No hay solución marina, o no debe haberla. Se requiere una salida terrenal, esto es, un desenlace nacido del suelo nacional que puede procurar ayuda externa, no faltaba más, partiendo de esfuerzos colectivos que se lleven a cabo y se sientan en el interior de la sociedad y más allá de sus fronteras como el primer capítulo de una historia real y concreta. De lo contrario, se apostaría por el esfuerzo ajeno después de confesar, aunque no se exprese con claridad, una ineptitud capaz de provocar vergüenza. Es lo menos que se puede sentir después de decirle al mundo que necesitamos una muleta foránea porque no encontramos la manera de caminar sin ortopedia importada.
La vista puesta en la posibilidad de que la dictadura de Maduro sea derrotada por una invasión armada de los Estados Unidos ha inspirado el comienzo de este escrito, por si quedara duda. Es un deseo que apenas se asoma en privado, entre las paredes de las casas o en la intimidad de las tertulias, debido a que no es una pretensión para envanecerse. No deja de sonar, sin embargo. Está de primera en la lista de esas prioridades que se atesoran en el pecho pero que no conviene ventilar sin sonrojarse. Es abrumador, me parece, el número de personas que sienten una carga de oxígeno al saber de la cercanía de unos barcos armados que vienen por narcotraficantes, mientras sueñan y esperan que no hayan hecho la expedición solo por ellos. En esas estamos, por desdicha.
Desde principios del siglo XX, cuando Venezuela deja de ser un solar paupérrimo para entrar en la logia de las comarcas multimillonarias, los Estados Unidos han influido, como ningún otro Estado, en nuestra política y en nuestra economía. Nada asombroso, sino perfectamente explicable debido a los intereses que se mueven a partir de entonces mientras declina el poderío cada vez más desdeñable de las potencias europeas. Un fenómeno susceptible de comprensión sencilla, sin caer en las soflamas ya gastadas y cada vez más superfluas sobre la existencia de un malvado imperialismo, pero también la tentación de un fármaco al cual se puede acudir cuando se siente la existencia de un mal que no pueden curar los remedios autóctonos. De allí el anhelo no confesado de clamar por el salvavidas de las barras y las estrellas.
Desde la celebración de las elecciones del 28 de julio del pasado año se ha profundizado entre nosotros una espantosa situación de opresión, llevada a cabo por los detentadores del régimen sin que se asome la posibilidad de alivio, mucho menos de culminación. Como se sabe, un fraude electoral de imposible ocultamiento levantó protestas masivas que fueron sofocadas a sangre y fuego, para que después fueran conducidos a la cárcel miles de ciudadanos que manifestaban por sus derechos burlados. En adelante hemos experimentado una férrea subyugación de las prerrogativas fundamentales de la sociedad y de las normas básicas de una convivencia civilizada, hasta un extremo que convierte a la “revolución” de Maduro en lo más parecido a la tiranía oscura y despreciable del general Gómez. De allí también, desde luego, proviene la necesidad no expresada a viva voz de mirar a la Casa Blanca para que acabe con los cabecillas de una nueva barbarie que hace lo que se le antoja para no desaparecer.
Tales son, a vuelo de pájaro, las situaciones a través de cuya influencia se puede entender el anhelo por un desenlace foráneo. No se trata de algo que no tenga explicación, pero también es, o debe ser, el desafío con el que deben lidiar los líderes más importantes y confiables que hoy tiene la oposición a la dictadura, con María Corina Machado en la vanguardia. Fueron ellos, a partir de la celebración de una elección primaria que se anunciaba como un remedo pero que fue una evidencia abrumadora de contacto con la sociedad; más, en especial, después de la victoria electoral de Edmundo González Urrutia debido a una proeza de organización y coraje cívico, los que revivieron el espíritu popular que hoy no puede quedarse a la espera de unos redentores oceánicos porque en la víspera demostraron ellos, los de adentro, con formidable habilidad, que saben nadar en aguas turbulentas. También deben calcular el precio de una reaparición masiva o visible en las actuales circunstancias, marcadas por una represión que no escatima en materia de torturas, secuestros y tropelías.
No sé cómo, porque es cuesta arriba, en suma, pero depende de esos líderes evitar el bochorno de que la conclusión de una historia trascendental quede en manos ajenas. Tampoco sé cómo pueda actuar la ciudadanía sin el riesgo del sacrificio, después de las atroces persecuciones que hoy padece. Un reto descomunal.