la verdadera diferencia entre democracia y autoritarismo no está en la retórica sino en el límite que cada sistema impone al uso de esa violencia: allí donde la violencia se vuelve norma, el poder deja de ser plural y se convierte en dominación.

Hoy, la detención por asociación muestra con crudeza que la represión autoritaria no actúa al azar sino sobre la trama que sostiene a las personas. No se limita a castigar al individuo que protesta; busca quebrar la red de afectos, solidaridad y apoyo que lo respalda. Esa práctica no es patrimonio de ninguna ideología, sino del autoritarismo mismo: neutraliza la acción colectiva atacando su condición más elemental, los vínculos humanos. Evocar las semejanzas entre la DINA, la Seguridad Nacional de Pérez Jiménez, la Zersetzung de la Stasi y las prácticas documentadas hoy en Venezuela no es una exageración anacrónica, sino una alarma encendida.

Y mientras las instancias internacionales documentan, denuncian y sancionan con lentitud burocrática, los regímenes que violan sistemáticamente derechos humanos se refugian en soberanías y elecciones amañadas. Esta paciencia diplomática frente al horror tiene un costo real y moral: normaliza el crimen bajo ropaje legal. Por eso no se trata de pedir salvadores externos ni de repartir culpas, sino de reconocer que, si la represión es una técnica, también la defensa de la dignidad debe serlo: organizada, constante y sin concesiones. Defender el derecho al disenso y a los lazos humanos no es un gesto altruista ni retórico; es la línea ética mínima que separa una sociedad que resiste del silencio cómplice que todo lo devora.

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La opinión emitida en este espacio refleja únicamente la de su autor y no compromete la línea editorial de La Gran Aldea.
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