Las razones para votar están expuestas en los manuales de Moral y Cívica que los venezolanos más viejos estudiamos en bachillerato cuando estábamos en segundo año. El hecho de que la democracia dependa del sufragio popular está probado en sus páginas y en la autoridad de autores fundamentales que las inspiran. Más todavía, la historia de nuestro siglo XX es una demostración palmaria de la trascendencia del acto de elegir a las autoridades en todas sus jerarquías. Por lo menos a partir de 1958, logramos entre todos una convivencia que en buena medida dependió de la alternabilidad republicana, la cual podíamos salvaguardar sin más asperezas que las soportables ni más ardides que los comprensibles. Un gazapo aquí, una zancadilla allá y también ciertos deslices más notorios, pero no se acababa el pequeño mundo conocido que nos seguía perteneciendo y nos daba gusto y nos provocaba orgullo como si fuera impoluto e infinito.
El primer recurso de lo que hoy podemos llamar teoría del voto popular se encuentra en la revisión de todas las gestas democráticas que llevamos a cabo después de la caída de Pérez Jiménez. No solo cumplieron a cabalidad su función, sino que, a la vez, llegaron a realizarse en situaciones de violencia como las sucedidas antes de la elección del presidente Leoni; y superaron la barrera de una posibilidad de batalla cuando Caldera le ganó a los adecos por un poco más de 30.000 votos viniendo de la oposición y sin que sucediera un terremoto. Tal vez la superación de esos escollos nos hiciera creer que éramos los dueños de una rutina importante, pero también accesible y estable, como para que nadie nos diera después lecciones sobre cómo escoger la conducción de los asuntos públicos. Una teoría ejecutada en nueve elecciones presidenciales nos daba diplomas de posgrado en cuidado y superación de republicanismo, como para que ahora nos vengan a dar lecciones sobre la obligación de hacer cola frente a las urnas.
Pero estamos sobrevolando una historia incompleta. No recoge las restricciones electorales impuestas a partir del ascenso de Chávez ni, por supuesto, el fraude que le robó la elección a Edmundo González Urrutia. Fue de tal magnitud que se diferenció de todos los escamoteos perpetrados desde que el mundo es mundo porque su realización se pudo demostrar con facilidad y seguridad; porque una oposición escamada por burlas anteriores y por las ventajas que el régimen ostentaba frente a sus rivales, estuvo en capacidad de demostrar algo que en otras latitudes ha resultado imposible: que unos pájaros de cuenta sacaron simpatías y cifras de la nada para anunciar la reelección de Nicolás Maduro. Así queda más completa la crónica, pero quizá sea más certera, sin detenerse en la persecución implacable de los opositores que ha seguido después de perpetrada la fechoría, si hace memoria de episodios grotescos que sucedieron en la víspera.
Así, por ejemplo: la inhabilitación ilegal de María Corina Machado, quien había arrasado en la primaria de la oposición; las trabas para escoger un candidato unitario frente al régimen, que solo se solventaron cuando el CNE permitió la nominación de González Urrutia porque sus cabecillas estaban seguros de que no provocaría el entusiasmo popular; la clausura de hoteles y restaurantes que daban alojamiento y comida a la figura estelar de la campaña, dentro de los cuales fueron incluidas modestas areperas o expendios de empanadas que la atendieron en tono festivo en la orilla de caminos rurales; la interrupción de tramos carreteros por los cuales se debían desplazar los dirigentes de la oposición; y multas a granel, sin motivo plausible, para establecimientos cuyos propietarios o encargados manifestaban el deseo de librarse de los mandones a través del voto.
¿Por qué conviene tener en cuenta estos episodios tan pletóricos de mediocridad y maldad? Porque tal vez se puedan ignorar debido a su pequeñez aparente, y porque los teóricos de la trascendencia del sufragio popular, muchos de ellos desde banderías de oposición, hoy están pidiendo que nos preparemos a votar dentro de poco como si cual cosa.
La teoría que relaciona el voto popular con la conservación de la democracia, o con su restablecimiento, como sería hoy el caso, debe pasar por una indiscutible incomodidad cuando se confronta con episodios como los descritos. ¿Puede sobreponerse a esos hechos recientes de la realidad venezolana, para que reasumamos el papel de entusiastas del sufragio que ejercimos en un pasado que el madurismo hace que parezca antigualla? ¿Una respetable generalidad, un muestreo panorámico, puede borrar las negras minucias de un robo que todavía nos arde en carne viva? Es cierto que hay un manual respetable sobre cómo refrescar las cúpulas para que la luz de la cohabitación vuelva a iluminar, para que persistamos en un entrenamiento civilizado, pero también lo es el hecho de que existen realidades monstruosas en torno a cuyo cambio son determinantes las reminiscencias de un mazazo que aconseja pensar con cuidado los pasos del futuro próximo.
En especial para no pasarnos de idiotas ni de miopes ante los apurados y los oportunistas. O solo para hacer buenas las lecciones de Moral y Cívica que nos dieron en el liceo y que transmitimos a hijos y nietos.