En estos días han sido liberados algunos presos políticos. La noticia, celebrada por sus familiares y acompañada por el natural alivio humano que produce el fin del encierro, ha sido motivo de alegría. Pero también instrumentalizada con fines propagandísticos. El régimen de Maduro quiere vender la ficción de que está haciendo concesiones democráticas y algunos actores oportunistas, auxiliares de dictadores y traficantes del dolor humano, pretenden apropiarse del relato para sumar méritos políticos que no les corresponden. Pues ni una cosa ni la otra son ciertas. Lo cierto es la práctica cubana de liberar presos y apresar a otros para tener, siempre, poder de “transacciones”.
En Venezuela no hay justicia. Hay un sistema de represión diseñado para doblegar al adversario, corromper las instituciones y manipular la vida humana como ficha de intercambio. Los presos políticos en nuestro país no son sujetos de un debido proceso, sino rehenes del poder. Su libertad no depende de un tribunal imparcial, sino del cálculo frío del régimen, que los encierra o libera según las necesidades del momento. Eso es la puerta giratoria.
Hoy conviene decirlo con claridad: el régimen de Maduro apresa y suelta. Ese es el patrón. Desde hace años, los venezolanos hemos visto cómo se repite el mismo ciclo: se detiene arbitrariamente a un grupo de ciudadanos —dirigentes políticos, militares, sindicalistas, estudiantes—, se les somete a tratos crueles, y luego, en momentos estratégicos, se produce una “liberación” que es presentada como gesto de buena voluntad o como resultado de supuestas gestiones políticas inexistentes.
Las puertas giratorias del chavismo funcionan así: los mismos que encarcelan son los que liberan. Y en el medio, algunos pretenden posar de intermediarios. Seamos categóricos: ninguno de esos posadores, “diputados” designados para la Asamblea Nacional de la dictadura, han tenido incidencia real en la liberación de presos políticos. No han hecho gestiones, no han negociado con fuerza ni desde una posición de legitimidad. Lo que hacen es oportunismo comunicacional: aprovechar la tragedia de otros para dar la impresión de influencia. Es un uso cínico del dolor ajeno, que busca inflar un capital político cada vez más desfondado.
La verdad es otra. Estas liberaciones son el resultado de un acuerdo entre Nicolás Maduro y Donald Trump. Una negociación en la que el régimen busca beneficios concretos —como el levantamiento de sanciones o el reconocimiento internacional— y en la que los presos políticos son utilizados como moneda de cambio. Este acuerdo tiene un carácter transaccional, no humanitario ni democrático. No expresa un compromiso con los derechos humanos, sino un cálculo de conveniencia mutua.
Es grave, además, que se utilice el sufrimiento de los presos y sus familias como herramienta de manipulación. Cada liberación debería venir acompañada por una reparación moral y judicial, por una condena clara al encarcelamiento arbitrario, y por el compromiso de que nunca más se repita. Pero en lugar de eso, asistimos al espectáculo de los cómplices del régimen intentando capitalizar el momento. Como si fueran ellos los que han arrancado la libertad con esfuerzo, y no los que han convivido cómodamente con la represión.
Lo decimos con firmeza: en Venezuela no habrá justicia hasta que no haya libertad plena para todos los presos políticos, hasta que no se desmonten los aparatos de persecución y hasta que no se establezca una verdadera transición democrática. Las liberaciones puntuales —filtradas por cálculo y usadas como espectáculo— no son señales de apertura. Son apenas maniobras de control narrativo.
Mientras tanto, que no se engañe el país. El régimen suelta a quienes él mismo ha encarcelado. Y algunos, desde la penumbra de la irrelevancia, intentan usurpar un mérito que no tienen. No lo permitamos. La verdad, aunque duela, es el primer acto de justicia para los presos y sus familiares.