No parece haber país del mundo cuyos gobiernos y liderazgos no se estén preguntando qué les traerá el gobierno de Donald Trump. La mayoría con buenas dosis de preocupación e incertidumbre.
Las referencias para anticipar la política exterior de Estados Unidos a partir del 20 de enero de 2025 están dispersas entre lo que se conoce del primer mandato de Trump y lo anunciado por él, antes y durante la campaña electoral, sobre giros en temas internacionales de especial interés doméstico. Se suma lo que muy desigualmente han dejado conocer sucesivas propuestas: el Proyecto2025, The America First Agenda, la Plataforma Republicana 2024 Make America Great Again o los mensajes temáticos del candidato en la Agenda 47.
Lo cierto es que se perfila una presidencia fuerte, a ser ejercida con amplio margen de decisión y maniobra interior y exterior, y con declarada disposición a impulsar cambios fundamentales sobre temas y relaciones. Para ello cuenta con la mayoría republicana en las dos cámaras del Congreso y una Corte Suprema de mayoría conservadora, 6 a 3.
Sobre la agenda internacional, se asoman mensajes más y menos extremos de reducción de acuerdos y participación en crisis internacionales, pero también sobre la necesidad de proyectar poder globalmente, de modo expreso en los ámbitos militar, manufacturero y energético. Esas dos dimensiones se encuentran en un par de los enunciados comunes a proyectos y discursos de campaña: por una parte, la concentración de atención y recursos en “cerrar la frontera y parar la invasión de migrantes”, por la otra, “prevenir una tercera guerra mundial, restaurar la paz en Europa y el Medio Oriente”.
Sobre cuánto de lo uno y lo otro habrá para Latinoamérica y el Caribe, hay tanta incertidumbre como interés desde toda la región.
Anticiparlo es especialmente importante para México y la ruta centroamericana de la migración, pero también para Venezuela. Aquí están presentes y desde aquí se proyectan no solo grandes flujos migratorios, tráficos ilícitos, crimen transnacionalizado y corrupción, sino también vínculos y acuerdos amenazantes de la seguridad hemisférica. Pero el gran desencadenante es la naturaleza declaradamente despótica de un régimen empeñado en sofocar la exigencia nacional de cambio, expresada electoralmente por los venezolanos.
La gran pregunta sobre la política que desarrollará el gobierno de Trump hacia Venezuela es si se concentrará en lo que considera que afecta en lo inmediato a la seguridad de Estados Unidos –el primer conjunto de asuntos– privilegiando soluciones prácticas negociadas, o si la atención a esos temas irá acompañada por el ejercicio de presión para el retorno de la democracia.
No hay muchas pistas para inclinarse por una u otra opción. Sobre la primera, está lo dicho más de una vez por el propio Trump sobre las dimensiones del flujo migratorio venezolano, su criminalización y las medidas que se propone activar al asumir la presidencia.
Sobre la segunda, está lo expresado por el candidato en una entrevista, cuando se refirió a Maduro como un dictador. A la vez, hay que considerar – pese al distanciamiento público de Trump de ese plan– el Proyecto 2025, muy explícito sobre Venezuela. Allí, al incluir al régimen venezolano al lado de los de Irán Rusia, China y Corea del Norte como casos en los que la nueva administración “debe enfocar atención y energía”, se propuso “unir al hemisferio ante esta amenaza significativa pero subestimada”.
Es de esperar que la atención a la agenda internacional, como en la primera presidencia de Trump, vaya más allá de los enunciados y silencios de la campaña electoral. El rápido anuncio de nominados a los cargos más importantes en ese ámbito así lo confirma, provocando incluso tempranos desacuerdos en los más radicales defensores de “America First” y partidarios del desmontaje del deep state.
En cuanto a Venezuela, no han faltado argumentos y ejemplos para asomar la disposición a transar que cabría esperar de Donald Trump, tampoco faltan razones para considerar que pueda ejercer fuerte presión. A medida que pasan los días, ambas parecen probables, sin ser excluyentes ni contradictorias pero, en todo caso, muy dependientes del arbitrio del presidente. Así lo refleja la escogencia de su equipo de seguridad nacional y política exterior, en el que ha privilegiado la lealtad personal, en general, por encima de la experiencia o vínculos institucionales en sus áreas.
Pero en esto último hay tres significativas excepciones, por su trayectoria y experiencia: Marco Rubio, propuesto para el Departamento de Estado; Carlos Trujillo, como subsecretario de Estado para el Hemisferio Occidental, y Mike Waltz como Asesor de Seguridad Nacional.
Se trata de tres nominados cuyas posiciones y propuestas han acompañado la aspiración democrática de los venezolanos, conocen y han manifestado preocupación por los vínculos extracontinentales del régimen encabezado por Maduro, han rechazado el forjamiento del resultado electoral y han promovido y apoyado medidas de presión ante abusos de poder y a favor de la recuperación de la democracia.
El gobierno de Maduro tiene razones para preocuparse, incluso en la dimensión transaccional que pueda tener la relación con el gobierno de Trump sobre algunos temas, comenzando por el migratorio. El valor estratégico del petróleo venezolano tendería a disminuir en una agenda en la que se perfilan el final de la guerra en Ucrania y una estrategia de autonomía energética de EEUU, alentada con la flexibilización o abandono de regulaciones fiscales y ambientales que favorecen al sector petrolero estadounidense.
De producirse la juramentación de Maduro el 10 de enero, es más que probable no solo el sostenimiento de sanciones -personales y sectoriales–, sino también la disposición a ampliar la presión que ya haya incrementado el gobierno de Biden antes de la juramentación de Trump, el 20 de enero.
La transición democrática de Venezuela está en la agenda del equipo de política exterior de Trump, de un conjunto importante de congresistas republicanos y demócratas y de asesores cercanos al Presidente. Como lo asoman las ya comentadas nominaciones en el ámbito de política exterior y seguridad, no parece probable que la atención a Venezuela se reduzca al tema migratorio. La situación política y de los derechos humanos y los vínculos del gobierno con regímenes que encabezan la lista de amenazas a la seguridad y la economía de Estados Unidos están a la vista.
Ahora bien, Trump se ha propuesto terminar las guerras en Ucrania y el Medio Oriente y, cuando mucho, en ese ejercicio, como lo han asomado varios analistas, podría también buscar el debilitamiento de apoyos importantes para el régimen venezolano. Pero eso dista de anunciar, ni mucho menos iniciar, una intervención directa, de fuerza en Venezuela.
En suma, en medio de tanta incertidumbre, el gobierno tiene motivos de sobra para temer, antes y después del 20 de enero, que aumenten la presión y el aislamiento, lo que podría reducir aún más su margen de maniobra, sin impedir el escrutinio internacional sobre sus abusos de poder.
La oposición democrática puede verse favorecida por el sostenimiento de la atención al reclamo de respeto a los derechos políticos de los venezolanos, en el que la presión de Estados Unidos contribuya a perfilar negociaciones de transición con garantías. Pero para que prevalezca lo favorable, el trabajo nacional es y seguirá siendo crucial y muy exigente, para mantener internamente la resistencia democrática, organizada, respetuosa de su bien ganado liderazgo, prudente pero estratégicamente movilizada, generadora de presión y confianza, dentro y fuera de Venezuela, así como cuidadosa en mantener y sumar apoyos democráticos internacionales.