Un Edicto de Fe publicado en Valencia en 1519 por el comisario de la Inquisición ordena a los fieles denunciar ciertas anomalías, bajo pena de excomunión y persecución. Entre ellas, se menciona acusar a quienes «observen las noches de los viernes y los sábados, vistan ropa interior limpia los sábados y lleven mejores ropas que en los demás días». La información es valiosa para comprender los minuciosos detalles a los que recurrían los inquisidores en la persecución de herejes y la estricta obligación impuesta a la comunidad para colaborar en esta misión.
Este Edicto de Fe resulta elocuente en sus disposiciones. Pide a los fieles denunciar a quienes «preparen los viernes los alimentos para los sábados, en cazuelas sobre hogueras pequeñas; no trabajen en las noches de los viernes; pongan ropa limpia en las camas y servilletas limpias en la mesa; celebren la fiesta del pan sin levadura, coman pan sin levadura, apio y hierbas amargas». La Inquisición llega hasta los más ínfimos aspectos de la vida cotidiana en su afán persecutorio. Pero hay más: insiste en la necesidad de denunciar a quienes «recen plegarias de acuerdo con la ley de Moisés, de pie ante la pared, balanceándose hacia atrás y hacia adelante, y dando unos cuantos pasos hacia atrás; den dinero para el aceite del templo judío u otro lugar secreto de oración, o maten aves de corral de acuerdo con la ley judaica». Asuntos privados, propios de la vida doméstica y la conciencia individual, debían ser objeto de minuciosas pesquisas.
Particularmente, la Inquisición promovía la persecución de aquellos que se alimentaban de manera heterodoxa y, según sus criterios, pecaminosa. Se ordenaba a los fieles denunciar a sus vecinos si «mataban aves de corral conforme a la ley judaica, se abstenían de comer cordero o cualquier otro animal considerado trefa, o evitaban el consumo de cerdo salado, liebres, conejos, caracoles o pescados sin escamas». Ninguno de estos detalles debía escapar a la vigilancia de la comunidad, que debía informar al comisariato religioso para no convertirse en cómplice de pecados contra la pureza de la fe. Menuda carga se imponía sobre los feligreses.
Además, el edicto exigía especial atención a los ritos funerarios. Era imperativo denunciar a quienes «bañaran los cuerpos de sus muertos y los enterraran en suelo virgen, de acuerdo con la costumbre judía, o invocaran a los demonios y les rindieran honor como si fuera debido a Dios». Se establecía así una relación directa entre los hábitos funerarios y la influencia satánica, convirtiendo a los barrios en focos de delaciones con graves consecuencias para los acusados, cuyos actos no hacían daño a nadie salvo por apartarse de las costumbres católicas en el último adiós a sus seres queridos.
Los asuntos más privados eran tratados con el mismo rigor que los crímenes contra la comunidad. Se instaba a denunciar a aquellos que «cuando sus hijos les besaban las manos, colocaban las manos sobre sus cabezas sin hacer la Señal de la Cruz; o quienes, después de comer o cenar, bendecían el vino y lo pasaban a todos los presentes en la mesa, bendición que llamaban ‘veraha'». En la época, estas instigaciones al espionaje de la vida privada no eran vistas como un abuso, sino como el deber de todo buen cristiano, premiado por la Madre Iglesia.
El documento llegaba al extremo de ordenar la denuncia de los descendientes de hebreos que, aun convertidos, ejercían funciones importantes en la sociedad o destacaban por su apariencia. Se debía «informar si algunas personas eran hijos o nietos de condenados y, a pesar de estar descalificadas, ocupaban cargos públicos, portaban armas, vestían seda o paño fino, adornaban sus ropas con oro, plata, perlas u otras piedras preciosas, o hacían uso de bienes que les estaban prohibidos». Tales disposiciones garantizaban a la Inquisición una legión de informantes en cada ciudad, villa y aldea, atentos a la vestimenta y posición social de los descendientes de los judíos perseguidos.
¿Qué sucedía con quienes no cumplían con estas órdenes? «Se tomarán medidas para promulgar sentencia de excomunión contra vosotros. Ordenamos que seáis excomulgados, anatematizados, maldecidos, segregados y separados de la unión con la Santa Madre Iglesia y de sus sacramentos. Asimismo, ordenamos a vicarios, rectores, capellanes y sacristanes que traten a los mencionados como excomulgados y malditos, pues han incurrido en la ira de Dios Todopoderoso, la Gloriosa Virgen María, los apóstoles san Pedro y san Pablo y todos los santos de la Corte Celestial. Que sobre los rebeldes y desobedientes que oculten la verdad en relación con los hechos mencionados caigan todas las plagas y maldiciones que descendieron sobre el Rey Faraón y su ejército por no obedecer los mandamientos divinos».
Hemos revisado un texto de principios del siglo XVI en España, pero la ola de antisemitismo que ha renacido en nuestros días tal vez haga que no parezca tan antiguo.