«Abre esas piernas”, le dijeron a Saúl con agresividad. Lo que siguió fue una reiterada tanda de patadas en sus genitales que lo hicieron retorcerse.
Era el precio que tenía que pagar porque, a juicio de los funcionarios, él era un manifestante, aunque eso no era cierto. Ni siquiera se le pasó por la cabeza protestar por los sucesos del 28 de julio.
Lo único que lo hace “culpable” es haber estado en la calle equivocada, a escasos kilómetros de una manifestación. Iba a casa de su abuela, y cuando vio las motos de la policía, supo que debía correr. Pero no sirvió de mucho, porque lo cercaron, y entre varios lo agarraron y lo golpearon sin parar. Eran las 5:00 de la tarde.
Virginia – su madre- se enteró de lo ocurrido tres horas después, por boca de su exnovia, quien recibió la alarma de una funcionaria que conocía a Saúl y estuvo involucrada en la detención.
Saúl es entrenador especializado en MMA o Artes Marciales Mixtas, pero no pudo defenderse, solo pudo cubrirse. Tampoco pudo seguir entrenando para su competencia dentro de dos semanas. “Lo ascenderían a segundo Dan”.
Virginia habla desde Tocuyito, donde vive ahora. Lleva en esa localidad carabobeña cuatro meses. Antes, ella y Saúl vivían en Lara.
Fue con el tiempo que Virginia descubrió la paliza que recibió su hijo. “Fue principalmente en la cara”. Ella no lo vio, pero comenzó a pensarlo porque durante la primera audiencia judicial lo sacaron con una capucha. “Le preguntaba por qué se lo llevaban así y me decían que para protegerlo, pero era mentira. Otro funcionario me dijo que lo hacían para que no se vieran los golpes”.
Virginia dice que en el penal no ha habido violencia física, pero Adriana Ortega le refuta. A su hijo Luis Fernando, de 18 años, no solo lo golpearon: se aprovecharon de su condición de salud y barrieron el piso con él. “No es una exageración”, dice esta madre con uniforme médico, sentada en una acera al frente del penal.
Luis Fernando tiene una malformación arteriovenosa cerebral. A los 9 años le hicieron una craneotomía que suavizó los efectos comunes a la condición, como epilepsias y dolores de cabeza, pero siempre debe tener cuidado porque, además, sufre de leucopenia.
A diferencia de otros jóvenes o adultos recluidos por cuestiones políticas, Luis alzó la voz para pedir que le respetaran sus derechos, y no era ni siquiera una comida digna: era meramente acceso a los servicios de salud del centro de reclusión.
“Él tenía una amigdalitis muy severa, llevaba días así. Le dolía tragar y estaba prendido en fiebre”, cuenta Adriana, muy serena pero con claridad.
Luis Fernando gritaba que lo dejaran ir al médico, que le dolía la garganta y se sentía muy mal, pero dentro del Penal de Tocuyito, o al menos en el pabellón en donde están los presos políticos, tomar pastillas o ser revisado por médicos es casi un lujo. De ahí que muchos presos comunes sufran de tuberculosis, incluso difteria.
Los custodios abrieron la puerta y se lo llevaron agarrado sin que él se pudiera sostener, y le dieron la opción de ir a dos cuartos, para luego meterlo en la celda de castigo. Ahí empezó el maltrato, uno más de todos los que había recibido.
La primera paliza se la dio la Policía Municipal de Valencia, que lo fue a buscar a su trabajo en San Blas. Según este cuerpo policial, Luis Fernando era uno de los responsables de haber quemado un módulo policial ubicado al final de la avenida Lara.
“Eso es imposible”, dice con firmeza su madre, porque las cámaras de seguridad de su trabajo evidencian que no estuvo en el lugar. Pero la Fiscalía rechazó esa prueba, como lo hizo con las de muchos otros a quienes capturaron días después de la elección en sitios distantes de los hechos.
En las grabaciones también consta que Luis Fernando no se dio a la fuga por la parte trasera del local ni que corrió 100 metros. “Primero, el local no tiene parte trasera, y segundo, él no huyó porque no sabía qué era lo que pasaba”.
La única situación meramente incriminatoria es una foto en la calle, en donde salen manifestantes y, en el fondo, él está observando. “Esa foto la pasaron las chavistas de la comunidad y así lo culparon de todo, pero no hay más”.
La golpiza que recibió dentro del penal lo dejó privado de dolor por 15 minutos en el suelo de aquella celda de castigo.
Adriana le manda en cada visita sus pastillas para aliviar sus malestares, pero ella duda que esté recibiendo el tratamiento en los tiempos adecuados. “Me han informado que le han dado ataques severos de epilepsia, y cuando eso pasa, lo dejan ahí”.
El caso de Luis Fernando ha sonado con fuerza en el exterior del penal de Tocuyito, al igual que el del preso que sufrió un ACV.
Aun así, la golpiza que Luis Fernando recibió evidencia la violencia física en las celdas. “Le dieron patadas hasta decir basta, y aunque él les decía que tuvieran cuidado por su problema, ellos se ensañaron más. Lo tiraron nuevamente al suelo y le clavaron la rodilla en el lado en donde lo operaron con tanta fuerza que quedó paralizado del dolor”.
Antes se había salvado con la misma frase: “Tengo un problema en la cabeza”. Adriana denuncia que, en medio de la noche, los custodios entran a las celdas y golpean a los presos para luego irse.
La segunda vez no lo golpearon, pero lo llevaron al otro cuarto y ahí, con esposas y tirro en la boca, lo colgaron a unas rejas ubicadas en el techo. Podía tocar el suelo, pero con dificultad. Su pecado: haber pedido agua. Y esta forma con más vehemencia, porque entre las celdas se organizaron para protestar, golpear barrotes y gritar: “Tenemos sed”.
“No solo les negaban el agua, sino que cuando se las daban, estaba sucia y con mal sabor. No necesitas mucho para saber que el agua está sucia”.
Si a esto se le suma la comida en mal estado —algunas con gusanos, otras con carne con mal olor y apariencia de pellejo—, se obtiene un caldo de cultivo para enfermedades intestinales. Por eso las madres de Tocuyito denunciaron a La Gran Aldea que sus hijos difícilmente llegan a los 50 kilos y que están más cerca de los 39.
Eso da pie a un sinfín de patologías. La mayoría de estos presos sufren diarreas crónicas y otros, como Osgual González, de 43 años, llevaba semanas con una grave hepatitis que cobró su vida el 16 de diciembre. Es el segundo muerto en el penal y el tercero en apenas un mes.
Aunque no hay un informe médico presentado por las autoridades penitenciarias desde hace unos 10 días, los familiares denunciaban que Osgual tenía un dolor severo en su zona abdominal que no le permitía respirar. Además, su piel era amarillenta. Aun así, desde Tocuyito dijeron que era un cólico nefrítico.
Para las madres, esta muerte es demasiado. No habían pasado ni tres días del fallecimiento de Jesús Rafael Álvarez cuando esta realidad volvió a golpearlos.
Por eso estas mujeres gritaban como fieras: “¡Asesinos!”, “¡No queremos más muertos!”, “¡Libertad, libertad!”, “¡Sáquenlos de esa mierda, ellos tienen familia, no son perros y nos duele!”.
Hay también tortura psicológica a los parientes, a veces no solo por saña, sino por torpeza. Eso es lo que pensó Luz cuando el 15 de diciembre recibió una llamada del penal para decirle que su hijo, Jesús, se había suicidado.
Luz casi se desmaya. Tuvieron que buscar agua con azúcar en una licorería cercana para socorrerla. “No, no, mi hijo no. Mi hijo estaba bien y ahora me dicen solo eso”.
El mensaje ni siquiera fue claro. Por eso, en la llamada, ella les pedía repetir el nombre, porque no parecía coincidir con el de su hijo.
Así estuvo Luz unos 45 minutos. Llamó a otra madre que estaba en la morgue de Valencia para que averiguara los datos, y luego, los rumores de que se trataba de su hijo hicieron que la mujer casi se desplomara por un ataque de nervios.
Luego, la verdad salió a flote. “Nos equivocamos. El que se suicidó fue Jesús Rafael Álvarez, el señor de hace tres días. Su hijo está bien”.
Los funcionarios del penal de Tocuyito se habían confundido. Al llamarse los dos Jesús, llamaron al número telefónico equivocado.
Algunos no les creen. “Eso es una forma de amedrentarnos. Lo hacen para derrumbarnos”, grita Luz para luego caer agotada en una silla.
En el penal de Tocuyito, en la actualidad hay 400 presos políticos, según familiares. Estos conforman los más de 1900 arrestados después de la elección. En las últimas semanas fueron excarcelados 36 de ellos, la mayoría menores de edad y personas con algún tipo de discapacidad. Los rumores de liberaciones siguen flotando en el aire, pero en este penal dos ya lograron salir, pero solo gracias a la muerte que se paseó por sus celdas y se los llevó. Ahora, como dice un pastor evangélico en plena calle: “Ellos están en la gracia de Dios, pero los demás siguen sufriendo un calvario”.
*Algunos nombres dentro de esta historia fueron cambiados para evitar represalias