En las dos últimas décadas, Venezuela experimentó una profunda metamorfosis cultural, en la cual los símbolos que alguna vez unieron al país se fracturaron, se politizaron y se reinventaron bajo el peso de la polarización y la crisis. Lo que antes era un referente de identidad nacional —desde la televisión y la música hasta el deporte y las tradiciones cotidianas— mutó en un reflejo de las tensiones políticas y sociales que definen hoy al país. Este recorrido es una radiografía de cómo el venezolano reconfiguró su cultura en medio de la adversidad.
La era Chávez y la apropiación política de lo popular
Cuando Hugo Chávez llegó al poder en 1999, su gobierno comprendió rápidamente el poder de los símbolos culturales como herramientas de cohesión —o de control— social. La televisión, otrora un espacio de entretenimiento compartido, se convirtió en un campo de batalla ideológico. Programas como Aló Presidente fusionaron discursos políticos con elementos de la cultura popular, desde música llanera hasta llamadas en vivo, creando un formato híbrido que difuminó las líneas entre el espectáculo y la propaganda.
El cierre de RCTV en 2007 marcó un punto de inflexión. Lo que comenzó como una medida contra un medio crítico terminó por acelerar la fractura del paisaje audiovisual. Mientras el Estado promovía contenidos propagandísticos como La Hojilla, la respuesta popular llegó a través del humor. Sketches como Chávez en El Exorcista, de Radio Rochela, demostraron en ese entonces que, pese a los esfuerzos por controlar el relato, la sátira seguía siendo un refugio para la crítica.
En la música, el chavismo intentó construir un imaginario sonoro con canciones como Yo soy revolucionario o Comandante, pero la cultura musical venezolana era, es y será demasiado diversa para ser monopolizada. Bandas como Desorden Público y Los Amigos Invisibles, aunque no siempre explícitamente políticas, se convirtieron en voces alternativas para una generación que no se sentía representada por los himnos impuestos desde el poder. Incluso el éxito internacional de Chino y Nacho con Mi niña bonitamostró que el entretenimiento podía trascender las divisiones internas, al menos por un tiempo.
El deporte, particularmente el fútbol y el béisbol, mantuvo durante un período su carácter unificador. La Vinotinto, con sus triunfos en la Copa América, logró lo que pocas instituciones conseguían: reunir a chavistas y opositores en un mismo grito. Pero incluso estos espacios comenzaron a resquebrajarse a medida que la polarización permeaba todos los aspectos de la vida nacional.
La era Maduro y la cultura en modo supervivencia
Con la llegada de Nicolás Maduro al poder en 2013, el país profundizó a su máxima expresión una espiral de crisis económica y política que transformó radicalmente su cultura. Lo que en la era de Chávez había sido una batalla por el control de los símbolos se convirtió en una lucha por encontrar significados, en medio del colapso.
Internet emergió como el nuevo territorio donde se libraba esta batalla. Los memes, lejos de ser simples chistes, se convirtieron en crónicas de la vida cotidiana. Un post de El Chigüire Bipolar o videos como el del niño comiendo salchichas del piso condensaban en segundos, lo que reportajes enteros intentaban explicar. El humor negro, a veces crudo, se volvió un mecanismo de resistencia y catarsis para una población exhausta.
La música y la televisión, mientras tanto, reflejaban la diáspora y la fragmentación. Artistas como Lasso y Rawayana encontraron audiencias en el exterior, mientras que dentro del país, la producción cultural se estancaba o quedaba reducida a esfuerzos oficialistas como la telenovela Con el Mazo Dando. El deporte, antaño espacio neutral, perdió su capacidad aglutinadora: la Vinotinto dejó de ser motivo de orgullo colectivo y se convirtió en un recordatorio más de lo que el país había perdido, cada derrota es la materialización de la represión y el estado de ánimo de un país entero.
¿Hacia dónde vamos?
Hoy, Venezuela ya no tiene símbolos culturales unificadores. Lo que queda es un mosaico de expresiones descentralizadas: memes creados en medio de apagones, música producida desde el exilio, y una generación que encuentra identidad más en la resistencia que en los referentes tradicionales.
El régimen, que en su momento buscó apropiarse de la cultura popular, ha perdido la capacidad de definirla. En su lugar, son los ciudadanos —desde Caracas hasta Madrid— quienes están reescribiendo lo que significa ser venezolano. Ya no a través de consignas o himnos, sino mediante la creatividad que surge en los márgenes, donde el humor, la nostalgia y la innovación se mezclan para dar forma a una nueva identidad.
En este contexto, la cultura venezolana ya no es un espejo del Estado, sino un testimonio de la resiliencia de su gente. Y aunque el futuro es incierto, una cosa parece clara: mientras haya historias que contar, canciones que cantar y chistes que compartir, la batalla por el alma del país no estará perdida.