Los triunfos electorales siempre terminan en alegrías multitudinarias. Aun los que son difíciles de lograr debido a lo apretado de las cuentas. Hay casos en los que el veredicto no puede determinar una victoria aplastante sobre el contendor, pero los votantes triunfadores hacen celebraciones en la calle. Una cosa siempre va ligada con la otra. Especialmente cuando el candidato se convierte en presidente. Entonces ya ha pasado el fragor de la contienda y los ánimos han regresado a su cauce, pero la gente refresca los laureles haciendo ostentación del hecho sucedido en la víspera. Son situaciones aparentemente triviales, pero reflejan la consistencia de los hábitos democráticos y el apego a los mandatos de la alternancia en el ejercicio del poder, especialmente por los que perdieron las elecciones.
El acompañamiento del candidato investido con formalidad como primer magistrado es un acto rutinario, a través del cual se refleja un asunto de trascendencia: que la sociedad confirma la legitimidad del acto. Unos con su júbilo y otros con su silencio, señalan ante los suyos, pero también frente a los extranjeros, que un trámite esencial para la evolución de los negocios públicos se ha realizado cabalmente. Cuando la situación electoral da paso al reconocimiento de su veredicto, entre el desencanto pasajero de quienes no lograron el predominio de su preferencia y una alegría sonora pero también transitoria de los partidarios del ganador, se cierra un capítulo esencial para los propósitos republicanos, para el cumplimento de sus reglas elementales. Los procesos estelares del republicanismo dependen de cómo se llevan a cabo en su momento, en atención a normas y a escrúpulos imprescindibles, pero también de cómo son recibidos por la sociedad. De la reacción de la colectividad frente a los escrutinios electorales dependen la consistencia y la permanencia del sistema de mudanza de dirigencias que se lleva a cabo con obligante periodicidad. Importa el hecho concreto, pero también su recepción entre quienes lo movieron desde distintos ángulos.
Hablamos de sistemas electorales establecidos desde antiguo, cuya consistencia se ha probado a través del tiempo. Como el venezolano, estrenado en 1946 y restaurado con éxito a partir de 1958 hasta el punto de convertirse en una rutina respetada y necesaria, en un hecho histórico que en cada quinquenio dio testimonio del apego a un entendimiento del bien común acogido por la mayoría de la sociedad. Tales sistemas parten de una base objetiva, que radica en la seriedad de sus procedimientos, en la legalidad que les da asiento y en la respetabilidad de unos ejecutores ocupados de su dirección desde un instituto especializado, pero también del soporte subjetivo que aporta la reacción de la sociedad en torno a su desarrollo. Es esencial que las cosas se hagan bien en cada ocasión a través del despacho que se encarga de llevarlas a cabo, pero es imprescindible el respaldo del calor popular. Si no hay gentes con banderas en la calle después del escrutinio, si no suenan las cornetas en las avenidas ni se escuchan las alharacas de rigor, algo estuvo podrido en las horas precedentes. Si el pueblo no se para en las aceras para vitorear el paso de su candidato convertido en primer magistrado, algo se torció en el camino. Aquí sin bulla no hay paraíso cuando a un sujeto le ponen la banda presidencial, pudiera plantearse para que todos entiendan.
Es probable que pocos recuerden la alegría popular de la toma de posesión de Rómulo Gallegos en febrero de 1948, pero seguramente buena parte de los lectores tenga fresca la ascensión de Hugo Chávez en febrero de 1999. Las dos se caracterizaron por el júbilo de la multitud, las dos fueron antónimos de la desértica soledad. El pueblo confirmó entonces la certeza de un acto fundamental para la vida democrática, la seguridad de que el republicanismo escogido como norma de vida exhibía su joya de mayor valor. Fue así como unos episodios de capital importancia para la evolución de un país que desde su nacimiento se ha presentado como república, hicieron ostentación de una fe y de una forma de vida en dos lapsos fundamentales de su calendario. También sucedió lo mismo en el resto de los colofones electorales del siglo XX y aun cuando comenzó a reinar Maduro, si quieren animarse con unas memorias más meticulosas, pero especialmente si hacen una analogía con la frialdad del pueblo ante la reciente consagración convertida en formalidad en un rincón del capitolio federal. La consagración de la soledad, en suma y sin duda, un entierro de la república. La desaparición de la república fue anunciada cuando los chavistas la convirtieron en «bolivariana», es decir, en la posibilidad de un recorrido alejado de la orientación histórica que se inició a partir de 1830, después de librarnos de Colombia. Hoy el crimen ha sido confirmado con una entronización encapillada. Por fortuna, la posibilidad de una próxima resurrección radica en el hecho de que, aparte de unos invitados de interesada procedencia y de unos empleados acartonados, uniformados y armados, nadie estuvo en los oficios funerales. De allí que las faenas que ahora se puedan vaticinar sean difíciles, pero masivas