En la aldea
12 abril 2025

Delatores del horror: de Stalin a Caracas

Los propagandistas del chavismo no son neutrales. No son ignorantes. Son cómplices. Saben que acusan para que otros repriman. Y lo hacen con placer.

Lee y comparte
Walter Molina Galdi | 11 abril 2025

Durante las purgas estalinistas (1936-1938), las denuncias de ciudadanos «comunes» —que en teoría no formaban parte del sistema, aunque en los hechos sí lo alimentaban— fueron una de las armas más letales del terror. Escritores, científicos, académicos y trabajadores inocentes fueron arrestados, enviados a los gulags o directamente ejecutados tras ser acusados por colegas, vecinos o subordinados que buscaban congraciarse con el poder o resolver cuentas personales. La represión no operaba solo desde el aparato estatal, sino que se alimentaba de una red de delatores que sostenía el terror desde abajo.

En el régimen fascista de Benito Mussolini, la lógica fue similar. La OVRA —la policía secreta del régimen— se nutría de denuncias anónimas o voluntarias por parte de ciudadanos deseosos de demostrar su fidelidad al Duce o de eliminar a rivales. Muchos funcionarios menores, burócratas y periodistas se convirtieron en delatores profesionales. Un caso emblemático es el de Telesio Interlandi, editor del diario Il Tevere, ferviente propagandista del fascismo y del antisemitismo. Desde su tribuna, señalaba a intelectuales judíos o antifascistas con nombre y apellido. Su pluma selló el destino de muchos. Su complicidad fue activa, consciente y criminal.

El caso de Pedro Blaquier

En América del Sur también hemos tenido nuestros propios delatores. Uno de los casos más resonados es el de Pedro Blaquier, dueño y presidente del Grupo Ledesma, un poderoso conglomerado agroindustrial argentino. Blaquier fue señalado de haber colaborado activamente con las Fuerzas Armadas durante el terrorismo de Estado, especialmente en “La Noche del Apagón”, un operativo represivo llevado a cabo entre el 20 y el 27 de julio de 1976 en Libertador General San Martín y Calilegua (Jujuy), zonas donde operaba el Ingenio Ledesma.

Las principales acusaciones contra Blaquier incluían haber facilitado vehículos y recursos logísticos, entregado listas negras de trabajadores e incluso haber colaborado con la desaparición forzada de personas. Durante los apagones eléctricos en la zona —ordenados o facilitados por la empresa— se realizaron allanamientos y secuestros masivos de obreros, sindicalistas y familiares. Más de 30 personas desaparecieron solo en ese periodo.

Durante décadas, Blaquier logró evadir a la Justicia gracias a su poder e influencia. En 2012 fue finalmente procesado por complicidad con crímenes de lesa humanidad. Sin embargo, en 2015, la Cámara de Casación revocó su procesamiento por “falta de pruebas suficientes”. La causa se reabrió en 2021, y la Corte Suprema habilitó su juzgamiento. Pero Blaquier murió en 2022, a los 95 años, sin haber sido condenado judicialmente. La condena moral, sin embargo, siempre estuvo. Y siempre estará.

Los sapos de la Venezuela chavista

He recordado todos estos casos —y otros tantos en la historia— porque una y otra vez hemos visto cómo personas cuyas mentes estaban dañadas, débiles, miserables, rotas, acomplejadas o simplemente malvadas decidieron ser siervos del poder opresor. Colaboraron con el terror. Con la censura. Con las torturas. Se volvieron censores. Delatores. Sapos.

Lo recordé cuando leí que a la periodista venezolana Nakary Ramos y a su esposo, Gianni González, los secuestraron, mantuvieron en desaparición forzada y finalmente los enviaron a centros de tortura. ¿El motivo? Un reportaje sobre el aumento de la inseguridad en Caracas. Periodismo, nada más. Tras la publicación, varios propagandistas del régimen chavista —desde sus cuentas, con tono de amenaza apenas velado— “denunciaron” el contenido. Y los cuerpos represivos obedecieron. Así, una niña de cinco años quedó sola. Su madre recluida en el INOF; su padre, en El Rodeo.

Estos sujetos que trabajan para la tiranía de Nicolás Maduro son parte consciente de un régimen investigado en La Haya y condenado por la Justicia argentina por crímenes de lesa humanidad. No se trata solo de quienes empuñan las armas o dan las órdenes, sino también de los que apuntan con palabras, de los que señalan desde redes sociales, de los que acusan cobardemente a otros de ser “agentes del imperio” o de María Corina Machado. Todos ellos saben lo que hacen. Y lo hacen, además, amparados por los beneficios que les da el régimen al que sirven: impunidad, poder, protección.

Se molestan cuando se habla de los presos políticos, de las torturas, del asedio a la Embajada de Argentina en Caracas, de la corrupción o del deseo de libertad que late en el 90% del país. Se molestan porque son cómplices del salvajismo. Y lo saben.

El terror no funciona solo desde arriba. Se sostiene gracias a una red de complicidades, cobardías y oportunismos. Esa es la naturaleza más siniestra de las tiranías y los totalitarismos: convierten al ciudadano común en parte del engranaje del horror. A veces por miedo. Otras por servilismo. Y muchas veces por convicción. Por fortuna, aunque hagan ruido, son pocos. Muy pocos.

Pero no olvidemos: aunque la Justicia tarde o sea esquiva —como en el caso de Blaquier—, la memoria permanece. Y cuando la libertad vuelva, porque volverá; cuando la democracia se reconstruya, porque se reconstruirá, esa memoria será poderosa. Será verdad. Será justicia.

Lee y comparte
La opinión emitida en este espacio refleja únicamente la de su autor y no compromete la línea editorial de La Gran Aldea.
Más de Opinión