Incertidumbre, decadencia y desidia han sido los signos de nuestro tiempo. Venezuela ha emprendido un camino de «descivilización», producto del mal gobierno y la corrosión de los fundamentos, principios y valores naturales de los pueblos. Hoy caemos lenta y dolorosamente por el desfiladero de los tiempos: por el que caen las culturas, las naciones y las civilizaciones. Venezuela, que voló tan alto como Ícaro, y vio las mieles del desarrollo, de la riqueza y la industria, perdió sus alas y en el proceso, se perdió a sí misma. El venezolano se forjó, como otros pueblos, en los excesos de la guerra, en una gesta fratricida que, pese a la barbarie, inició el camino de la emancipación y la madurez.
Todos los pueblos han de luchar, desgastarse y abrirse paso en un mundo como el nuestro, teológicamente sombrío, en el libre albedrío de las naciones y en el salvajismo del estado de la naturaleza. Venezuela logró su misión histórica: el paso de la infancia a la adultez nacional. Y en este tortuoso camino, hemos adquirido tantos bienes que han hecho de Venezuela históricamente un pueblo próspero, abundante y dotado. Al mismo tiempo, entre tanta prosperidad, nos hemos agotado; nos hemos vuelto un pueblo envejecido, que si bien fue enérgico y vigoroso, hoy es tan sólo la sombra de tiempos mejores.
Ahora bien, hay que insistir en que no se trata de regresar a los «tiempos mejores», sino en construir o si acaso reconstruir los nuevos tiempos. Es la explotación del recuerdo, del hecho vivido, para lograr así los fines prolépticos. Es la misión que debe trazarse el venezolano del presente: vencer el envejecimiento, el anquilosamiento. Porque las naciones, a diferencia de los individuos, pueden regenerarse y alterar sus ciclos biológicos, que en otros términos, vienen a ser ciclos políticos. Quizás haya que vagar día y noche, sin cesar, para recoger las ramas del árbol patrio venezolano, que hay que purificar y honrar. Podríamos recordar un viejo villancico anglosajón, perfectamente relegable a nuestro destino:
Hemos estado vagando toda
la noche y parte del día, y ahora
volvemos trayendo nuestras
guirnaldas con alegría.
Le traemos una guirnalda
alegre y ante su puerta ya
estamos; es un brote bien
florido, del Señor, obra de sus
manos.
El país será de los jóvenes, como lo demuestra la inacción y el fracaso de los ancianos. La destrucción de las élites, la ausencia de aristocracias y el apogeo de las oligarquías, sólo son signo de la renovación del porvenir, de que la antorcha será para los enérgicos y los laboriosos. El joven no deshonra ni a Dios, ni a sus padres, por atarse a los destinos de la patria y querer, en su amor a la jerarquía, conducir la política y el pensamiento con el timón tricolor. Al contrario, el joven sale de la crisálida y asume la misión histórica —y biológica— de la madurez. Habrá ancianos que no puedan con la tarea histórica, porque ya habrán asumido una previamente. Otros, en su soberbia, se negarán al relevo a través de los inexpertos, precoces e imberbes jóvenes, por mencionar algunos de los descalificativos comúnmente utilizados.
El joven será viejo y si logra adaptarse a las circunstancias históricas, podrá relevar a la nueva juventud. Pero para ello cada juventud tiene que ejecutar su propio proyecto de transformación nacional, cumplir las prédicas y actuar, porque la solución es actuar y no sólo pensar, no es cosa de relegarse a los libros, los poemas y las epopeyas homéricas. Se trata de crear la epopeya homérica. Los que gritaron «no» a la ocupación francesa fueron jóvenes, los que creyeron en que Venezuela tenía que seguir su propio rumbo fueron jóvenes y los que, en su ferviente lealtad monárquica, defendieron el proyecto opuesto eran, pues, jóvenes. La juventud es combativa y vigorosa. Y puede ser sabia, si los tiempos lo exigen.
La barbarie venezolana ha dado como resultado bárbaros de un color y otro, de una bandera y otra. Al ser la barbarie incapaz de crear, como ya nos recordaría Hilaire Belloc, quedamos como espectadores de una subversión de todo lo que es nuestro, de todo lo que es bello y sagrado. Así, toda la barbarie que sufre nuestro país, todo el aquelarre en que se ha convertido, es una falsificación de Venezuela. Es una guerra contra la nación, un antivenezolanismo. La juventud, en su espontaneidad y genio, es creativa y creadora. Porque si el mal no puede crear, queda en nosotros el pincel que nos permitirá bosquejar, crear, una nueva obra. Pero una obra que restaure lo mejor, lo bello y lo puro del acontecer histórico venezolano.
Profesamos el amor a Dios, así como el amor a la patria y a los padres; que vienen a ser los elementos que nos sirven de brújula para el camino que nos queda recorrer. La labor de crear un porvenir es un acto de amor, un acto de caridad a la patria. Y serán recompensados con los frutos patrios aquellos que inicien el trayecto de la renovación moral de la patria. Ser venezolano, trasladando a nuestro contexto aquello que dijo Maurras sobre las repúblicas como uniones de cuerpos, es el conglomerado de nuestras tradiciones, de nuestros logros y hazañas.
Un hombre habituado a reflexionar con rigor y que hace la cuenta de todo lo que es diferente de sí queda aterrorizado de la exigüidad y de la miseria de su pequeño dominio estrictamente propio y personal. Nosotros somos nuestros antepasados, nuestros maestros, nuestros mayores. Somos nuestros libros, nuestros cuadros, nuestras estatuas; somos nuestros paisajes, somos nuestros viajes, somos (acabo por lo más ajeno y desconocido), nosotros somos la infinita república de nuestros cuerpos, el que toma prestado del exterior casi todo lo que es, para destilarlo en alambiques cuya dirección y sentimiento mismos nos escapan por completo.
Corresponde a la juventud viajar, hacer diáspora, quizás atarse a la tierra, escribir libros, ir contramarea, abrir debates, iniciar revueltas contra la mediocridad y el nihilismo, envolverse en los símbolos patrios, alzar la bandera contra los profanadores del suelo patrio, entregarse al Altísimo y, si así lo exige la patria, proclamar cruzada contra sus enemigos. Si la juventud no es movimiento, pues le tocará hacerse movimiento. Si la juventud es heterogénea, tendrá que hacerse homogénea. Si la juventud es heterodoxa, tendrá que hacerse ortodoxa. Y si no cree, tendrá que creer. Un esoterismo patrio, intelectual, moral, llama a las juventudes a organizarse en la primera gran llamada regeneradora de su tiempo. Podríamos ser la primera juventud reaccionaria. O mejor aún, la primera juventud realmente venezolanista. La necesidad de iniciación lleva, en consecuencia, a aquello que elocuentemente había dicho el cardenal Newman:
Aunque sea imposible prescindir del lenguaje, no es necesario emplearlo más que en la medida en que es indispensable, y la única cosa importante es estimular, entre aquellos a quienes va dirigido, un modo de pensamiento, de ideas, semejantes a las nuestras que las arrastrará por su propio movimiento más bien que por una coerción silogística. De ello resulta que toda escuela intelectual poseerá algún carácter esotérico, ya que se trata de una reunión de cerebros pensantes; el espacio que los reúne es la unidad de pensamiento; las palabras que utilizan se convierten en una especie de Tessera: que no expresa el pensamiento, sino que lo simboliza.
Seamos, pues, ejemplares y laboriosos. Hagámonos caballeros, ya que una nación de libres, de aristócratas e intelectuales, exige de estatura. Y para adquirir estatura, hay que abandonar los harapos. Seamos la vanguardia de pensamiento y acción; seamos la punta de lanza para reconstruir nuestra patria, purifiquemos el tepuy. Hagamos de Venezuela un Edén. Cultivemos hombre abnegados, amantes de la diosa Venezuela. Dejemos de lado la pompa de otros tiempos, olvidemos la memoria de aquella Sodoma democrática y edifiquemos, sin importar los medios, una república a la altura de nuestro gentilicio. Seamos libres, sí, pero desprendidos, de modo que la única atadura sea el amor que nos produce Venezuela. Seamos constructores de la nacionalidad, alcemos escuelas de patriotismo como ya había sugerido Juan Vázquez de Mella y Fanjul.
La quintaesencia del cambio, de la transformación, es la juventud. Vale la pena recordar un pasaje de Burckhardt al respecto: «Como ocurre con los grandes bosques, que sólo crecen una vez y cuando se talan no vuelven a brotar, los hombres y los pueblos sólo pueden poseer o adquirir ciertas cosas en su juventud o nunca». Sólo hay una oportunidad para recuperar una patria secuestrada por la barbarie y es ahora o nunca. El conformismo no forma parte de nuestro vocabulario. En nuestro discurso sólo puede haber acción. Tenemos que mirar a la Venezuela que queremos, porque es la Venezuela que van a heredar los nuestros.
Un día la juventud será otra y aquella juventud, quiera Dios, tendrá que ser capaz de dirigir los destinos de la patria. Los bárbaros pondrán obstáculos en el camino, incluso harán todo lo posible para que nuestra empresa perezca. Y no solo los bárbaros, también aquellos que digan oponerse a los bárbaros y que, ocasionalmente, vayan a caminar con nosotros. Aunque nuestro propósito sea total y colectivo, debe quedarnos claro que nos lo impedirán. Pero los jóvenes, la juventud restauradora, nos haremos una cortina impenetrable. Nuestra patria será liberada.
Nos desafían, nos subestiman y se burlan de nosotros, como queriendo contagiarnos su conformismo. Otros nos persiguen y nos atacan, escudándose en las más viles y bajas prácticas. Nuestro camino, sin embargo, es de lucha. Militia est vita hominis super terram. El acto de creer, incluso, es conflicto. Sobre el cristianismo, recordaba el padre Castellani que «es una religión de conflicto. Todos tenemos un conflicto con Cristo, porque todos somos pecadores». Construyamos la Venezuela que queremos, tomemos la antorcha, transmitamos las cenizas y procuremos, ante todas las cosas, volvernos grandes venezolanos. Asumamos la tarea arquitectónica que nuestro tiempo exige.