En un salón imaginario donde el tiempo se pliega y las épocas se confunden, se encuentran frente a frente dos figuras que jamás pudieron coincidir en la historia: Vladímir Ilich Uliánov —Lenin— e Hilario Guanipa —ese personaje de La trepadora de Rómulo Gallegos, paradigma del arribismo criollo y del trepar sin escrúpulos—. El reloj marca la 1:00 pm cuando comienza la escena. Lo que sigue es un diálogo imposible pero revelador: una conversación que desnuda la perversión de la política cuando se convierte en servidumbre o en negocio.
Uliánov abre la palabra con su voz de hierro. Encierra en cada frase la frialdad de quien ha hecho del poder un fin absoluto. Es el arquitecto del totalitarismo, el ideólogo que convirtió la violencia en virtud y la mentira en método. No veía en la verdad un valor, sino un obstáculo; no consideraba la justicia un fin, sino una traba para la maquinaria revolucionaria. Su vida entera se desplegó en torno al mal convertido en costumbre, el crimen reducido a trámite, la represión normalizada como rutina.
Frente a él, el Vladimir criollo no ostenta la altura intelectual del dogmático ruso, pero se ha desclasado con entusiasmo. Vive como izquierda caviar, rodeado de comodidades, disfrutando de los privilegios que le concede la cercanía con el poder al que dice criticar. Pulula en los entornos de la dictadura como un burócrata sin cargo y un comentarista que simula independencia, mientras repite las coartadas del régimen. No hay en él grandeza intelectual ni fuerza revolucionaria; es, en sí mismo, la banalidad del mal arendtiana, el funcionario mediocre que se refugia en la comodidad de no ser perseguido, en la tranquilidad aparente de una vida sin amenazas, aunque esa tranquilidad se pague con la perpetuación de la injusticia.
Hilario Guanipa, en cambio, no necesita justificar sus acomodos con teorías universales ni con citas eruditas. Es más primitivo. Su vida política es la encarnación de la trepada sin fin. Es mera voluntad de poder, pura libido dominandi ante el espejo, aunque todos sepan que no representa a nadie. Sus pasos lo delatan: fue diputado en el exilio, luego embajador de un gobierno interino, después negociador en mesas que no abrieron ninguna puerta real a la libertad y, también, candidato en las municipales de 2021, en donde apenas alcanzó un tercer lugar en un podio de miseria política. Hoy se pavonea como “diputado electo” de una fauna dictatorial, porque el régimen le concedió un espacio en su reparto de simulacros. En otras palabras: la dictadura le regaló una diputación para mantenerlo amarrado a su maquinaria de control.
En el diálogo, surge la aseveración de Uliánov: “El enemigo no es el tirano. El enemigo son los que lo desafían, porque ellos encienden en el pueblo la peligrosa ilusión de la libertad. Esos son los que hay que aplastar”. El Vladimir criollo, con su sonrisa de analista equidistante, asiente: “Exactamente. El problema no es Maduro. El problema es esa mujer que no se rinde, ese hombre que encarnó el voto del 28 de julio, y esa multitud de venezolanos que se atrevió a gritar cambio”. Hilario, con la boca grande y la voz desbordada de ira, remata batuqueando las manos: “Sí, el verdadero peligro son las gradas, esa oposición verdadera que no se resigna”. Pero todos saben que, cuando llega la hora de hablarle al tirano, Hilario se achica y musita con la boca chiquita, desde la sumisión.
Lo de ambos es un radicalismo de centro, tibieza: una fórmula tan absurda como perversa. Se proclaman moderados, pero su centro no es equilibrio, sino coartada. En una tiranía no hay centro posible: solo hay verdugos y víctimas. Esa supuesta moderación no es virtud, es miedo disfrazado de sensatez; no es búsqueda de justicia, es búsqueda de calma personal; no es compromiso político, es renuncia cómoda.
Su estrategia es siempre la misma y se reduce a tres dogmas. Primero, instalarse en un centro político inexistente, pretendiendo ser árbitros en un país sin reglas. Segundo, exhibir la permanencia en Venezuela como si fuese mérito vivir bajo el yugo de la dictadura cuando se vive callando y obedeciendo. Y tercero, convertir en negocio la liberación de presos políticos: liberaciones que siempre son un alivio y un motivo de celebración para las familias, pero que nada resuelven del drama nacional, porque no sustituyen al cambio político que es la única respuesta a la violación masiva de los derechos humanos.
La hipocresía es su marca. Nunca confiesan abiertamente los vínculos que mantienen con el régimen, solitarios y a destajo. Prefieren hablar pontificalmente de sensatez, de acuerdos, de convivencia, mientras se benefician del orden criminal que prolonga la agonía del país. Y en ese juego revelan su verdadera misión: no liberar a Venezuela, sino administrar la desesperanza (o, tal vez, causarla por mandato de Miraflores).
El contraste es doloroso pero nítido. Edmundo González Urrutia, Juan Pablo Guanipa y María Corina Machado representan hoy el liderazgo auténtico de la nación. El que se levantó el 28 de julio junto al pueblo. Hilario, en cambio, grita contra ellos con furia impostada, pero, repito, jamás levanta la voz contra Maduro. La diferencia es clara: unos luchan por la justicia; otros por la paz barata de del sojuzgamiento.
El diálogo de Uliánov y del trepador criollo, a la una de la tarde en ese salón imaginario, revela lo esencial: para ellos, el problema no es Maduro. El problema son el pueblo que exige libertad, así como la comunidad internacional que quiere acabar con el Cártel de los Soles y con el veneno de la cocaína. Y por eso, cuando la democracia renazca, la historia no los absolverá: los recordará como lo que fueron cómplices de la dictadura, banales servidores del mal y radicales de centro que eligieron el acomodo sobre la verdad.