En la aldea
26 junio 2025

La traición disfrazada de moderación

Se dice opositor. Pero sus dardos van en dirección contraria.

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Mientras el régimen de Nicolás Maduro consolida su poder, apoyado en redes criminales y alianzas extranjeras, algunos actores en el exterior, con voz en espacios internacionales y lenguaje bien modulado, prefieren ajustar cuentas con quienes se atreven a resistir sin concesiones. No disparan al régimen, apuntan a la única figura que ha logrado movilizar a un país entero sin ofrecer cargos ni prebendas: María Corina Machado.

Uno de ellos es Leopoldo Martínez Nucete. Académico, exdiputado y figura influyente en Washington, Martínez ha sido durante años un interlocutor del llamado sector moderado de la oposición venezolana, ese que gira en torno al G4: Acción Democrática (en su ala Bernabé), Un Nuevo Tiempo, Primero Justicia y otros operadores que han apostado por la vía de la negociación y la cohabitación institucional. En los espacios multilaterales y dentro del Partido Demócrata, es reconocido por promover una narrativa gradualista sobre Venezuela, enfocada en la estabilidad, el levantamiento condicionado de sanciones y el diálogo como vía principal de cambio.

Desde esa posición, ha buscado influir en la política internacional hacia Venezuela con una estrategia basada en la moderación y el acercamiento institucional al régimen. En su discurso, la línea que separa al opresor del oprimido se vuelve difusa, y con frecuencia, sus intervenciones terminan por relativizar el rol del régimen mientras acusan a la oposición firme de ser “parte del problema”.

Eso fue exactamente lo que hizo durante la Conferencia de JP Morgan celebrada en Washington, D.C., en el marco de las reuniones del Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial. En lugar de denunciar al régimen que persigue, inhabilita y censura, Martínez optó por criticar a María Corina Machado, cuestionando la supuesta “lógica de todo o nada” de la oposición que ella encabeza y advirtiendo, sin mencionar su nombre directamente, que esa firmeza “imposibilita una transición negociada”.

No fue un desliz; fue una postura cuidadosamente calculada: la del acomodo, la del diálogo sin condiciones, la de los acuerdos sin justicia. La misma que, año tras año, ha contribuido a prolongar el estancamiento venezolano bajo la excusa de la gobernabilidad.

Mientras tanto, María Corina Machado, forzada a la clandestinidad, sin protección y perseguida por un régimen que intenta borrarla de la escena pública, sigue siendo la única alternativa que ha despertado una esperanza real y transversal. Criticarla desde un estrado en Washington, en un evento financiero rodeado de diplomáticos y expertos, no es valentía ni análisis. Sus palabras parecen guiadas más por el cálculo político que por un compromiso genuino con la libertad de Venezuela.

Porque, ¿a quién sirve debilitarla justo ahora? ¿A quién favorece relativizar el respaldo que millones de venezolanos le han dado, incluso en condiciones adversas? ¿A quién le conviene minar a quien no se ha doblegado ni ha participado en pactos silenciosos?

La respuesta es incómoda: a quienes aspiran a ser aceptables para el poder internacional, incluso a costa de silenciar la voz del país que sangra. No es casual que Martínez esté en campaña para cargos públicos en Estados Unidos. Y en ese tablero, el “latino moderado” que critica a los suyos con lenguaje técnico siempre resulta más presentable que quien denuncia una dictadura sin matices.

Leopoldo Martínez Nucete no habla desde la convicción, sino desde la conveniencia. No defiende principios, defiende oportunidades. Cada declaración está calculada, no para incomodar al poder, sino para asegurarse un lugar dentro de él.

No se trata de santificar a nadie, se trata de reconocer dónde está la desproporción. María Corina no tiene medios, ni aparato, ni protección. Está sola y, aun así, avanza. Criticarla desde una posición segura, con el favor de los micrófonos y el respaldo de ciertos sectores del poder, no es valentía. Es oportunismo.

Y lo más grave: esas críticas no solo buscan corregir, sino desgastar. No se lanzan al vacío, llegan a un país herido, pero despierto. Y alimentan un relato que busca convencer a la gente de que ya no hay salida, de que resistir no sirve, de que tal vez lo mejor es “normalizar” la dictadura.

Algunos lo han visto defender con entusiasmo en Washington las mismas fórmulas que fracasaron en México, Barbados o Oslo. Y no por ingenuidad, sino porque, para quienes aspiran a insertarse en la política estadounidense, mostrarse “responsables” frente al régimen de Maduro es una forma eficaz de abrir puertas. No es oposición, es lobby con acento de tecnócrata.

Pero Venezuela ya decidió. El 28 de julio de 2024, millones votaron por el cambio, con claridad, sin propaganda ni condiciones. Y eligieron presidente a Edmundo González Urrutia. Lo hicieron a pesar de todo, con más coraje que cálculo. Y esa fuerza no se puede traicionar con discursos tibios ni estrategias importadas.

Porque esta traición, aunque se pronuncie en perfecto inglés y se envuelva en trajes de moderación, no va dirigida a María Corina.

Va dirigida a Venezuela, ese país sin micrófonos ni blindaje, que aún cree, y que, contra todo pronóstico, sigue luchando hasta el final.

“Este artículo expresa una opinión basada en hechos de dominio público”.

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