En la aldea
09 enero 2025

Antiescenarios para el 10 de enero

"Nadie puede saber a ciencia cierta hacia dónde vamos, aunque muchos darían lo que fuera por saberlo, prueba de ello es la cantidad de gente que se gana la vida haciendo pronósticos"

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«Comienza haciendo lo que es necesario,

después lo que es posible y de repente

estarás haciendo lo imposible«

San Francisco de Asís

La dirección de la revista Democratización me invita a comentar los posibles escenarios que se perfilan de cara al 10 de enero de 2025,una vez consumada —y desconocida por el régimen de Nicolás Maduro— la victoria electoral de Edmundo González Urrutia en las elecciones presidenciales del pasado 28 de julio. El 10 de enero, bien se sabe, es la fecha pautada por la Constitución para que el presidente electo asuma sus funciones.

Ahora bien, para honrar la petición de los buenos amigos de Democratización, quisiera comenzar por comentar el sentido de la palabra “escenario”. Ésta se refiere, en primera instancia, a un espacio en el que ciertos actos se desarrollan a la vista de alguien que observa. Mientras que todo escenario presume al mismo tiempo la existencia de actores y de espectadores, la elaboración de escenarios sólo puede ser asumida por quien se ubica la posición del observador; de aquel que, por así decirlo, juzga la vita activa desde la vita contemplativa.

De este modo, para quien suele ejercer el rol del observador, la elaboración de escenarios le permite explorar ordenadamente el mundo de la acción de un modo que usualmente no puede conocer desde adentro. En cambio, para la persona de acción la elaboración de escenarios conlleva algún tipo de desdoblamiento con respecto a su modo habitual de estar en el mundo. Implica tomar cierta distancia con respecto a los hechos, con la finalidad de examinar los factores y variables que pueden incidir sobre los mismos.

Sobre esa dualidad cabe quizás recordar aquí el siguiente fragmento de Alexis de Tocqueville:

«Yo he vivido con gentes de letras, que han escrito la historia sin mezclarse en los asuntos, y con políticos que nunca se han preocupado más que de producir los hechos, sin pensar en describirlos. Siempre he observado que los primeros veían por todas partes causas generales, mientras los otros, al vivir en medio del entramado de los hechos cotidianos, tendían a imaginar que todo debía atribuirse a incidentes particulares, y que los pequeños resortes que ellos hacían jugar constantemente en sus manos eran los mismos que mueven al mundo. Es de creer que se equivocan los unos y los otros.«

Al elaborar escenarios, la posición de observador objetivo es más fácil de asumir cuando la realidad que se intenta describir no nos concierne directamente. Pero si los hechos descritos nos interesan de forma profunda, o si nos encontramos inmersos de modo ineludible en el curso de los acontecimientos, la elaboración de escenarios asume otro cariz. En casos como éstos, no somos relativamente indiferentes ante la realidad, sino que deseamos que ésta se oriente en una dirección específica, hacia aquello que nos interesa, hacia lo que consideramos bueno o mejor.

Si ese deseo llega al punto de distorsionar severamente nuestra percepción de la realidad, los escenarios serán poco precisos, poco objetivos y, por ende, poco útiles. Por eso, lo peor que puede suceder al elaborar escenarios es que nuestro interés o deseo no esté claramente planteado desde un inicio. En casos como éstos, el papel del deseo, o el rol que juega nuestra valoración ética, no debe llevarnos a distorsionar los hechos, sino que más bien ha de servirnos para prefigurar las opciones deseadas como una meta a alcanzar, para que a partir de allí la elaboración de escenarios “en reversa” nos ayude a perfilar posibles rutas de acción en dicha dirección.

Quien de este modo opera juega un poco, por así decirlo, un papel equivalente al del intellectuel engagé que pregonaba Raymond Aron, figura que ni se muestra indiferente o aséptico ante la realidad, ni tampoco pretende pasar por alto o disimular sus propias preferencias. Más bien, las asume conscientemente como el sitio desde el cual puede y quiere ver la realidad, como la única posición desde la cual puede aspirar a una objetividad que jamás podrá ser total, pero que sí le puede ayudar a perfilar su incidencia sobre el mundo para intentar hacerlo mejor.

Esa es la forma en la que actúa tanto el observador comprometido como el actor que hace un alto en el camino para ampliar su perspectiva. Ese es también, por cierto, uno de los imperativos morales de la Torá para favorecer la convivencia: tikún olam (תיקון עולם; “reparar” o “sanar el mundo”).

En nuestro caso, queda claro desde ya que nuestro interés con respecto a los escenarios que se vislumbran de cara al próximo 10 de enero es que Venezuela se oriente hacia el restablecimiento efectivo del orden constitucional, conditio sine qua non para la recuperación de la libertad, la democracia y la prosperidad. En función de dicho propósito, advertimos que el presente artículo no pretende ofrecer un análisis detallado de escenarios en el sentido más formal del término, con todo el aparato metodológico y analítico que ello conlleva.

Consideramos oportuno, más bien, revisar aquí los problemas implícitos dentro de la elaboración de escenarios cuando su propósito es facilitar la consecución de un futuro deseado. Nos interesa resaltar de qué manera las palabras que usamos para describir la realidad condicionan nuestras ideas sobre ésta, para luego conducirnos hacia cierto tipo de realidades concretas. Dicho de otra manera: nos interesa comentar el carácter performativo del lenguaje, indicando cómo éste incide en la generación de pensamientos que luego, a su vez, nos conducen hacia ciertos destinos.

Estudiar al ser humano pasa por comprender su naturaleza libre. Nada en el universo de lo humano está enteramente predeterminado, porque lo que nos caracteriza y distingue como especie es nuestro libre albedrío, nuestra facultad para decidir en función de lo que percibimos, pensamos, decimos y creemos. En función de lo anterior, la idea central que este artículo se propone impulsar, con respecto al próximo 10 de enero, es que lo más realista y objetivo que podemos decir es lo siguiente: todo depende de lo que nosotros, los venezolanos, pensemos que es posible hacer y decidamos contribuir a hacer.

Con ánimo un tanto lúdico, queremos hacer aquí con el análisis de escenarios algo parecido a lo que el poeta chileno Nicanor Parra pretendió hacer con la poesía, al abordarla disruptivamente desde lo que llamó la “antipoesía”. El propósito no es, en ningún caso, demeritar una disciplina como el análisis de escenarios, que respeto y vengo ejerciendo desde hace más de 20 años; la idea es, más bien, invitarnos a cambiar la pregunta “¿qué va a pasar?” por la de “¿qué vamos a hacer?”.

La materialización del futuro deseado

Nadie puede saber a ciencia cierta hacia dónde vamos, aunque muchos darían lo que fuera por saberlo. Prueba de ello es la cantidad de gente que se gana la vida haciendo pronósticos, desde astrólogos y quiromantes hasta elaboradores de escenarios. Reitero que no cuestiono dichas prácticas, y de hecho yo mismo dedico parte de mi tiempo a tales menesteres. Sin embargo, solemos pasar por alto que si la mera posibilidad de conocer con certeza el futuro fuera factible, ello significaría que, de hecho, no existe nuestra libertad. No hay libertad sin incertidumbre, porque no hay posibilidad de elegir si el porvenir está ya definido. ¿Cómo —y para qué— nos levantaríamos cada mañana si ya supiéramos por anticipado todo lo que va a pasar?

Desconocer el futuro es la condición que nos permite albergar ilusiones en la vida. La primera acepción de la palabra “ilusión” en el DRAE es, por así decirlo, “pesimista”: “Concepto, imagen o representación sin verdadera realidad, sugeridos por la imaginación o causados por engaño de los sentidos”. La segunda, en cambio, es más bien “optimista”: “Esperanza cuyo cumplimiento parece especialmente atractivo”. Pues bien, lo cierto es que el ser humano difícilmente puede vivir privado de toda ilusión, y que ésta nace de la existencia de un mínimo de incertidumbre.

Evidentemente, muchas ilusiones jamás se consuman, generando así desilusiones. Otras, en cambio, llegan a realizarse, o incluso a superar nuestras expectativas. La posibilidad de que se materialice una ilusión depende de múltiples factores, y sólo algunos están bajo nuestro control relativo. Tal como señalaba Ortega y Gasset, yo soy yo y mi circunstancia, lo que equivale a señalar que la sustancia misma de mi ser está consustanciada con el mundo que me tocó vivir. Todo texto cobra sentido en medio de un con-texto. Por eso el filósofo español decía que vivir es remar en aguas procelosas; es un esfuerzo constante; una lucha continua por seguir adelante sin contar con certezas previas.

Una lucha semejante sólo tiene sentido (en su doble acepción de significado y orientación) cuando está movida por una meta, un propósito, una ilusión. De ahí lo que concluye Viktor Frankl en su libro El hombre en busca de sentido: en igualdad de condiciones, quienes tendieron a sobrevivir en los campos de concentración nazis fueron los que albergaban una ilusión, una esperanza, un anhelo que les era imperioso alcanzar antes de morir. Podía ser el deseo de volver a ver a un familiar, la necesidad de retornar a algún lugar o la convicción de tener una obra que completar, pero lo importante era contar con una razón para vivir.

Frankl comprobó así, en circunstancias extremas, el papel absolutamente esencial de la voluntad y de la disposición anímica de cara a la supervivencia y la factibilidad del logro. Esa voluntad, a su vez, es mucho más poderosa cuando no sólo se configura como expresión de un deseo caprichoso, sino que además viene asistida por una decisión ética. En efecto, nuestra voluntad es mucho más firme y segura cuando no sólo quiero algo, sino que además quiero lo que racionalmente he podido determinar que es bueno para mí y para todos; esto es, cuando quiero lo que es correcto. En esto coinciden, por diversas vías, figuras como Aristóteles, Kant o Buda.

Por otro lado, cada vez más estudios parecen comprobar hoy lo que casi todo el mundo ha sospechado siempre: que las probabilidades de salir adelante en esta vida dependen en gran medida de la cantidad y la calidad de nuestros vínculos personales. Quiénes son tus amigos, con quiénes estudiaste en la universidad o con quién te casas, son todas relaciones tremendamente influyentes sobre tus posibilidades de cara al futuro. “Dime con quién andas y te diré quién eres”; “el que a buen árbol se arrima, buena sombra le cobija”… en fin, la sabiduría popular parece haber detectado hace siglos lo que ahora muchos científicos afirman estar descubriendo o comprobando.

En definitiva, ilusión, voluntad y buena cooperación parecen ser tres elementos absolutamente determinantes para que el ser humano pueda desarrollarse libremente y encontrar sentido (significado y orientación, y por ende satisfacción) en la vida que le ha sido dada, en circunstancias que originalmente no eligió y con las cartas que le ofrece su existencia. La afortunada combinación de estos tres factores es capaz de convertir lo improbable en realidad, pero ninguna de ellas es probable o incluso posible sin el predominio de una actitud mínimamente abierta y optimista ante la vida, capaz de esperar lo mejor en medio de lo peor.

Totalitarismo, neolengua y desilusión

¿Cómo se relaciona todo lo anterior con la realidad política de la Venezuela contemporánea? De forma absolutamente directa y reveladora, tal como saben bien quienes mantienen en pie al régimen actual. Por eso han derrochado una gran cantidad de tiempo, energía y recursos en asfixiar cualquier ilusión de los venezolanos en un futuro en libertad, intentando doblegar la voluntad por alcanzarlo y neutralizar toda tentativa de cooperación ciudadana. Silenciar a la prensa libre, envilecer la moneda o separar a las familias son dinámicas que apuntan todas en la misma dirección.

Partamos por un diagnóstico general: la dinámica política a la que se ha visto sometida el país durante el presente siglo es de carácter eminentemente totalitario. No profundizaremos aquí sobre este particular, ya que a ello hemos dedicado numerosos artículos y alguno que otro muy reciente. Sólo resaltaremos un aspecto esencial que se deriva del diagnóstico anterior: el totalitarismo sustituye el orden y las relaciones sociales de carácter natural y consuetudinario por un esquema de dominación enteramente nuevo y abstracto, donde el individuo es anulado en función de un supuesto interés colectivo, ideológicamente configurado, que lo engloba todo.

Cuando alcanzan su paroxismo, las dinámicas totalitarias subsumen toda la realidad social a sus dictámenes colectivistas, hasta que esta propensión termina irremisiblemente por chocar con la realidad. Ese choque puede venir dado a través de una guerra o del colapso generalizado del orden social, haciendo de este modo inviable la continuidad del esquema totalitario. Sobreviene entonces lo que algunos autores han llamado pos-totalitarismo, situación en la que el esquema de dominación se mantiene en pie porque la sociedad vive aún bajo los traumas que genera el totalitarismo y no ha logrado rearticularse para ofrecer una respuesta alternativa.

La dinámica totalitaria se refleja y desarrolla a través del lenguaje. Lo característico del lenguaje totalitario es su empeño por extender un manto de falacias sobre la realidad, hasta impedir que la gente pueda distinguir una cosa de la otra. George Orwell caracterizó magistralmente esta condición del totalitarismo en su novela 1984, donde habla del doblepensar (“doublethink”) sobre el que se asienta la neolengua totalitaria. Este fenómeno también fue analizado por Hannah Arendt, comentando cómo los nazis llamaron “reasentamientos” a las deportaciones masivas, o “solución final” al genocidio del pueblo judío, por señalar tan solo un par de ejemplos.

La palabra tiene el don de llamar al pensamiento, y de proporcionarle unos rieles para su despliegue. Nos relacionamos más fácilmente con aquellas realidades a las que somos capaces de dar nombre, y los nombres que escogemos para designar una cosa condicionan nuestro modo de pensar sobre ella. Por ende, el uso continuo de la neolengua, aunado a los efectos del terror totalitario, puede llegar a ser tremendamente eficaz, al punto de que una sociedad entera termina por abstenerse de comentar e incluso de pensar en su realidad política, o bien se limita a pensarla a través de las categorías que impone el totalitarismo. Por eso Václav Havel, líder de la resistencia checoslovaca al régimen soviético, insistió tanto en la necesidad de “vivir en la verdad” como fórmula personal y colectiva para neutralizar los efectos del (pos)totalitarismo, y para eventualmente derrotarlo.

Ciclo electoral 2023-2024: lo imposible es posible

Las campañas electorales que resultaron vencedoras en las primarias opositoras de 2023 y en las elecciones presidenciales de julio de 2024 se caracterizaron por tomar en cuenta todo lo señalado en los párrafos anteriores. Y se propusieron romper el círculo vicioso y paralizante entre neolengua y desmoralización social. Para ello fue necesario recuperar la correspondencia entre lenguaje y realidad, sistemáticamente adulterada durante años por el régimen chavista. Sólo entonces, cuando la palabra pública volviera a describir la realidad tal como la experimenta la enorme mayoría de los venezolanos, sería posible recobrar la esperanza, levantar la voluntad de cambio y recuperar la cooperación entre los ciudadanos. Sólo entonces sería posible mostrar que el cambio es posible.

Tengamos presente que el chavismo-madurismo no llegó al poder a través de la violencia. Es cierto que originalmente lo intentó, a través de los dos golpes militares de 1992, pero fracasó en el intento. La vía que en definitiva le permitió capturar el Estado fue electoral, lo cual revela un hecho inquietante, raíz de nuestros males actuales: el chavismo fue capaz de persuadir a una parte sustancial, incluso mayoritaria, de la población. Experimentó así, en carne propia, una lección que han aprendido todos los autócratas que hoy presiden el creciente número de regímenes híbridos que hay en el mundo: el poder consentido es considerablemente mayor y más eficaz que el que se ejerce mediante la coacción.

Sin embargo, como llegó con la intención de quedarse para siempre, el chavismo se las arregló para controlar las elecciones de diversos modos, lo cual le resultó relativamente sencillo desde que pudo nombrar a placer los principales cargos del Estado y mientras contó con suficiente flujo de caja. Esa dinámica duró más de una década, hasta que el final de la bonanza petrolera coincidió con la muerte de Chávez. Como su sucesor, Maduro ha debido lidiar con un país quebrado, una economía inflacionaria y poco productiva, y complejas diatribas internas en el seno de la coalición gobernante.

Para sostenerse en el poder, Maduro ha recurrido a varios mecanismos. Uno de ellos ha sido la violencia, ejercida por entes represivos estatales y paraestatales y de modo especialmente brutal cada vez que los venezolanos han salido a protestar a las calles. Tal fue el caso de los años 2014 y 2017, principalmente. Otro ha sido el modelaje de una oposición a su medida, amenazada, cooptada o dócil, compuesta de políticos, periodistas, académicos y empresarios dispuestos a participar de modo recurrente en diálogos estériles y de tolerar elecciones fraudulentas una y otra vez sin nada o poco que objetar.

En definitiva, Maduro ha trabajado intensamente para construir un sistema político y de partidos que le garantice su continuidad en el poder, apostando para ello a un modelo autocrático que, sin embargo, ha de ser capaz de parecer “híbrido” o, incluso, de lucir ante observadores obsequiosos como una “democracia defectuosa”. Para ello resulta esencial la presencia de esos sectores que, sin oponerse a él, asumen el papel de opositores. Con la consolidación de dichos sectores, y con la implantación progresiva de sus ideas y modos de acción, el valor político real de las elecciones se fue degradando en el tiempo. Dejaron de ser un mecanismo para el cambio político y se convirtieron en una parodia, en un simulacro que invariablemente conducía a la consolidación autocrática de Maduro y compañía. Ese era el objetivo.

Entre los argumentos más recurrentes que ayudaron a sustentar esta dinámica durante varios años se cuenta por ejemplo la idea de que el país estaba dividido en dos mitades, en donde el chavismo era asumido como una especie de identidad o condición permanente, y no como lo que realmente es: una opción electoral que el votante puede abandonar en cualquier momento. El ciudadano que ayer pudo ser chavista posiblemente fue adeco en el pasado, así como hoy puede apostarle a un partido como Vente Venezuela, por ejemplo. Sin embargo, los defensores del statu quo se esforzaron en convencernos de que el chavismo es una identidad que se lleva en la sangre, y que contaba con un “piso” inamovible y eterno que encarnaba para siempre lo más puro y genuino del sentir popular venezolano. En definitiva, una idea falsa largamente alimentada en el tiempo.

Otra idea recurrente era la de que había dos “extremos radicales”, contrarios a cualquier tipo de elección y que, en caso de avanzar en sus propósitos, conducirían al país a una “guerra civil”. La realidad es muy distinta. Por un lado, las armas han estado siempre de un mismo lado, el único que ha recurrido a la violencia de forma sistemática para perpetuarse en el poder, violando derechos humanos y cometiendo crímenes de lesa humanidad. Por otra parte, desde que Chávez falleció, la polarización ha tendido a disminuir de forma sostenida y sistemática. Maduro no ha demostrado la misma habilidad de Chávez a la hora de sembrar la discordia entre los venezolanos, y más bien ha logrado involuntariamente cohesionar a la ciudadanía en el rechazo casi unánime que genera su prolongado paso por la presidencia.

Asimismo, entre las ideas-fuerza que era necesario superar para que las elecciones recobraran su sentido se contaba también la de que el cambio ha de ser lento, gradual, progresivo, y que para ello son imprescindibles unas cuantas alcaldías, gobernaciones y curules en la Asamblea Nacional. La gente sabe que esto es falso porque, por un lado, el chavismo ha demostrado que no tiene ningún reparo en retirar facultades y presupuesto a cualquier autoridad política que no esté alineada con sus designios.

Por otro, la autocracia venezolana no es simplemente otro régimen de fuerza; es un sistema criminal que ha conducido al país a una crisis humanitaria de grandes proporciones, y que va dejando cada vez más secuelas permanentes en cada venezolano que la sufre. La realidad es que, para la gente de carne y hueso, el tiempo sí cuenta. De muy poco le sirve a la población que varias decenas de opositores se conviertan en funcionarios impotentes cuando el país se sigue deslizando por el precipicio y la gente se sigue planteando la emigración como única salida potencial a sus problemas.

Por último, otra idea-fuerza que se empujó con gran fuerza era la de que las sanciones foráneas causaron la gravísima crisis humanitaria en Venezuela. El argumento se ha llevado a tal extremo que ciertos sectores teóricamente opositores han terminado por hacer causa común con Maduro al promover en el extranjero el levantamiento de las sanciones. La campaña se ha llevado incluso a la Unión Europea, cuyas sanciones han sido impuestas a funcionarios específicos (no al país ni a las empresas públicas) y a quienes venden armamento a Venezuela. Quienes asumen este discurso abordan de modos un tanto oblicuos la problemática de la violación de derechos humanos y la comisión de crímenes de lesa humanidad, en el entendido que la penalización de dichas conductas puede resultar contraproducente para solventar la conflictividad política. En su lugar, pregonan que lo “realista” es reconocer al poder de facto que impera en el país e intentar negociar un modus vivendi que, con el paso del tiempo, habría de hacerse cada vez más tolerable.

Todo esto fue configurando un clima de naturalización progresiva de la catastrófica situación que ha vivido Venezuela durante —al menos— la última década, conduciendo a la ciudadanía hacia una desmoralización progresiva y hacia una notable pérdida de confianza colectiva en el liderazgo opositor. Como fruto de todo ello, la abstención fue creciendo de forma inocultable y los planes de emigración proliferaron sin cesar entre las familias venezolanas.

Por ende, la gran virtud del ciclo electoral 2023-2024 es haber invertido esa tendencia que conduce al país hacia un pesimismo crónico y hacia la insignificancia del acto electoral. El objetivo fundamental de las elecciones en un contexto autocrático como el actual es emplearlas para debilitar al régimen y propiciar, tan pronto como sea posible, el cambio requerido para revertir la crisis humanitaria y la migración masiva. Para ello era necesario que el discurso político recuperara algo de lo que jamás debe carecer: su capacidad para poner las mayores inquietudes de la población en el centro de la palestra política, en vez de disimularlas con el objeto de que prevalezcan agendas que no necesariamente se corresponden con las urgencias que experimenta el interés general. Se requiere, asimismo, hacer que la palabra vuelva a su función original, la de reflejar la realidad de las cosas, hasta vencer y eventualmente desterrar la neolengua del espacio público.

María Corina Machado fue la principal promotora de esta línea de acción alternativa, y los resultados están a la vista. No sólo logró hacer que prevaleciera la tesis de que las primarias debían realizarse de forma enteramente independiente y sin participación del Consejo Nacional Electoral (CNE) sumiso a Maduro, sino que además logró reconstruir la unidad opositora sobre una genuina unidad de propósito, liderar a las fuerzas democráticas a lo largo de un camino lleno de espinas y superar todos los obstáculos que impuso la dictadura para evitar ser vencida en elecciones.

De acuerdo con los señalamientos que los críticos habituales —autopercibidos como “realistas”— estuvieron siempre prestos a interponer durante cada una de las etapas de este proceso, nada de lo que finalmente sucedió tenía oportunidad alguna de suceder. Se sostuvo que Machado era contraria a cualquier tipo de proceso electoral; que su liderazgo no calaba en los sectores populares; que su respaldo electoral había alcanzado un “techo” que no sería capaz de superar; que no tenía sentido votar por ella en primarias porque el chavismo la inhabilitó; que las primarias eran un mecanismo divisor; que no era posible realizarlas sin concurso del CNE; que la gente no tenía ánimo de participar en el proceso; que no se alcanzaría la unidad porque Machado se desviaría de la ruta electoral; que siempre se había producido una “sobreestimación” del voto opositor y que en realidad había un “empate técnico” entre Maduro y González Urrutia; que Maduro jamás permitiría unas elecciones que pudiera perder…

Por eso, en un país de memoria corta como el nuestro conviene recordar, una y otra vez, que lo que terminó sucediendo fue precisamente todo aquello que desde el punto de vista del realismo más pragmático —y a menudo interesado— no podía suceder.

Escenarios: ventajas y limitaciones de un ejercicio racional

En descargo de quienes se enfrascaron en posiciones tan escépticas, hay que decir que cualquier análisis de escenarios más o menos convencional tendía a mostrar lo que todo el mundo percibía de entrada: que era mínima la posibilidad de que Maduro saliera derrotado de una contienda electoral que desde un principio controló en términos poco menos que absolutos. Eso es lo que pregonaba la lógica más elemental… pero resulta que la realidad social y política no suele responder a los postulados de la lógica. O no, por lo menos, a los de una lógica lineal. ¿Por qué?

Todo análisis de escenarios más o menos serio se elabora con base en unas premisas de las que se derivan, lógicamente, una serie de conjeturas racionales. Pero hasta el más acabado de este tipo de análisis ha de reducir a una cantidad manejable el número de elementos estudiados, intentando además simplificar hasta una escala comprensible la enorme complejidad de las relaciones entre ellos. Sin embargo, la realidad social y política está conformada por la interacción virtualmente infinita entre millones de actores dotados de libre albedrío, operando sobre la base de percepciones, creencias, intereses  y recursos que cambian en el tiempo. Una acción imprevista de uno solo de ellos puede alterar drásticamente el funcionamiento de todo el sistema.

Consideremos además una circunstancia adicional: con cada hecho nuevo que se concreta, las posibilidades globales vuelven a modificarse, los actores calibran de nuevo sus opciones y el curso previsible de los acontecimientos suele requerir una nueva ponderación. Por ende, los hechos no se desarrollan de acuerdo con cálculos lineales, si no que más bien asumen trayectorias variables en función de las circunstancias cambiantes y su impacto en los tomadores de decisiones, que funcionan siempre con información y recursos limitados.

Carl von Clausewitz, autor del célebre tratado De la guerra, se refería a toda esta problemática como “la niebla de la guerra”. La expresión alude a la imposibilidad de preverlo todo de antemano para que funcione de acuerdo con un plan preconcebido. En confrontaciones compuestas por acciones sucesivas entre actores racionales, y donde éstos van modificando una y otra vez sus planes de acción ante la necesidad de responder a las movidas del contrincante, resulta harto improbable que un plan se ejecute linealmente de la A a la Z, por la sencilla razón de que “los rusos también juegan”.

La falta de flexibilidad para comprender lo anterior conduce con frecuencia a la derrota, haciendo que el apego total a una idea o percepción conviertan las maniobras de engaño de un jugador en un autoengaño. Por ejemplo, es muy probable que Maduro y compañía hayan dejado que Edmundo González Urrutia compitiera en las elecciones del pasado 28 de julio porque, por razones de cualquier índole, consideraban inviable su victoria. Sin embargo, fue precisamente esa percepción del chavismo la que hizo que la elección de González Urrutia como candidato opositor terminara revelándose como la más adecuada, porque sería justamente a él, y no a otro, a quien se le permitió llegar hasta el final. A cualquier otra figura que en principio fuera percibida como preferible por parte del electorado, el chavismo sencillamente no la dejó ni la hubiera dejado participar.

Por ende, el análisis de escenarios suele ayudarnos —cuando se elabora con rigor suficiente— a ponderar el peso que una serie de factores de gran importancia es capaz de ejercer sobre el curso de los acontecimientos, pero difícilmente puede prever y ponderar el impacto de factores intangibles o la irrupción de hechos que quizás puedan parecer aislados, pero que a la postre suelen resultar decisivos. Por eso, los buenos análisis de escenarios no deben ser asumidos como una radiografía del futuro, no “muestran lo que va a pasar”, sino que más bien nos indican los aspectos que un actor debe fortalecer para incrementar sus opciones de alcanzar los objetivos deseados.

Liderazgo: la puerta de lo posible a lo imposible

La función de la acción política, de la que realmente tiene sentido, no es adecuarse a lo luce factible en las condiciones actuales, sino trabajar para crear las condiciones que permiten la materialización del futuro mejor. No es moverse dentro lo que hoy parece factible, sino ampliar las posibilidades de lo real hasta el ámbito de lo que hoy parece imposible. Desde la perspectiva de un genuino líder político, “realismo” no equivale a inmovilismo, porque la realidad de la que es preciso ocuparse no es sólo la material actual, sino también, y sobre todo, la realidad potencial éticamente deseable. En la introducción de su libro Liderazgo, Henry Kissinger lo explica con absoluta claridad en este fragmento que citamos in extenso:

En las instituciones humanas —Estados, religiones, ejércitos, empresas, escuelas— se necesita liderazgo para ayudar a las personas a ir desde donde están a donde nunca han estado y, a veces, a donde apenas imaginan que pueden llegar. Sin liderazgo, las instituciones pierden el rumbo y las naciones se exponen a una irrelevancia cada vez mayor y, en última instancia, al desastre. Los líderes piensan y actúan en la intersección de dos ejes: el primero, entre el pasado y el futuro; el segundo, entre los valores perdurables y las aspiraciones de aquellos a los que lideran. Su primer reto es el análisis, que comienza con una evaluación realista de su sociedad basada en la historia, sus costumbres y capacidades. Después, deben equilibrar lo que saben, que por fuerza extraen del pasado, con lo que intuyen sobre el futuro, que es inherentemente especulativo e incierto. En esta comprensión intuitiva de la dirección que debe seguir la que permite a los líderes fijar objetivos y establecer una estrategia

Si lo aparentemente imposible se hizo posible durante el ciclo electoral 2023-2024, ello se debió principalmente a la capacidad de María Corina Machado para revertir la actitud de quien se siente condenado por el peso de los hechos en la actitud de quien tiene el derecho, la necesidad y el deber moral de modificar la realidad. Esa metamorfosis pasa por activar en la gente los tres factores que mencionábamos en párrafos anteriores: ilusión, voluntad y capacidad para cooperar. Sin la presencia de estos factores intangibles, a los que se accede desde una posición personal en donde la consideración de lo pragmático no se impone a la centralidad de los requerimientos éticos, ninguna estrategia hubiera rendido frutos, salvo las estrategias de la sumisión y el apaciguamiento.

A menudo se insiste en la importancia de la estrategia, del plan ideal para alcanzar el objetivo deseado. Se tiende a olvidar, no obstante, no sólo la lección de Clausewitz y la “niebla de la guerra”, sino también el hecho de que ninguna estrategia es buena si carece de la fuerza necesaria para ser implementada. La historia nos enseña que hasta una mala estrategia puede funcionar si cuenta con fuerza suficiente. Por eso, la tarea de un liderazgo poderoso no se limita a dictar instrucciones, aunque éstas son ciertamente necesarias; también insufla en los demás la voluntad de ejercer la fuerza necesaria para hacer la estrategia sea eficaz. Para ello, nada más poderoso que predicar con el ejemplo. Sólo quien cree y practica lo que dice es capaz de despertar la confianza de los demás. Y justamente eso es lo que tuvo lugar en Venezuela durante estos últimos dos años. Recurrimos nuevamente a Kissinger para colorear las afirmaciones anteriores:

Para que las estrategias inspiren a la sociedad, los líderes tienen que ser didácticos: comunicar los objetivos, mitigar las dudas y movilizar apoyos. Si bien el Estado tiene por definición el monopolio de la fuerza, la dependencia de la coerción es síntoma de un liderazgo inadecuado; los buenos líderes despiertan en el pueblo el deseo de caminar a su lado […] Los atributos vitales que necesita un líder para afrontar estas tareas y el puente entre el pasado y el futuro, son la valentía y el carácter: la valentía para elegir una dirección entre diversas opciones complejas y difíciles, lo cual requiere voluntad para trascender la rutina; y la fuerza de carácter para mantener un curso de acción cuyos beneficios y peligros, en el momento de la elección, sólo pueden vislumbrarse de forma incompleta. El valor emplaza a la virtud en el momento de la decisión; el carácter refuerza la fidelidad a los valores durante un período prolongado.

El actor político, por su parte, no debe dejar por fuera de sus estimaciones el papel que juega el azar, que no es otra cosa que el resultado de interacciones virtualmente infinitas entre un número incontable de actores y factores. El azar hace de las suyas cuando entramos en el reino de los grandes números, cuando los factores en juego y las interacciones que éstos desarrollan entre sí se multiplican hasta el punto de sustraerse a nuestras posibilidades de cálculo y planificación.

En ese plano, los mejores líderes políticos comprenden que su tarea no consiste única ni principalmente en trazar planes que los demás van a ejecutar; consiste, primordialmente, en despertar la ilusión, la voluntad y la determinación de cooperar en millones de personas, hasta que cada uno de ellos se convierte en motor del cambio deseado. Los grandes líderes no cambian solos el mundo: animan a los demás a hacerlo juntos. Cuando ese estado de ánimo logra predominar en una sociedad, el azar y las leyes de los grandes números comienzan a jugar a favor. A posteriori, será frecuente que estas intervenciones del azar sean juzgadas como milagrosas, y no sin razón.

Veamos por ejemplo los resultados obtenidos por las fuerzas democráticas durante el ciclo electoral 2023-2024 en Venezuela, imposibles de prever según todo tipo de análisis preliminares. Nos recuerdan las siguientes afirmaciones, emitidas por una pensadora como Hannah Arendt que no se caracterizaba por sus inclinaciones religiosas:

Si el sentido de la política es la libertad, es en este espacio –y no en ningún otro– donde tenemos el derecho a esperar milagros. No porque creamos en ellos sino porque los hombres, en la medida en que pueden actuar, son capaces de llevar a cabo lo improbable e imprevisible y de llevarlo a cabo continuamente, lo sepan o no

En virtud de las consideraciones aquí planteadas, hay dos grandes macro-escenarios a los que haremos referencia en esta sección final del presente artículo. Si los llamamos “antiescenarios” es porque no pretendemos que sean tomados demasiado en serio; nuestra intención es romper con la lógica del espectador y sacudirlo un poco para que piense como actor. Están elaborados en función de una única variable: el nivel de determinación que tenemos los venezolanos de vivir libres en nuestro propio país. A efectos prácticos, consideremos esta variable como la combinación de los tres elementos señalados en páginas anteriores (ilusión, voluntad y cooperación).

“Pasar la página”

La consumación de este (anti)escenario significaría que ha prevalecido entre los venezolanos la interpretación que ciertos analistas y actores políticos vuelven a tratar de implantar en nuestra sociedad. Digo “vuelven” porque —oh, sorpresa— suelen ser los mismos que durante los dos años anteriores hicieron sus mejores esfuerzos para convencernos de que era imposible que pasara lo que finalmente pasó. De acuerdo con esta interpretación, lo que haya podido suceder el pasado 28 de julio no importa demasiado porque, a fin de cuentas, la realidad es que alguien sigue mandando en Miraflores y no aceptar ese hecho vendría a ser algo así como un síntoma de insania mental. 

Es necesario trabajar por la concordia nacional y eludir a los radicales extremistas de ambos lados, dado que, según las encuestas que siempre nos recomiendan, nadie en Venezuela quiere que los violadores de derechos humanos sean sancionados por gobiernos extranjeros. Tampoco resulta demasiado conveniente que prosiga la investigación que conduce la Corte Penal Internacional, porque no ayuda a facilitar el diálogo y el entendimiento entre las partes en conflicto. Si no queremos más presos políticos, mejor será que dejemos de reclamar la presentación de resultados al CNE y de decir que este régimen no es democrático.

La economía debe crecer, y para eso es necesario que las compañías extranjeras puedan comerciar libremente con el régimen venezolano. De lo contrario, podrían proliferar acciones como la que el Departamento de Justicia de los Estados Unidos acaba de imponerle a Telefónica: una multa de 85,26 millones de dólares por pago de sobornos a funcionarios venezolanos. Esta dinámica podría ocasionar que compañías como Telefónica —que en un informe de transparencia de 2021 reveló haber intervenido durante ese año casi millón y medio de líneas telefónicas en Venezuela, a solicitud de funcionarios locales— se piensen dos veces la posibilidad de seguir operando en nuestro país.

Es necesario que pasemos la página y nos concentremos en las próximas elecciones regionales y legislativas. El hecho de que la victoria de Edmundo González Urrutia haya sido comprobada al reunir y publicar más del 80% de las actas, pero que no sea reconocida por el régimen de Maduro, es irrelevante, porque lo que verdaderamente importa es seguir cuidando los espacios de participación y algunos cargos públicos. Hay que darle un chance a la política y a unos políticos sin seguidores, porque de lo contrario se acabó lo que se daba. Poco importa si al final nadie vota por ellos, porque tampoco habrá otra alternativa a Maduro y compañía. Si la emigración se dispara, será por culpa de Trump, las sanciones y la antipolítica de los radicales que se empeñan en ir presos.

En definitiva, no hay nada peor que seguir desilusionándonos, de modo que lo más sano es actuar con madurez y dejar de hacerse ilusiones. Lasciate ogni speranza, voi ch’entrate (“Abandonad toda esperanza, vosotros los que aquí entráis”) es la inscripción que leen los condenados al llegar al Infierno según el canto tercero de la Comedia de Dante.

«Cambio inminente»

En este (anti)escenario alternativo, se impone la posición de quienes consideran que no es posible pasar la página. El 28 de julio constituye un hito, un hecho irreversible e imborrable que nos obliga en ley y en conciencia. La usurpación prolongada de la presidencia de la República no revierte ni anula ese hecho consumado. Tras ser ganadas por la oposición democrática, y aunque no fueron libres, justas ni competitivas (o quizás por eso con mayor razón), las elecciones consagraron un mandato popular y soberano que exige materializar un cambio de gobierno en Venezuela. Ese cambio no es un capricho, ni una posibilidad más entre muchas otras; es una necesidad imperiosa para todo venezolano que desee vivir en paz y prosperar en su propio país.

Las dificultades que un grupo minoritario y violento opone todavía a la materialización de ese mandato son evidentes y no necesitan explicación. Bastante bien las conoce el común de los venezolanos, tanto dentro como fuera de Venezuela. Sin embargo, la enorme mayoría de nuestros ciudadanos, más allá de sus diferencias naturales, está clara en la necesidad de un cambio que con acierto entienden como vital y necesario. Y la existencia irreversible del mandato derivado de dichas elecciones resetea la problemática política del país hasta reducirla a una sola cuestión: el acatamiento e implementación, o no, del mandato soberano del 28 de julio.

La gente sabe que el país no podrá mejorar si quienes lo han llevado a la ruina siguen controlando los órganos del Estado. Apenas podrán aspirar en ese caso, como mucho, a seguir repartiéndose la miseria para sobrevivir en condiciones similares a las actuales. Los días perdidos fuera de la escuela difícilmente se podrán recuperar. El hambre sufrida no se mitigará después. Las consecuencias de la desnutrición acumulada durante la niñez no se resolverán en la adultez, en el caso de que ésta llegue. El enfermo que fallece por falta de atención no revivirá. La mayoría de los emigrantes no volverán. Muchas familias se distanciarán para siempre. El tiempo perdido no volverá.

Enfrentados ante esta realidad inminente, el 90% de los venezolanos que demandan un cambio urgente para el país entienden que una oportunidad como la actual no volverá a repetirse en varios años, o quizás en décadas. Atendiendo los llamados y directrices del liderazgo político que hizo posible la victoria del 28 de julio, cobran conciencia del poder que pueden desplegar si son capaces de actuar de manera concertada. Saben que no son un pueblo dividido; son más bien un pueblo oprimido que clama por su libertad. Sólo quienes se entienden con el régimen parecen no estar urgidos por un cambio, ni indignados por el robo del resultado electoral; sin embargo, muchos de ellos parecen dispuestos a brincar la talanquera si el barco en el que andan se termina de ir a pique.

En virtud de lo anterior, una serie de hechos sorprendentes —aunque no necesariamente inesperados— comienzan a ocurrir. Al igual que durante las pasadas elecciones, se revela que mucha gente no quería lo que hoy tenemos. Los venezolanos se movilizan de modo extraordinario, determinados como están a hacer valer los resultados del 28-J. Las democracias del mundo ofrecen su respaldo. Y así, contra todo pronóstico, los venezolanos volvemos a hacer posible lo imposible.

Este contenido fue publicado originalmente en la revista digital Democratización No.23 del Instituto de Estudios Sociales y Políticos FORMA y fue cedido para su publicación gracias a la alianza con La Gran Aldea.

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La opinión emitida en este espacio refleja únicamente la de su autor y no compromete la línea editorial de La Gran Aldea.
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