El juego y el desencuentro
Aparecido en julio de 2025, Venezolario convirtió en juego el conocimiento de palabras populares venezolanas. Sus creadores la promocionaron desde redes sociales, pero el verdadero estallido ocurrió cuando centenares de usuarios comenzaron a compartir videos probando la app: fallando, acertando y debatiendo. La aplicación alcanzó un millón de descargas y sumaron miles de contenidos en redes. Pero lo que fue diseñado como un entretenimiento inofensivo pronto se convirtió también en un campo de batalla identitaria.
Porque Venezolario, sin proponérselo, expuso una crisis de referentes comunes. De pronto, algunos usuarios se encontraban con palabras como “sortario”, “cachucha”, “brincapozo” o incluso “chévere”, y reaccionaban con desconcierto, rechazo y burla. Unos las consideraban arcaicas y otros jamás las habían escuchado porque en su familia algunas no se usan. Entonces ocurrió una asimetría tremenda: Lo que para algunos era coloquial y familiar, para otros sonaba lejano, anticuado o incluso “niche”. No lo conocían y por lo tanto no se reconocían.
Esa brecha de reconocimiento no es menor. Cuando el juego me dice que algo “es venezolano” y yo no lo reconozco, la pregunta que emerge allí no es lingüística, sino existencial: ¿entonces yo no soy venezolano? ¿Qué soy? Eso en un país con 9 millones de ausencias, con personas que se terminaron de criar en otras tierras o en Venezuela pero sin sus tías completas, confronta con nuestras heridas.
Las fracturas que el juego revela
Hay al menos cuatro fracturas que Venezolario ha dejado al desnudo:
- Fractura generacional: No es lo mismo crecer con la televisión nacional que con Nickelodeon. Los códigos, los referentes, incluso los modismos van cambiando. Los más jóvenes heredan palabras de internet y la globalización, son la generación del “césped” y el “emparedado”. Los mayores conservan vestigios de un país con medios nacionales y distintos registros de habla pública.
- Fractura regional: En un país tan diverso como Venezuela, hay términos que son comunes en el Zulia y desconocidos en Los Llanos, o viceversa. La lengua nunca fue completamente homogénea, pero antes los medios masivos ayudaban a construir puentes incluso en sus programas de humor, con distintos personajes. Pero hoy, eso no existe.
- Fractura de clase: Algunas palabras han sido sistemáticamente marginadas por su asociación con sectores populares. “Pelúo” puede resultar “feo” o “niche”, mientras que “peludo” suena más aceptable en algunos círculos. La norma culta se impuso desde arriba y sigue marcando jerarquías en el habla. Esto lo detallaremos más adelante.
- Fractura diaspórica: La migración masiva también fragmentó la experiencia del lenguaje. Los venezolanos jóvenes en Perú, España o Chile han tenido que adaptar su forma de hablar, muchas veces dejando atrás palabras o frases que ya no son comprensibles en su nuevo entorno. En algunos casos ni siquiera las conocieron y con eso debemos vivir. Por eso son heridas.
La reacción emocional: del juego a la furia
Una de las respuestas más interesantes han sido las emocionales: frustración, enojo, reclamos públicos a los creadores. Y esto también merece análisis. ¿Por qué hay incomodidad? Porque fallar en un juego duele. No por perder puntos, sino porque también hiere el sentido de pertenencia. La lengua es identidad, es territorio y familia. Por algo le dicen lengua madre.
A diferencia de juegos globales como Candy Crush o Mario Bros, Venezolario tiene rostros concretos en redes, tienen nombres, los hermanos Kanzler, y es de autoría local. Esa cercanía vuelve el reproche más inmediato y personal, porque las redes lo permiten. Pero también revela que no hemos aprendido a gestionar las emociones, el desacuerdo ni a convivir con la diversidad. Aquí emerge otro trauma clave: la herencia del autoritarismo.
En una cultura democrática, las diferencias se discuten. En una cultura autoritaria, se imponen. En redes, esa lógica se repite: para algunas personas no hay conversación sino que hay ataque. No hay matices, hay cancelación. Y así, una app que podría ser una excusa para reencontrarnos, se convierte en otro campo minado.
Sociolectos y clasismo lingüístico: otra forma de fractura
Lo que está detrás de muchas críticas a las palabras usadas en Venezolario no es solo desconocimiento o diferencia generacional: es clasismo lingüístico. En sociolingüística, se llama sociolecto a la variedad de lengua que emplea un grupo social determinado, influida por factores como clase, nivel educativo, ocupación o entorno. En Venezuela, como en otros países, hay formas de hablar que se consideran «elevadas» y otras que se estigmatizan por asociarse a lo popular, lo marginal o lo pobre. Así, tenemos una pandemia de gente que usa el verbo “colocar” en lugar de “poner”, porque se convierte en una forma de mostrar “corrección” o “cultura”. Como insisten en la hipercorrección para ganar prestigio o refinamiento, se imponen y el error se naturaliza. Lo mismo escribía el periodista Oscar Yánez cuando decía que en los años 40 del siglo pasado, la gente intentaba diferenciarse llamándole “manchado” en lugar de “manchao”, al plato de espaguetis con caraotas. Allí se pretende marcar distancia con la oralidad popular. Esto también ocurre cuando se rechazan públicamente palabras como “beta” o “mano”, de hermano, por su supuesta relación con la jerga carcelaria, porque revelan más miedo o prejuicios que criterio lingüístico.
Este tipo de actitudes no son neutras: reproducen distancias sociales, jerarquías simbólicas y complejos de clase. Porque las heridas también dejan complejos. Rechazar palabras que vienen de los barrios, del llano, de la calle o de la cárcel —sin entender su origen, su creatividad o su valor cultural— es una forma de negar la identidad y la existencia de quienes las usan. Es también una manera de decir: “eso no es de los míos”, “eso no es Venezuela”. Pero ¿qué Venezuela es esa? ¿Quién decide cuál es el español correcto y cuál no? La fractura no está en las palabras, sino en la mirada de quien las juzga. Reconocer los sociolectos como parte de nuestra diversidad es también un paso clave para reconstruir comunidad desde el lenguaje.
El trasfondo político-cultural
Las fracturas que Venezolario evidencia no nacieron con la aplicación. Vienen de antes, y son políticas. El colapso del sistema educativo, la censura a medios tradicionales, la precarización del espacio cultural, todo eso ha contribuido a que ya no existan referentes comunes.
Antes, programas de televisión como Radio Rochela, Bienvenidos o Cheverísimo funcionaban a su modo como mecanismos de integración cultural. Sus personajes recogían estereotipos de distintas regiones y clases sociales. Aprovechen YouTube y vean los sketch de Malula, los Woperó, los Jordan, los Caperufrinos, los portugueses, el humor costumbrista de El Terror del Llano, pero también al Gallo de Veritas, las letras del joropo tuyero y mil cosas más que construyen un “nosotros”. Lo que en otro entorno habría sido caricatura, en Venezuela ayudó a construir familiaridad y nos permitía caminar juntos siendo diversos.
Hoy, ese tejido se ha roto. La televisión nacional fue vaciada de contenido significativo. La escuela ya no garantiza una formación compartida. Y en las redes, cada quien vive en su burbuja. Por fortuna los algoritmos nos permiten recibir constantemente a los humoristas venezolanos que trabajan dentro y fuera del país, pero dejó de haber un espacio común, por lo tanto se transformó la comunidad. Si no hay un mínimo común denominador, el sentido de nación se vuelve inasible.
Imagina un Venezolario de otros temas
Ahora imaginemos que el fenómeno de Venezolario no fuera sobre palabras, sino sobre geografía, historia o gastronomía venezolana. El resultado sería, con toda probabilidad, aún más catastrófico. Una app que preguntara, por ejemplo, dónde desemboca el río Manzanares, cuánta gente vive en Delta Amacuro o en qué municipio queda el pico Naiguatá, pondría en evidencia no solo el colapso del sistema educativo, sino la ausencia total de un proyecto de país compartido. Bastaría con una pregunta sobre el Tratado de Coche, el Congreso de Angostura o la rebelión de José Leonardo Chirino para dejar en claro que la historia venezolana se ha reducido a unas pocas efemérides oficiales y a una memoria fragmentada por la censura, la desidia y el exilio. Por eso hay que hablar más y hacerlo cotidiano.
Si la aplicación girara en torno a nuestra gastronomía, el campo minado sería aún más emocional. No solo porque cada quien defiende su hallaca como la única auténtica —ya sea con almendra o con garbanzo, con el guiso crudo o cocido, con encurtido o sin él—, sino porque descubrimos que comemos distinto según el estado, la clase social, el acceso a gas o leña, la familia extranjera o si vivimos dentro o fuera del país. Unos no saben de dónde viene el pastel de chucho, otros no saben que existe el corbullón y el paloapique. Y qué decir de la confusión entre pomarrosa, pomalaca, pomagás y perita de agua, dependiendo de la región del país. En un contexto sin escuela pública funcional, sin medios de comunicación que integren y sin espacios de encuentro, lo que queda son islotes de memoria personal, sin puentes. Una aplicación así no solo revelaría ignorancia: revelaría abandono. Por eso el fenómeno apenas empieza y debemos aprovechar la conversa para ver cómo vamos sanando las fracturas.
Cinco ideas para reencontrarnos
1. Transformar el juego en espacio educativo plural: Los creadores de Venezolario pueden aprovechar la controversia para incluir explicaciones breves sobre el origen, la región o el contexto social de cada palabra. No se impone una versión correcta, sino que se celebra la diversidad. Además, estoy más que feliz de que tengan un millón de descargas y mucha publicidad. Ojalá sea más que rentable porque todos los usuarios ganamos con eso.
2. Fomentar laboratorios culturales participativos: Cualquier espacio es bueno, incluso entre colectivos de migrantes y creadores de contenido, para organizar talleres sobre “el habla venezolana”, incluyendo voces de la diáspora y del interior del país. Esto no es un tema para nada nuevo. Allí está la obra de Ángel Rosenblat, Isabel Rivero D’Armas, Alexis Márquez y muchísimos más. Nuestra lengua no es “rica” solo por su cantidad de palabras, sino porque le podemos dar valor y apreciarla.
3. Crear espacios colaborativos: Invertir en proyectos que recreen referentes culturales compartidos, desde documentales y bibliotecas digitales hasta financiar podcasts, que a su modo son historia oral. No para uniformar, sino para dialogar y premiar a quienes recogen las voces de todos.
4. Llevar la conversación a los espacios educativos: Aprovechar el juego como herramienta pedagógica, conectando generaciones. Por ejemplo, que los estudiantes entrevisten a su gente y hagan diccionarios familiares. Veremos que “sortario” en algunas casas también se dice “soltario”, y todas conviven.
5. Promover el reencuentro: Como sociedad, necesitamos nuevos pactos de conversación. Aprender a disentir sin atacar, a nombrar sin excluir, a reconocer que la identidad no se reduce a tener un inventario de palabras, pero que sin esas palabras tampoco tendríamos una comunidad.