Son días duros, no podemos negarlo. Para unos y otros, las coordenadas se han movido e incluso ya se duda de la misma idea de «coordenada», entendida como una referencia objetiva que nos ubique en nuestro cuadrante de seguridad, allí donde confirmamos nuestras convicciones y nos fundimos con la tribu a la que creemos pertenecer.
El contexto no es inocuo. En nuestro caso, los venezolanos, es un régimen autocrático consolidado, una crisis humanitaria compleja, pero sobre todo, una sensación de orfandad y falta de perspectiva que se puede comparar con la del náufrago que está a la deriva, sin poder ver tierra firme, abrumado y desolado por la inmensidad del horizonte.
La frustración, la ira, la sensación de estar condenado a ser Sísifo, ha dejado salir lo peor de nosotros. Al sentirnos impotentes ante el poder realmente existente, al fracasar en el cese de la dictadura a través de distintos medios, hemos dirigido nuestra agresividad hacia los entusiastas, los que no se han querido rendir. Sumidos dentro de nuestra propia miseria, hemos odiado la esperanza del otro; lo hemos llamado ingenuo en el mejor de los casos. En los peores, hemos disparado acusaciones de traidores, enchufados, corruptos o tarifados.
Responsabilizamos y despreciamos a quienes asumieron el desafío épico de derrocar a una inescrupulosa dictadura por no haberlo conseguido. Dudamos de sus métodos, cuestionamos sus estrategias y, al final, sospechamos de sus verdaderas intenciones. Creímos y desfallecimos, solo para volver a confiar, aunque con cautela.
Nuestras esperanzas se depositaron en factores más o menos realistas: desde astrólogos hasta marines, elecciones, protestas, rebeliones o mercenarios.
La persistencia del obstáculo nos ha empujado hacia distintas posiciones: escepticismo, nihilismo, fanatismo, conformismo y derrotismo.
Tenemos tantos diagnósticos que no es posible conocerlos todos. Grupos de estudios e investigación de crisis, transiciones, democratización, etc., han intentado dar respuesta a lo que en un momento fue una excepcionalidad, para luego concluir que, de alguna manera, y sin intenciones de simplificar la compleja realidad internacional, el mundo se fue “venezolanizando”, es decir, se fue autocratizando.
Si en los años 90 la única dictadura del continente era la de Cuba, en 2025 tenemos al menos tres regímenes claramente autocráticos y algunos más en proceso de autocratización.
El consenso en torno a los principios de la democracia liberal se ha roto, incluso en los países bajo la zona de influencia del que fuera su mayor promotor, los Estados Unidos. De hecho, al otro lado de la frontera sur, se ha pasado de la idea de la meritocracia, la profesionalización y la separación de los poderes, a la designación de autoridades a través del azar (tómbola) o la elección popular de los jueces.
La capacidad de influenciar la agenda global por parte de los Estados Unidos claramente ha sido desafiada. Cuarenta años de guerra fría nos recuerdan que no es un fenómeno nuevo, pero los medios para conseguirlo se han sofisticado.
La cooperación norteamericana para el desarrollo y la promoción democrática en el mundo no ha sido caridad. Por el contrario, ha sido una forma exitosa de influir en otros países y asegurar los intereses de los Estados Unidos. Si bien la democracia por sí misma es un valor, sus mecanismos e instituciones promueven un contexto de seguridad jurídica, prosperidad y desarrollo que está alineado con los intereses de los Estados Unidos.
Geográficamente lejanos pero ideológicamente entre nosotros, los regímenes iliberales de China, Rusia e Irán influyen en mayor o menor medida en la conversación digital, y su maquinaria propagandística ya es parte del panorama informativo de Occidente, a pesar de las medidas que se han tomado para que esto no ocurra.
Sus medios, influencers y representantes se dedican a exacerbar las divisiones propias de las sociedades liberales, en las que la discusión, el debate, la pluralidad y la rendición de cuentas garantizan la dinámica democrática.
Para estos actores, la capacidad de cambiar de opinión a través de la persuasión argumentativa no es más que debilidad occidental. Que en las sociedades abiertas se pueda desafiar al poder, auditarlo y hacerlo responsable de sus actos es, para los iliberales, una pesadilla y un obstáculo para la noción de poder total al que aspiran.
¿En dónde estamos?
Como decía al principio, es difícil encontrar las coordenadas que ordenen y den certidumbre en el contexto internacional. Si hacemos un recorte desde los últimos años hasta el día de hoy, podemos asegurar que tenemos grandes jugadores mundiales con pretensiones expansionistas y otros con pretensiones aislacionistas.
En el primer grupo, ubicamos a Rusia. Si bien la agresión militar a Ucrania se ubica en 2022, realmente los territorios de Crimea y el Donbás fueron ocupados por Rusia en 2014. Putin entiende que las ex naciones soviéticas son el “extranjero cercano” debido a los lazos históricos, culturales y económicos, y que esto le da derechos especiales sobre estos territorios.
En aquellas que no ha intervenido militarmente, lo ha hecho a través de la promoción de desinformación y de la narrativa prorusa. Por ejemplo, en Georgia, a través del partido “Sueño Georgiano”, o en Rumanía, con el apoyo a la campaña del candidato presidencial prorruso, Carlin Georgescu.
Por otro lado, la nueva administración de Trump no es fácil de catalogar. Los aranceles impuestos a China, la amenaza de hacer lo propio con Canadá y México, y su duro discurso antiinmigración la ubican como aislacionista. Sin embargo, las amenazas sobre la anexión de Groenlandia o la toma del canal de Panamá lo pueden catalogar de expansionista.
Por lo pronto, la realidad es que el aislacionismo se ha visto confirmado en menos de 20 días de gobierno a través de la guerra arancelaria, la suspensión de la extensión del TPS para cerca de 300 mil venezolanos, las redadas y expulsiones de inmigrantes, así como la suspensión temporal de la cooperación internacional a través de agencias como USAID; mientras que el expansionismo, de momento, ha sido solo discursivo.
Volviendo a Venezuela
De manera muy general, y corriendo el riesgo de simplificar, podemos decir que la oposición venezolana reciente se ha dividido en dos grandes grupos: uno de tendencia dialoguista y otro confrontacional. El primero consideraba que era a través de los mecanismos institucionales que se podía promover un cambio, sobre todo por la vía electoral (ocupar los espacios); y el otro entendía que, luego de manipulaciones, fraudes y desconocimientos reiterados de resultados electorales, solo a través de una sublevación se podría recuperar la democracia.
Dinámicas internas y externas han provocado que actores que integraban un grupo hayan pasado al otro. Antiguos dialoguistas han propuesto una intervención militar internacional, y ex radicales se han postulado a las elecciones.
Esto no es exclusivo de Venezuela. Son dinámicas que podemos ver en distintos niveles en otras dictaduras del continente (Cuba o Nicaragua), así como en otras regiones.
Los regímenes autocráticos promueven sistemáticamente las divisiones de los factores democráticos. A través de la violencia, la persecución, así como de incentivos económicos, intentan cooptar partidos y liderazgos, o intimidarlos para que se mantengan al margen e incluso abandonen el país.
Me quiero detener aquí, porque es importante entender que el fracaso de los grupos opositores en sacar a Maduro del poder no tiene que ver solo con una incapacidad propia, sino sobre todo con la fortaleza de los regímenes autocráticos: no necesitan ser populares, sino contar con las armas.
He visto cómo la frustración por el fraude electoral del 28 de julio de 2024 y por lo que se ha interpretado como una ambivalente postura de Trump con respecto a Maduro ha desatado los peores agravios entre venezolanos, que se responsabilizan unos a otros por cuestiones que no están necesariamente en sus manos.
Se han acusado de corruptos, de ineptos, de oportunistas y hasta de traidores (tomando el vocabulario de la dictadura). Parten de una premisa que, a mi parecer, es equivocada: que la dictadura sigue por inoperancia o incompetencia de los liderazgos de la oposición.
Es equivocada porque este planteamiento subestima las capacidades del adversario (el régimen autocrático) y aspira de la oposición lo que no puede dar. ¿Son culpables e ineptas las oposiciones de Nicaragua, Cuba, Rusia, Bielorrusia, Irán, Corea del Norte y China? O, por el contrario, ¿estos regímenes han conformado una sofisticada red de apoyo económico, financiero, militar, comunicacional y diplomático para enfrentar a sus opositores?
Ha sido especialmente doloroso leer comentarios contra líderes políticos o defensores de los derechos humanos tildándolos de cómplices y acusándolos de beneficiarse de la tragedia venezolana. No solo es una denuncia mezquina e injusta, sino que se puede devolver como un boomerang. ¿Se puede acusar a los periodistas y medios que cubren la problemática venezolana de beneficiarse de que esta continúe? Y, peor aún, ¿se les puede acusar de que deseen que la crisis continúe? Es como pensar que los médicos se benefician de la enfermedad, los maestros del analfabetismo o los bomberos de los incendios.
El argumento de que los políticos de oposición necesitan que se sostenga la dictadura para recibir fondos es débil y perezoso. ¿No sería más beneficioso para la clase política una apertura democrática? ¿No representaría esto mayores oportunidades económicas para más personas?
Los fondos que se han destinado a apoyar la actividad de defensores de los derechos humanos en países como Venezuela han sido fundamentales para la asistencia a las víctimas, la documentación de las violaciones sistemáticas de los derechos humanos, el apoyo a las comunidades más afectadas por la crisis económica y social, así como a medios y periodistas independientes que escapan de la censura oficial, entre otras iniciativas.
Los defensores de derechos humanos en Venezuela son víctimas de persecución, intimidación, detenciones, torturas y tratos crueles.
Conclusiones
No estoy en posición ni pretendo aleccionar a nadie. Creo que, más allá de dónde nos ubiquemos, la gran mayoría deseamos una transición a la democracia. Una imperfecta, con contradicciones, diferencias, deficiencias, que puedan ser tramitadas a través de mecanismos institucionales.
Los venezolanos lo hemos intentado de todas las maneras. Luego de cuarenta años de democracia, no teníamos receta para enfrentar a un líder popular y carismático que acabó con el Estado de derecho y consolidó un régimen autocrático.
Elecciones, referendos, protestas masivas, alzamientos militares, han sido parte del repertorio. La voluntad mayoritaria de cambio está clara desde hace años y documentada físicamente en las actas de escrutinio de las elecciones del 28 de julio de 2024.
Son tiempos difíciles, porque eso que buscamos parece estar más en el pasado que en el futuro. Martin Gurri dice que “el siglo XX ha vivido como un zombi en lo que va del siglo XXI” y que “el mundo que viene no tiene nombre”. De manera que vamos aceleradamente hacia un futuro desconocido.
Solo me queda enviar mi solidaridad con todos los venezolanos, dentro y fuera del país, los que están vinculados con las organizaciones políticas, la sociedad civil y los que se dedican a otras actividades, pero que cargan con el peso del drama venezolano sobre sus hombros.
Jesús Delgado Valery. Internacionalista y experto electoral.