Cuando a comienzos del siglo XX las potencias europeas intentaron bloquear las costas de Venezuela para cobrar deudas, Cipriano Castro respondió con una frase que quedó en la memoria nacional: “La planta insolente del extranjero ha profanado el sagrado suelo de la patria”. Aquella expresión se convirtió en símbolo de una defensa nacionalista frente a la amenaza externa. Hoy, más de un siglo después, el eco de esas palabras resuena en el discurso del régimen de Nicolás Maduro, que pretende levantar un falso nacionalismo para justificar su permanencia en el poder y encubrir la entrega criminal del país al terrorismo y al narcotráfico.
En estos días, la presencia militar de Estados Unidos en el mar Caribe, desplegada bajo la bandera de la lucha contra el narcotráfico y el terrorismo, ha reactivado la retórica oficialista. Cuatro destructores estadounidenses patrullan cerca de nuestras costas, en una acción que busca frenar el tránsito ilícito de drogas y armas en la región. No es un despliegue improvisado: hace años que Washington ha señalado al régimen venezolano como responsable directo de la expansión de redes criminales en América Latina.
La cronología es clara. En marzo de 2020, el Departamento de Justicia de Estados Unidos acusó formalmente a Nicolás Maduro y a varios de sus principales jerarcas de integrar una conspiración narcoterrorista y de pertenecer al llamado Cártel de los Soles. Ese mismo año, el Departamento de Estado ofreció 15 millones de dólares de recompensa por información que condujera a su captura. Cinco años después, en agosto de 2025, la postura de Washington se endureció: el gobierno estadounidense calificó públicamente a Maduro como capo del Cártel de los Soles, y la recompensa se elevó a 50 millones de dólares.
Los venezolanos sabemos que el rescate de la democracia en nuestro país es una tarea que nos corresponde a nosotros mismos. Nadie puede sustituirnos en esa misión histórica. Pero también sabemos que sin el apoyo de la comunidad internacional es imposible sanar al Estado venezolano de los males que lo corroen: terrorismo, narcotráfico y corrupción. Venezuela dejó de ser un país soberano para convertirse en un narcoestado al servicio de intereses extranjeros y criminales.
Porque la verdadera “planta insolente” no llegó con marines ni fragatas, sino con los cubanos que hace décadas se instalaron en los cuarteles y en los servicios de inteligencia. Desde entonces, la escalada ha sido imparable: rusos que trafican armas, iraníes que pactan en secreto y grupos terroristas que se refugian en la frontera. Es cinismo puro hablar de soberanía cuando se ha entregado el control del territorio a dictaduras foráneas y a bandas criminales.
La retórica nacionalista de Maduro es una farsa. El pueblo de Venezuela no compra esa impostura, porque sabe que en el fondo lo que se pretende proteger no es la soberanía sino los fueros de criminales, terroristas y dictadores. En esa lógica se inscribe la pretendida “zona binacional” entre Maduro y Petro: un cordón de impunidad que solo favorece a dos autócratas y a sus aliados criminales.
El miedo de Maduro se manifiesta en retóricas nerviosas, en bravatas televisadas con tono histriónico, retando a Estados Unidos como si quisiera blandir un machete al mejor estilo de Manuel Noriega en los días previos a su caída, cuando intentaba en vano mostrar fuerza frente a lo inevitable.
Maduro tiene miedo. Los acontecimientos recientes muestran que sus círculos interiores se resquebrajan. Por eso grita soberanía y patria, cuando en realidad lo que teme es perder el amparo de la mafia internacional que lo sostiene.
Lo que hacen Estados Unidos y, esperemos Europa, no es agredir al pueblo venezolano. Es ejercer la solidaridad democrática. Es ayudarnos a liberarnos de los cánceres del narcotráfico y del terrorismo que hoy, en ausencia de poder estatal, colonizan a Venezuela.