A Eva, quien olvidó para perdonar
A Juan Vicente, Valeria y Gustavo Adolfo, por quienes aprenderé a recordar para perdonar
Hay ideas que revolotean en nuestro corazón hasta que se tropiezan con un acontecimiento que las transforma en algo más. Esta es una de ellas. Desde hace años -y muy especialmente desde hace unos meses- he reflexionado sobre la experiencia humana de mal. No pocas veces, al calor de la lucha política, me he preguntado cómo nos puede cambiar ese momento en el que descubrimos que el mal existe, que obra y que daña con crueldad.
Recientemente ocurrieron dos hechos que impulsaron estos párrafos. Primero, asistí al II Congreso de víctimas del comunismo, organizado por el Centro de Estudios, Formación y Análisis Social (CEU-CEFAS). Y, segundo, al igual que el mundo entero, fui testigo de la elección del Papa León XIV. Antes de avanzar, quiero y debo hacer la previsión con la que usualmente doy inicio a esta columna: las ideas que expondré a continuación están abiertas al tiempo y a las consideraciones del lector.
Los cuentos de la guerra
Comencemos. Soy nieta de sobrevivientes de la peor eclosión de mal que ha experimentado la humanidad. Mi abuelo, Pablo Herman, fue un judío vienés que logró huir del nacionalsocialismo; no así gran parte de su familia. Mi abuela, Eva Ehvert, fue una pianista estoniana que logró escapar de los soviéticos; no así los suyos. Comparto este dato biográfico para indicar que crecí en un entorno que ventilaba con naturalidad las tragedias que dejaron los totalitarismos del siglo XX. Crecí escuchando lo que oma llamaba: “los cuentos de la guerra”.
Recuerdo esos momentos con cariño. Era nuestro ritual de sobremesa. Compartía sus vivencias sin un ápice de rencor. Por ejemplo, la última vez que vio a su padre cuando fue deportado a Siberia. La audacia que le permitió escapar de un campo de trabajo soviético. El despiste que la llevó a Maracaibo. Y muchas más. Nos sentábamos y ella desplegada sus recuerdos. Nosotros los recibíamos con emoción y con ingenuidad porque en Venezuela había libertad. En aquel entonces, solo veíamos su valentía. No advertíamos su pesar. ¿Cómo advertirlo?, si ella no daba pistas de aquello. Sus ojos azules y su sonrisa pícara retrocedían con paz para hablar de “su tierra”, sin más.
Estos días he vuelto a ella. Los testimonios de las víctimas del comunismo me regresaron a mi infancia. Cada sobreviviente fue un recordatorio del sufrimiento de mi abuela, de su disimulo y de su inmensa capacidad para sobreponerse a todo y a todos. También vino a mí algo que siempre me ha llamado la atención. Sus relatos nunca incluyeron palabras de rencor. Sorprendente. Aún habiendo perdido a su familia, aún habiendo perdido su país, aún habiendo perdido su propia lengua… ella nunca incluyó expresiones de odio en sus relatos.
El mal y sus afanes
Este detalle me remueve. Me estremece por dentro, me interpela y me asombra. En mi propia experiencia del mal, he descubierto su fuerza aparentemente invencible y su ambición colonizadora. Me pasma su afán expansivo. No se conforma con lo mínimo. Siempre busca ir a más. Ser testigo o víctima de injusticias graves abate por dentro, da ira, tristeza profunda. Desata demonios. Sin duda alguna, la experiencia humana del mal marca a las personas. En toda alma que lo ha experimentado hay un antes y un después.
Deja huellas en quien lo causa y en quien lo padece. En estos párrafos me detendré en los segundos. Sobre los primeros quizás escribiré después. Pero volviendo a quienes lo hemos sufrido, reitero que es un parteaguas vital. Cuando se ha sido víctima de lo indecible nuestro espíritu se estruja y se descoloca. Nos asfixia la incertidumbre y el desaliento. Un desconcierto profundo. Preguntas sin respuestas. Pérdida del sentido de la existencia. Sencillamente, dolor.
Además, el mal es estafador. Cuando nos encuentra débiles y agotados se acerca con bálsamos engañosos que nos carcomen por dentro. Nos ofrece aparentes alivios que envenenan nuestro corazón. Así, aparece la tentación del odio y de la venganza. En medio de la tribulación comenzamos a pensar que la solución es dejar de ser víctimas y pasar a ser victimarios. Sin duda, es una oferta engañosa -comprensible- que se va haciendo más atractiva en la medida en que se extiende el sufrimiento.
No es fácil huir de ella. Cada persona debe descubrir su propio camino de sanación. No hay recetas universales. A mi abuela le sirvió dejarlo todo atrás. Ella decidió cambiar el odio por un olvido que abrió puertas al perdón. Y solo volvía a esos momentos para compartir aquellos episodios en los que salió victoriosa. Eva era fuerte y orgullosa. Le gustaba ganar ¡Un personaje!
Esa fue su decisión y eso fue lo que nos transmitió. Sin embargo, su fórmula es exigente en lo personal e insuficiente en lo colectivo. En lo personal, implica una dolorosa extracción afectiva y una anulación de la propia identidad. Y, en lo colectivo, creo que es sencillamente imposible. La memoria de las naciones recoge múltiples experiencias humanas que se hacen comunes después de un largo y exigente proceso de construcción política y social. Por eso, intentar borrar las huellas del sufrimiento compartido es una tarea que necesariamente tenderá al fracaso.
Mientras escuchaba las ponencias en el CEU-CEFAS reflexioné sobre eso. Pensé en lo importante que será para nosotros, los venezolanos, encontrar caminos personales y colectivos de justicia, de perdón y de reconciliación.
Pensé -y pienso- que el primer paso para avanzar en ese sentido es guardar con celo nuestra historia reciente. Ese es nuestro mayor tesoro: el testimonio de quienes han luchado con generosidad por la libertad de nuestro país. Ellos, quienes lo han dado todo y no se han reservado nada para sí, son nuestro mayor patrimonio. Pensé en Fernando Albán, en el Capitán Rafael Acosta Arévalo, en María Corina Machado, en Julio Borges, en Juan Pablo Guanipa, en María Beatriz Martínez, en Perkins Rocha, en Catalina Ramos, en Goyo Graterol, en Mayra Castro y en tantos más. Lamentablemente, son muchos más.
En mi caso, creo que el olvido jamás será una opción. Considero que recordar es una tarea noble, necesaria y hermosa. El ejercicio de la buena memoria es cantera de justicia y reconciliación. Solo desde el reconocimiento de lo vivido podremos huirles a las peligrosas treguas y acercarnos a una paz verdadera, estable y duradera. Quizás, por eso, me llena de esperanza pensar en la democracia que nos espera. Allí, abriremos museos, plazas, monumentos y programas de estudio que recojan las voces de quienes hoy están silenciados. Y lo haremos con profundo amor patrio, con ánimo de justicia y con vocación de reconciliación. Ese será el mejor antídoto en contra del odio y de la venganza.
El mal no prevalecerá
Cuando terminó el evento caminé hasta el lugar en el que duermo, que no es mi casa ni es mi hogar. Es solo eso, algo provisional. Iba apurada. Los cardenales estaban reunidos y podía salir la fumata blanca ¡No me lo quería perder! De repente, Habemus Papam. Tiempo después,salió el Santo Padre: León XIV. Conmovedor. Sencillo, con lágrimas en los ojos y un nudo en la garganta. Dijo: “Dios nos quiere, Dios los ama a todos, y el mal no prevalecerá”. Y, de repente, volví a las ideas que habían estado rumiando en mi interior durante todo el día. De alguna manera, asumí que esas palabras eran mí, para nosotros.
Estas tres frases de León XIV son un itinerario de resistencia espiritual para quienes nos hemos topado con el mal y le hemos enfrentado. Primero, “Dios nos quiere”. Su amor es personal. Nos acompaña y nos sostiene. Nuestra lucha no es solitaria. Nunca nos abandona. Nos llama por nuestros nombres y quiere nuestro bien. Segundo, “Dios los ama a todos”. Él no discrimina. No descarta. Todos somos sus hijos. Y, aunque sea difícil de digerir, también ama a quienes tanto daño nos ha hecho. De hecho, me atrevo a asegurar que sufre más por ellos que por nosotros. Tercero, “el mal no prevalecerá”. Vivamos con esa certeza grabada a fuego en nuestro corazón. El amor de Dios tiene la última palabra. Cuando nos cueste ver, cuando nos duela, cuando no podamos más, recordemos eso: el mal jamás prevalecerá.
Para terminar, vuelvo a la idea inicial de esta reflexión: ¿cómo nos puede cambiar ese momento en el que descubrimos que el mal existe, que obra y que daña con crueldad? No tengo respuestas. Creo que todos tenemos una responsabilidad personal e ineludible en ese sentido. Seguiré pensando en ello. Solo puedo adelantar lo que le he dicho a mis hijos con especial insistencia en las últimas semanas: “En esta familia tenemos prohibido odiar”. Solo así, buscando la justicia y huyéndole a la tentación de la venganza podremos proteger nuestras almas de las ambiciones colonizadoras del mal. Le pido a Dios que nos dé la fuerza, la generosidad y la entereza para lograrlo.