En la aldea
22 junio 2025

Torturas y torturadores a través de la historia

El historiador no se mete con la actualidad, pero la deja servida: la Venezuela que tortura hoy es hija directa de la que aprendió a convivir con sus torturadores desde el siglo XIX.

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Elías Pino Iturrieta | 22 junio 2025

No sé el principio preciso de la historia de las torturas en Venezuela a partir de su nacimiento como  república, pero retengo uno de los testimonios más elocuentes sobre su aparición pública. Es la descripción que hace el general Páez en su Autobiografía, al referirse a cuando fue hecho preso por las huestes de José Tadeo  Monagas y  encerrado en una estrecha celda. Muchos se regodearon en el acontecimiento. Una  tropa  lo paseó  por los caminos de los campos y por las callejuelas de numerosas poblaciones, cargado de cadenas y expuesto a los insultos de los espectadores. Fue la primera afrenta a su dignidad de fundador de la nación y a las funciones ejercidas después del triunfo de Carabobo. Los gritos de  la canalla, acompañados de escupitajos, y la distribución de caricaturas que lo mostraban como «Rey de los araguatos» después de que el Congreso lo hubiera consagrado como «Ciudadano Esclarecido», formaron  un cuadro de vejámenes que merecen memoria debido a la estatura de la víctima. 

Páez no describe las flagelaciones  que soportó, quizá no se atrevieran a lacerar su cuerpo, pero se detiene en un tipo de sufrimiento que lo llena de dolor: la experiencia  de sentirse asfixiado en un calabozo  estrecho y sin luz. Jamás había imaginado una situación  que lo llevara a la  desesperación. Clausurado del todo, el jinete de los espacios sin límites estrenaba una vivencia frente a la cual no sabía desenvolverse. No llegó a la locura porque se las ingenió para llevar a cabo los pocos ejercicios físicos que el lugar permitía, un debut de calistenia que nos introduce en una crueldad que no depende del látigo, sino del desprecio de la dignidad y de los antecedentes  de un ser humano que será frecuente después. Los prisioneros no solo condenados  a los azotes, sino  también al ahogo de unos cubículos  que apenas podían soportar las alimañas, refieren a una situación que será frecuente más adelante. Se debe suponer que no fuera inhabitual antes, durante la Independencia, especialmente en los tiempos de Boves y del Bolívar de la Guerra a Muerte, pero el testimonio del centauro es uno de los primeros que la comunica a la sociedad. Por eso le viene bien  al inicio del asunto  que ahora se quiere esbozar. 

Un asunto sobre el cual abundan referencias durante la Guerra Federal, generalmente atribuidas a los hábitos crueles del gobierno constitucional. Después de la victoria de los insurrectos, el mariscal Falcón ordena el cierre de dos prisiones célebres por el pavoroso tratamiento de sus huéspedes, Trocadero y Bajoseco, y anuncia que jamás se repetirían los castigos inhumanos en la era que comenzaba. La proclama  no pasó del papel, si nos detenemos en las denuncias que circulan en 1880, durante la segunda administración de   Guzmán Blanco, sobre la sevicia del tratamiento a los prisioneros en La Rotunda recientemente inaugurada. Se llega a hablar entonces de la existencia de un cuerpo de seguridad parecido a La Mazorca, fundado por  el dictador Rosas en Argentina para  lavar los pecados de sus enemigos en un charco de sangre. Guzmán es «un mazorquero de Buenos Aires», se atreve a denunciar a la prensa de oposición sin que sus letras tengan eco. No aparecen en los periódicos  reclamos parecidos durante el último tercio del siglo, quizá más como consecuencia del miedo provocado por mandones de machete en mano, como Joaquín Crespo, que por el advenimiento de una santidad carcelaria. 

El siglo XX aporta una novedad. Envalentonado por su triunfo en las guerras civiles, entre 1900 y 1903  Cipriano Castro no solo ordena el castigo  de los rivales, sin ocultar su rúbrica en  órdenes  que envía a los  subalternos para que maltraten a prisioneros famosos; sino que también manda que se publique en la prensa el momento de su liberación, insistiendo  en que  pasaron temporadas felices  gracias a  la holgura de las celdas «rehabilitadoras». Esa forma paladina de responsabilizarse por el martirio de los enemigos políticos, unida a que presenta el tránsito por la prisión como una temporada vacacional que ha concedido a los vencidos, aproxima a la sociedad a una especie de befa ordinaria, o de pregonada normalidad, debido a la cual comienza la tortura ha sentirse como un castigo merecido que se impone por disposición de una autoridad que no oculta su decisión porque la suscribe sin rubor, y porque pretende que se llegue al extremo de vincularla con un hospitalario receso de la  política. No solo porque el encierro atroz de los rivales se lleva a cabo por una decisión personal que nadie critica, sino también porque se hacen bromas sobre el suceso sin que ningún venezolano advierta la anomalía, estamos ante el prólogo del peor capítulo de la historia de los procedimientos vejatorios del ciudadano, que llega cuando Juan Vicente Gómez toma el poder en 1908 para gobernar en forma inclemente hasta 1935. 

Los testimonios de tortura y horror en las prisiones gomecistas son abundantes. Auspician un género literario que llega a la celebridad y en el cual destacan las páginas de José Rafael Pocaterra, que producen honda impresión en su momento y en el porvenir. Las escenas que reconstruye de su paso por La Rotunda, junto con la pormenorizada contabilidad  hecha por grupos de exiliados  sobre el sufrimiento de miles de perseguidos  en otras jaulas asquerosas, conducen a un teatro de vejámenes sobre el cual conviene poner una  atención especial porque  se convierte en parte de la cotidianidad. Como los tormentos no se ocultan, como circulan a diario las historias sobre la humillación y la aniquilación de  sus víctimas sin que nadie considere el fenómeno como algo extraordinario, la sociedad inicia una familiaridad de tres décadas con unas formas atroces de control que deben dejar una profunda huella. ¿No las había anunciado y festejado el «siempre invicto» Cipriano Castro? Un pueblo que convive con sus torturadores y que, durante casi treinta años, guarda silencio reverencial ante quien los patrocina, debe mirarse con justificada cautela y como factor de una indiferencia  que puede reaparecer.  En la época de Pérez Jiménez, por ejemplo, que requiere tratamiento aparte, más caliente y subjetivo, porque algunos de sus protagonistas y los descendientes  o herederos de tales individuos permanecen en el candelero debido a que la gente común no  les impuso  distancias severas.   

Como no se acude ahora a anales  antiguos, sino a las cercanías de la fundación de la república y de los comienzos de la Venezuela petrolera en cuyo interior se forma nuestra contemporaneidad, no se han paseado ustedes por relatos baldíos. Son antesala  de la monstruosa situación que en la actualidad han  examinado la ONU y la CPI, sobre la violación de derechos humanos perpetrada por la dictadura de Nicolás Maduro sin que la sociedad haya reaccionado con contundencia. Estamos ante delitos que tienen antecedentes de sobra, mucho muy venezolanos, captados a medias por  la versión  de un historiador que ahora no se mete de frente con la actualidad debido a  las prevenciones aconsejadas por su oficio. Pero que les  ofrece esa actualidad en bandeja de plata, respetados lectores, para que completen  la reflexión aunque alguna pestilencia los salpique. 

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La opinión emitida en este espacio refleja únicamente la de su autor y no compromete la línea editorial de La Gran Aldea.
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