En la aldea
12 julio 2025

Los frutos de la revolución

Han pasado 25 años desde la instauración de la llamada “revolución bolivariana”. Más que una revolución, fue un régimen de control, exclusión y eliminación. Un sistema criminal que convirtió la igualdad en sumisión.

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Sylvie Páez | 12 julio 2025

Han pasado 25 años desde la instauración de la llamada “revolución bolivariana”, quizás sería más preciso nombrarla como “revolución chavista”, o incluso como régimen de control y eliminación de carácter criminal. Esta última denominación, en efecto, se corresponde con la naturaleza compartida de los regímenes totalitarios.

Lamentamos que esta historia se haya extendido tanto, especialmente cuando se la aborda desde la dimensión humana y no desde el registro de grandes acontecimientos. ¡Ha transcurrido una generación! Que hayan pasado 25 o, mejor dicho, 26 años desde la instalación de la Asamblea Constituyente, es una constatación de la fatalidad.

Ya podemos contabilizar los daños institucionales y el impacto en la formación de la cohorte nacida bajo el chavismo. Nos enfrentamos a dos Venezuela: una formada en el sistema privado de educación y otra producto de la instrucción pública. La brecha es inmensa. La promesa de igualdad se convirtió en exclusión y dominación.

La “igualdad” sin libertad es muerte. Es eliminación. Es la reducción de las personas a patrones uniformes. Todo el siglo XX, sin ir muy lejos, es una trágica muestra de lo que los regímenes totalitarios —fascistas, nazistas o socialistas— son capaces de hacer.

Es clave el testimonio recogido por Stéphane Courtois en El libro negro del comunismo. Retomo aquí un fragmento significativo:

“El genocidio ‘de clase’ se unió al genocidio ‘de raza’: la muerte por inanición de un hijo de kulak ucraniano, entregado al hambre por el régimen estalinista…” 

Esa muerte duele tanto como la de un niño judío en el gueto de Varsovia, condenado por el régimen nazi. En ambos casos, fue el poder quien eligió quién debía morir. Y eso, para mí —que hoy vivo las consecuencias de un régimen que comparte la misma lógica histórica y simbólica— es una experiencia atroz.

El signo común a todas estas historias es la muerte por diseño: el hambre no asistida, la medicina que elimina en lugar de sanar, la salud convertida en riesgo. Sirva como ejemplo las primeras camadas de profesionales formados bajo el signo de la mediocridad: los médicos integrales. Su formación carece de la más mínima rigurosidad, y las pruebas están a la vista: los índices de muertes en hospitales públicos (cifras, por cierto, imposibles de publicar sin exponerse a represalias).

De esa generación, solo se salvarán quienes hayan desafiado el sistema: quienes, en un acto de rebeldía, se hayan esforzado por estudiar profundamente bioquímica, anatomía, fisiopatología… Formarse, estudiar, es nadar contra corriente en un sistema que premia la ignorancia y la mediocridad.

Es necesario enfocarnos en las consecuencias, sin romantizar los casos excepcionales de estudiantes comprometidos o los que decidieron no ejercer por conciencia. También hay dignidad en esta generación. Y mucha.

¿Cómo documentar lo que hoy ocurre en las aulas de primaria y bachillerato en la educación pública? El daño es profundo: los niños y jóvenes no saben leer, no saben contar y mucho menos interpretar. Esa incapacidad se arrastra, incluso en quienes ingresan a la universidad: no comprenden, no entienden lo que leen.

Uno de los frutos más amargos de esta revolución ha sido la destrucción institucional, la supresión del bienestar y la abolición de los derechos ciudadanos, como la eliminación al acceso a la salud y a la educación. Se impidió que la educación fuera de calidad, y las consecuencias son la muerte o la mutilación por mala praxis.

¿Cómo documentar las muertes hospitalarias causadas por falta de insumos y la ignorancia de médicos que no distinguen una vena de una arteria? Historias como estas llegan a diario a nuestra unidad de investigación: “mi hija murió por un trombo mal diagnosticado; le dieron un analgésico, convulsionó y murió.” “Me hicieron una histerectomía a los 28 años por cortar una vena durante la cesárea. Casi me desangro.” “Me amputaron la pierna equivocada.” “Mi abuelo murió en la emergencia, sentado, sin recibir atención.”

Estas son mutilaciones y muertes no asistidas, sin registro oficial. Son hechos cotidianos que reflejan una eliminación por diseño. Nunca en Venezuela habíamos presenciado una brecha tan extrema en materia de salud y educación. La desigualdad, en ausencia de libertad, nos condena.

El fruto más claro de esta revolución es la decadencia institucional. Los retos que enfrentamos son enormes. Estos jóvenes “médicos” deberían ser reintegrados a las universidades, hacer reválidas, volver a estudiar si realmente su vocación es servir desde la medicina. Y esto aplica a todo el sistema: nuestros niños deberán pasar por un plan nacional de alfabetización que les enseñe a leer, contar y nivelarse en cada área del conocimiento.

Los frutos de la revolución y sus semillas, deberán ser erradicados. En su lugar, reconstruir las instituciones, recuperar la excelencia, el mérito, el esfuerzo. Dejar atrás la ignorancia y la desidia.

Esta generación bien intencionada, sometida a la barbarie y a la mediocridad, está llamada a renacer de las cenizas de un sistema cuyo único objetivo ha sido controlar sin formar.

Queremos una generación de jóvenes sabios, formados, diligentes, responsables, éticos, justos, que tengan conciencia que en sus manos están las vidas de otros, sean médicos, ingenieros, trabajadores sociales, sociólogos, psicólogos, economistas, etc. 

Necesitamos salir de esta revolución para que esta generación de jóvenes florezca, renazca, sean capaces de rehacerse, necesitamos los frutos de la libertad y no los de la revolución y lo lograremos porque somos gente buena, somos un pueblo digno que nos han sometido, pero lograremos salir de la destrucción diseñada y formarnos en y para la libertad. 

Nos han sometido, pero no nos han vencido.

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La opinión emitida en este espacio refleja únicamente la de su autor y no compromete la línea editorial de La Gran Aldea.
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