En la aldea
15 abril 2025

Notas sobre el terror

Robespierre creyó que podía construir una república justa usando la guillotina. El terror fue su método. El poder, su religión. Pero como toda tiranía, terminó devorada por su propio miedo.

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El nombre de Joseph Fouché, por lo general, lo asociamos con los elementos más tenebrosos de la política. Oportunismo, traición, manipulación, cinismo y mentira son algunos de los tantos aspectos que evocan quienes se interesan en la historia de la Revolución Francesa al recordar a este personaje. Pero tales características negativas le fueron vitales para poner fin al episodio más oscuro de la Revolución: el Terror, y derrocar en el proceso a su siniestro promotor, Maximilien Robespierre.

Entremos en contexto. El 5 de septiembre de 1793, la naciente República Francesa estaba en grave peligro. Sostenía una desventajosa guerra contra los ejércitos de la Europa despótica, que dominaban buena parte del territorio francés, mientras que en el interior varias ciudades clave se habían rebelado contra el gobierno revolucionario en las revueltas federalistas. La inflación desbordada y el desempleo masivo azotaban a la sociedad francesa, a la cual la propaganda del gobierno atribuía la culpa a conspiradores contrarrevolucionarios empeñados en socavar la Revolución y devolver a Francia a la monarquía absolutista, suprimida con la destitución y ejecución de Luis XVI en la guillotina.

Esta situación sirvió para la instalación del Terror. La Convención Nacional —gobierno de la República Francesa en forma de asamblea— respondió a la amenaza otorgando el poder ejecutivo a una pequeña junta de 12 hombres conocida como el Comité de Seguridad Pública, al que se encomendó la tarea de defender la República y destruir a los traidores internos. Para dotar al Comité de la autoridad necesaria, la Convención acordó suspender la nueva Constitución republicana de 1793 y se centró en la supervisión de detenciones y ejecuciones masivas de sospechosos contrarrevolucionarios. Reformó el ejército, lo que condujo a importantes victorias de los ejércitos franceses contra las monarquías europeas. A finales de 1793, las revueltas federalistas habían sido aplastadas, las invasiones extranjeras bloqueadas, y los supuestos agentes contrarrevolucionarios encarcelados o ejecutados. Francia había conseguido seguridad al precio del terror y la sangre, y muchos esperaban que ahora se aplicara la Constitución suspendida y se pusiera fin al Terror.

Pero como ocurre tantas veces en la historia, quienes han recibido poderes extraordinarios no están dispuestos a devolverlos. Maximilien Robespierre, líder del Comité, estaba convencido de que aún quedaban contrarrevolucionarios por desenmascarar. Este abogado de provincia se había convertido en uno de los principales líderes de la Revolución gracias a su meteórico ascenso en el Club de los Jacobinos, revolucionarios radicales que buscaban instalar una república virtuosa en Francia bajo los preceptos de Jean-Jacques Rousseau en El contrato social. Robespierre creía fervientemente que la única manera de alcanzar una república justa e igualitaria era erradicando la corrupción y la tiranía a través del terror, es decir, mediante la violencia y la eliminación de todo aquel que no compartiera su visión de una república incorruptible. Esto lo hizo inmensamente amado por sus seguidores y temido por sus enemigos.

Robespierre consolidó su poder en la primavera de 1794 enviando a la guillotina a una enorme cantidad de enemigos, tanto monárquicos como republicanos moderados y radicales. Las luchas por el poder durante el Terror supusieron la ejecución de Georges Danton y Camille Desmoulins, dos líderes revolucionarios que habían sido amigos y aliados suyos, amados por el pueblo, pero convertidos en enemigos cuando exigieron poner fin al Terror. La disposición de Robespierre a sacrificar incluso a sus amigos demostró que no se detendría ante nada para alcanzar sus objetivos. Esto hizo que otros líderes revolucionarios empezaran a preguntarse si serían los siguientes.

En junio de 1794, Robespierre presentó a la Convención Nacional la Ley de Pradial, que intensificó aún más los horrores del Terror al acelerar los juicios y aumentar las probabilidades de un veredicto de culpabilidad, lo cual equivalía automáticamente a la pena de muerte. En ese contexto, nadie en Francia se sentía seguro, ni siquiera quienes aplaudían fervorosamente los discursos del líder revolucionario, entre ellos Joseph Fouché.

Fouché había sido uno de los partidarios más acérrimos del Terror, miembro del partido de Robespierre y, por tanto, un republicano radical. Fue enviado a las provincias francesas para implantar el Terror, destacándose por su celo en la campaña de descristianización y en la represión de Lyon. Usó la fuerza de manera tan brutal, matando a miles de burgueses adinerados, que fue apodado «el Verdugo de Lyon». Sin embargo, poco tiempo después cayó en desgracia ante Robespierre (de quien estuvo a punto de convertirse en cuñado) al competir con él por la presidencia del Club de los Jacobinos. Ese enfrentamiento lo convirtió en su enemigo mortal. Robespierre ya lo tenía en la mira para ejecutarlo… y el Terror, ante ese escenario, activó en Fouché la necesidad de actuar primero. Se convirtió en el artífice de la conspiración que acabaría con el Terror en Francia.

Fouché no estaba solo. Comenzó a cooptar a otros partidarios del Terror que sentían que pronto serían guillotinados, como Paul Barras y Marc-Guillaume Vadier, quienes tenían razones fundadas para creer que estaban en la lista negra de Robespierre. Los hombres acorralados se vuelven más peligrosos cuando sienten que sus vidas están en juego, efecto del mismo Terror que habían promovido.

Estos conspiradores aprovecharon las ausencias de Robespierre en la Convención para socavar su reputación y confabular en su contra, incluso con jacobinos que lo apoyaban pero temían ser sus próximas víctimas. La ofensiva culminó el 27 de julio de 1794 (9 de Termidor del Año II del calendario revolucionario), cuando Robespierre y sus más cercanos aliados, Louis Antoine Saint-Just y Georges Couthon, fueron arrestados y guillotinados al día siguiente bajo cargos de tiranía. El Terror había terminado, y se inició una etapa menos sangrienta y más estable, conocida como el Directorio.

Quienes se conjuraron contra Robespierre no esperaron que la ayuda viniera de afuera (las potencias monárquicas asediaban Francia con la intención de aplastar cualquier forma de republicanismo, moderado o radical) ni de un general carismático (como sería el error años después con Napoleón Bonaparte). Generaron recursos dentro de la misma sociedad francesa, especialmente en el interior del círculo que sostenía la tiranía del Terror.

Sembraron el miedo entre los propios colaboradores del verdugo de Francia y ofrecieron incentivos para la deserción. Dividieron y cooptaron a quienes formaban la coalición dominante, usando el mismo terror que antes les había servido para someter al país. Los hombres acorralados se vuelven más peligrosos cuando saben que su libertad o su vida está en peligro. Y ese miedo, unido a la ambición de quienes hasta hacía poco disfrutaban del poder, pero habían perdido sus privilegios, es uno de los mayores alicientes para traicionar una causa. Como decía Maquiavelo, un hombre olvida más fácilmente la muerte de su padre que la pérdida de su patrimonio. Estas dinámicas no requieren salvadores externos ni líderes mesiánicos: se gestan desde adentro.

Sí, contra una tiranía la política se rebaja a niveles existenciales, violentos, oscuros e intrigantes. Y, aun así, es preferible a la perpetuación del terror o a la guerra civil. Fouché y los suyos no eran muy diferentes en lo moral del monstruo al que derrotaron, pero entendían que el país no podía seguir viviendo entre el terror y la muerte. Hasta los canallas tienen límites. En todas las tiranías existen esas grietas. Y si se quiere vencerlas, no se puede esperar pasivamente ni jugar con las reglas de dominación con las que siempre ganará el tirano.

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