Fernanditooooo…
Así comenzaban todos los mensajes de texto o audio que le enviaba a Fernando. Ahora, tras su partida, me doy cuenta de lo apropiado que resulta esa introducción para llamar a alguien que está lejos o que no se sabe bien dónde está.
Lo conocí cuando nos tocó compartir una de las experiencias más interesantes que puede tener una persona con pasión por lo público: ser parte del gobierno. Fernando tenía esa pasión intensamente, pasión por lo público.
Fuimos compañeros de gabinete en el segundo gobierno de Carlos Andrés Pérez. Desde allí, nos tocó empujar reformas con las cuales soñábamos transformar el país para siempre. Fernando estaba en el centro de una de las más importantes de ellas: la privatización de empresas públicas. Fue nombrado presidente de la Compañía Nacional de Teléfonos para cumplir con esta tarea. La operación fue luminosa. El Banco Mundial la reseñó en su momento como un modelo para el resto del mundo, especialmente para los países en desarrollo, de cómo podían hacerse estas operaciones de manera transparente y eficiente.
Día glorioso, de clímax, aquel en que recibimos un cheque de alrededor de 1.400 millones de dólares de parte del consorcio ganador, integrado por empresas líderes de telecomunicaciones en el mundo.
Después vinieron los días aciagos de la democracia venezolana, aquellos que comenzaron el 4 de febrero de 1992. Fernando no desapareció del escenario. Se dedicó a apoyar desde donde pudo y como pudo la coordinación de las fuerzas de la oposición democrática venezolana. En ese empeño, llegó a cumplir papeles muy importantes. En algún momento, fueron más importantes de lo que él mismo creía.
Dos días antes de que comenzara la persecución que lo condujo a asilarse en la embajada de Argentina en Caracas, almorzamos juntos. En esa conversación le pregunté sobre su seguridad personal en un ambiente crecientemente represivo. Me dijo que no se creía seriamente expuesto porque no cumplía ningún papel tan importante como para que el régimen le dedicara atención. Repasamos juntos esos posibles papeles de mayor exposición y concluimos que, efectivamente, no había razones para una excesiva cautela o preocupación de su parte.
Nos equivocamos los dos.
Subestimamos la importancia de la tarea que estaba cumpliendo para el éxito del 28 de julio y, por tanto, también para el gobierno. Fernando estaba sirviendo de enlace entre factores de la oposición generalmente contrapuestos, para que acudieran unidos al magno evento electoral que estaba por realizarse.
El régimen sí lo tenía claro, y por eso se propuso sacarlo del juego, como ha hecho o tratado de hacer con tantos otros opositores. El papel que estaba desempeñando Fernando —y que en gran medida culminó exitosamente— solo podía cumplirlo él por sus condiciones muy especiales: persona abierta, respetuosa, tolerante, agudo perceptor de los muchos colores y matices que terminan teniendo las fuerzas políticas que luchan por un mismo objetivo.
Todos en la oposición venezolana sabían que Fernando los respetaba, que era una persona creíble y decente, y eso era esencial para cualquier acercamiento y acuerdo entre ellos.
Aquel «tecnócrata» se mostraba ahora como uno de los más habilidosos políticos de la nueva coyuntura. Solo que trabajaba en el salón de máquinas. No a la vista del gran público, pero sí del régimen represor.
Pero si su actuación pública es motivo de celebración, también lo es su vida privada.
Fernando fue muy feliz.
En el tablero de asuntos que repasábamos cada vez que conversábamos, varios aspectos críticos para cualquiera brillaban con mucha lucidez en el suyo.
La familia era la constelación mayor. Durante el largo tiempo que lo conocí, vivió enamorado de su esposa y compinche, Laura, y encantado con sus tres hijos, Carla, Fernandito y Marcos. Más recientemente, había comenzado a disfrutar la experiencia de ser abuelo, sobre lo cual hablaba a menudo.
Luego, la gran cantidad de amigos. Era difícil hablarle de alguien a quien no conociera, y era difícil encontrar a alguien que lo conociera y no lo quisiera o apreciara.
Disfrutaba los detalles grandes y pequeños de Caracas: el clima, el Ávila, las guacamayas, la manera de ser y el humor de los venezolanos. Gozaba mucho de la venezolanidad.
—Yo de aquí no me quiero ir —me decía siempre—. Me gusta viajar, estar en otros lugares, pero siempre quiero regresar.
Ese era uno de sus mayores temores: quedar impedido de estar en su propio país, ser víctima del cruento castigo que las dictaduras les imponen a muchos de los que se les oponen.
La lectura era otro espacio de gran delectación. Siempre había un libro que estaba disfrutando, que encontraba interesante y quería recomendar.
El ejercicio y la meditación: una rutina diaria en su vida.
Sí, Fernando Martínez Mottola es del tipo de personas que uno quiere encontrar, conocer y compartir.
El tipo de personas que uno quisiera que no desaparecieran nunca, para al menos poder conversar.
Porque eso era también: un excelente conversador.
Oía y hablaba. Hablaba y oía.
Análisis y cuentos interesantes, siempre salpicados de buen humor.
Fernanditoooo… ¿Me oyes?