En la aldea
01 agosto 2025

Bukele y la reelección indefinida: cómo Latinoamérica normaliza el poder sin límites

Sin límites constitucionales, la democracia en El Salvador se vuelve su propia víctima.

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César Báez | 01 agosto 2025

Reducir la democracia solo a votar cada cierto tiempo es un error conocido como electoralismo. Esta visión sostiene que cualquier decisión apoyada por la mayoría en las urnas debe aceptarse sin más, desconociendo los límites institucionales al poder de las mayorías. Este “electoralismo” privilegia las elecciones competitivas como prueba de fuego de la democracia, e ignora indicadores más sustantivos como el Estado de derecho, las libertades civiles y la protección de los derechos humanos.

Los fundadores del constitucionalismo democrático entendieron este peligro y diseñaron instituciones de contrapeso (separación de poderes, constituciones rígidas, derechos fundamentales) para impedir la tiranía de la mayoría. La idea de una “democracia absoluta” donde la voluntad popular inmediata está por encima de todo suena “más democrática”, pero en la práctica erosiona los frenos y contrapesos que garantizan la alternancia y evitan la concentración indefinida del poder.

Populismo plebiscitario: la voluntad popular vs. las instituciones

Esta idea fue resumida crudamente por Suecy Callejas, vicepresidenta de la Asamblea Legislativa salvadoreña, durante la reciente eliminación de límites a la reelección en El Salvador: “el poder ha regresado al único lugar al que verdaderamente pertenece… al pueblo”.

La tentación populista en nuestra región a veces toma la forma de lo que algunos analistas denominan “populismo plebiscitario”. El término ha sido empleado por académicos y juristas (por ejemplo, el constitucionalista ecuatoriano Hernán Salgado Pesantes) para describir a aquellos gobernantes que usan mecanismos de consulta popular (plebiscitos, referéndums, elecciones sucesivas) para legitimar sus decisiones y consolidar su poder personal. Se presenta así como la encarnación directa del mandato popular, sosteniendo que cualquier límite a su gobierno es antidemocrático porque “el pueblo lo votó”.

Sin embargo, esa retórica olvida que la democracia constitucional no se agota en las urnas: también exige respeto a la legalidad, alternancia en el poder y protección de las minorías. Cuando un líder busca perpetuarse apoyado en mayorías coyunturales, la voluntad popular degenera en coartada plebiscitaria. En suma, el populismo plebiscitario reivindica la democracia directa para erosionar la democracia liberal, sugiriendo que el “pueblo” siempre tiene razón incluso a costa del orden institucional.

El problema es que, en ausencia de límites, esa “voluntad del pueblo” suele ser en realidad la voluntad de una facción mayoritaria momentánea, instrumentalizada por el caudillo de turno.

Lecciones históricas y tendencias recientes

La reelección presidencial indefinida se ha convertido en un tema central del debate democrático latinoamericano contemporáneo. Hasta los años 1980, el consenso regional favorecía prohibir o al menos interrumpir la reelección para evitar abusos. De hecho, durante la “tercera ola democrática” (década de 1990), casi ninguna nueva democracia latinoamericana permitía la reelección inmediata; la gran mayoría de constituciones solo admitían volver a postular al cargo tras al menos un período fuera, o prohibían la reelección en absoluto.

Sin embargo, desde mediados de los años 90 comenzó un retroceso en esas salvaguardas. Líderes de distintas tendencias ideológicas impulsaron reformas para eliminar los límites a sus mandatos. El resultado ha sido una clara relajación de las barreras a la reelección en al menos 8 países de la región entre 1990 y 2021. En 5 países se pasó de la prohibición a permitir una reelección consecutiva; y en 3 casos extremos se ha llegado a autorizar reelecciones indefinidas (Venezuela, Nicaragua, Bolivia hasta 2023, y brevemente Ecuador). Este giro vino acompañado de un notorio deterioro de la calidad democrática en la región.

La evidencia histórica y comparada sugiere que eliminar los límites de mandato presidencial suele ser “pan para hoy y hambre para mañana” en términos democráticos.

Quizá a corto plazo un líder popular y exitoso logre seguir en el poder con amplio apoyo, pero a la larga las instituciones quedan más vulnerables, la competencia política se debilita y se pierde el principio fundamental de la alternancia.

Casos emblemáticos de reelección indefinida en la región

Para entender el peligro real de la reelección indefinida en América Latina, basta repasar algunos casos recientes donde su implementación (o intento) sirvió como puerta de entrada al autoritarismo.

En Venezuela, Hugo Chávez impulsó en 2009 una reforma que eliminó los límites a la reelección, permitiendo la permanencia indefinida en el poder. A partir de entonces, el chavismo consolidó su hegemonía institucional, eliminó la competencia real y transformó al país en un régimen autoritario competitivo.

En Nicaragua, Daniel Ortega logró que magistrados afines anularan judicialmente la prohibición de reelección en 2009. Luego, en 2014, su partido reformó la Constitución para legalizarla plenamente. Ortega ha gobernado desde 2007 y ha instaurado una autocracia familiar.

En Bolivia, Evo Morales intentó modificar la Constitución mediante referéndum en 2016, pero perdió. En lugar de aceptar el resultado, acudió al Tribunal Constitucional, que en 2017 declaró que impedir su candidatura violaba sus derechos humanos. Esa reinterpretación le permitió postularse para un cuarto mandato en 2019, en una elección plagada de irregularidades que obligaron a la renuncia de Evo Morales como presidente.

Ecuador ofrece un caso ambivalente. Rafael Correa promovió en 2015 una enmienda que autorizó la reelección indefinida, aunque él no se postuló en 2017. Sin embargo, en 2018 un referéndum liderado por su sucesor, Lenin Moreno, revirtió la reforma.

Estos ejemplos revelan un patrón: líderes populares invocan la voluntad del pueblo para justificar su permanencia, pero lo hacen desmantelando paulatinamente los frenos institucionales que dan sustancia a la democracia. El resultado no es más democracia, sino su caricatura plebiscitaria.

El caso más reciente es el de El Salvador. En 2021, una Sala Constitucional reconfigurada con magistrados afines al presidente Nayib Bukele reinterpretó la Carta Magna para permitirle postularse a un segundo mandato, a pesar de que la Constitución lo prohibía explícitamente. Bukele se presentó en 2024 y fue reelecto. El 31 de julio de 2025, su partido aprobó una enmienda constitucional que no solo habilita la reelección presidencial indefinida, sino que también extiende el periodo presidencial de cinco a seis años.

Así es como El Salvador se suma así al camino ya recorrido por Venezuela y Nicaragua: la progresiva eliminación de los límites al poder en nombre de la voluntad popular.

Voces opositoras denunciaron la medida como el fin de la democracia salvadoreña. “La reelección indefinida acumula poder, debilita la democracia, fomenta el nepotismo y frena la participación”, advirtió la diputada salvadoreña Marcela Villatoro en el debate legislativo.

Una advertencia contra el “plebiscito perpetuo”

Los casos anteriores ponen de manifiesto que el populismo plebiscitario y la reelección indefinida suelen ir de la mano, conformando una peligrosa combinación para la salud de la democracia.

Cuando un líder afirma que solo importa “lo que el pueblo quiere” (entendido el pueblo como la mayoría momentánea que lo apoya), se está en la antesala de un gobierno personalista. Esa lógica de “mayoría manda” sin frenos puede derivar en la tiranía de la mayoría y en la erosión paulatina de las libertades.

Como lo señaló el politólogo argentino Guillermo O’Donnell, en ciertas jóvenes democracias emerge la figura de la “democracia delegativa”, en la cual el presidente, una vez electo, se considera portador de un cheque en blanco otorgado por el pueblo para hacer lo que estime necesario, sin rendir cuentas hasta la siguiente elección.

El peligro de la reelección indefinida es justamente que institucionaliza esa concentración de poder. La ausencia de alternancia rompe un principio básico: en democracia ningún gobernante es irreemplazable, y el liderazgo político debe ser necesariamente temporal para prevenir abusos.

Perpetuarse en el cargo, aunque sea mediante elecciones aparentemente legítimas, conlleva perversos incentivos: el jefe de Estado manipulará recursos, cambiará reglas y cooptará árbitros con tal de nunca perder.

Además, cuando un líder gobierna por décadas, sus críticas oponentes difícilmente tendrán condiciones justas para competir, y el propio partido gobernante suele fusionarse con el Estado. El resultado final es una “dictadura con apariencia democrática”, donde hay comicios pero falta auténtica competencia y alternancia.

En última instancia, la “voluntad del pueblo” no puede reducirse a los deseos de un líder de perpetuarse en nombre del pueblo. Cuando un gobierno clama tener mayoría para justificar cualquier cambio estamos ante un populismo plebiscitario que vacía de contenido a la democracia.

No todo lo que surge de las urnas es automáticamente legítimo en términos democráticos. Las reglas que impiden la reelección indefinida existen precisamente para proteger la libertad de los ciudadanos de hoy y de mañana. Por eso, poner límites al poder, incluso al poder que emana del voto popular, no es antidemocrático, sino esencialmente democrático.

Los líderes pasan, las instituciones quedan. La reelección indefinida debe verse por lo que es: un retroceso peligrosamente seductor. La historia latinoamericana reciente nos muestra sus consecuencias. Es una lección escrita con la tinta de Venezuela, Nicaragua, Bolivia, y ahora El Salvador.

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La opinión emitida en este espacio refleja únicamente la de su autor y no compromete la línea editorial de La Gran Aldea.
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