Japón, finales del siglo XVIII. La cultura que hoy se sigue identificando como distintivamente nipona vive una era de esplendor. Es la época dorada del teatro kabuki. Artistas como Hokusai y Utamaro producen lo mejor del arte del grabado ukiyo-e. Issa lleva la tradición poética del haiku a nuevas cúspides. Los shogunes Tokugawa, dictadores militares que llevan casi 200 años gobernando el archipiélago, tienen razones para estar orgullosos de semejante florecimiento de lo patrio, en medio de una política de aislamiento total de su nación. Está terminantemente prohibido que los japoneses dejen el país, y ningún extranjero puede ingresar. Así, los shogunes esperaban evitar la penetración de influencias occidentales que consideraban perjudiciales. Los castigos para infractores eran severos: japonés que dejara el país y regresara, recibiría pena de muerte.
Parece, entonces, que esta política era tomada muy, muy en serio y que las convicciones de sus impulsores eran firmes e inflexibles. Y sin embargo… En el puerto de Nagasaki, ese mismo que se volvería tristemente célebre tiempo después por otras razones, había una diminuta isla artificial donde ondeaba un pabellón azul, blanco y naranja. Era la bandera de la República de los Siete Países Bajos Unidos. Resulta que el aislacionismo japonés tenía una pequeña pero notable excepción: los mercaderes holandeses podían comerciar con Japón, siempre y cuando sus movimientos se restringieran a la referida isla. De esa forma, las innovaciones científicas, médicas y técnicas europeas podían entrar de forma dosificada al reino ermitaño.
¿Cuál es la moraleja de esta fábula de la vida real? Pues que para los Estados es muy difícil asumir un aislacionismo total como política. Si eso era así hace 250 años, imaginen ahora, con un planeta muchísimo más globalizado y de economías integradas. Da para pensar mucho en una Venezuela que alguna vez fue ejemplo de relativa gran conectividad con el resto del globo (aquellos aviones Concorde en Maiquetía en la década de 1970) pero que en el último quinquenio ha marchado en dirección opuesta, a veces más rápido y a veces más lento. Me parece desacertada, no obstante, la afirmación de que “Venezuela está aislada del resto del mundo”. No es así. Que yo sepa, ningún país africano que tiene embajada en Caracas ha cerrado su recinto diplomático. Hay vuelos hacia Turquía. Existen relaciones comerciales de peso con la India. Es ante las democracias occidentales, y solo ante ellas, que hay un aislamiento. Lo que pasa es que para el ciudadano común, dicho aislamiento parcial se siente total porque es justamente con esos países latinoamericanos, norteamericanos y europeos con los que le interesa que haya vínculos, por ser los que tienen mayor afinidad cultural con Venezuela.
En esta columna ya se ha discutido extensamente las razones detrás del aislamiento parcial. En resumen, para quien no lo haya leído antes, consiste en una forma de la élite gobernante venezolana para zafarse la presión que ejercen las democracias occidentales para que en Venezuela haya reformas democratizadoras. Entre más evidente sea la falta de democracia aquí, más difícil es para aquellos Estados mirar para otro lado y, por lo tanto, igualmente habrá una mayor tendencia desde Miraflores, la Casa Amarilla y el Capitolio a poner en entredicho relaciones bilaterales.
Vemos así cómo las secuelas de la elección presidencial del 28 de julio están propiciando un enfriamiento de vínculos con los gobiernos de Gustavo Petro en Colombia y Luiz Inácio “Lula” da Silva en Brasil, que eran amistosos con la élite gobernante venezolana pero que están al frente de Estados democráticos, lo que los ha movido hacia una posición crítica. La respuesta en Caracas ha sido de rechazo furioso a tales cuestionamientos. En algunos casos, la cosa es hasta orwelliana: hace tan solo tres meses, a Celso Amorim, asesor de Lula en política exterior, lo trataban de “amigo”; ahora lo señalan de estar al servicio del gobierno de Estados Unidos, con fines perversos para los intereses de Venezuela.
A nadie debería sorprender que, si llega el 10 de enero y Bogotá y Brasilia insisten en que no reconocerán el resultado anunciado por el Consejo Nacional Electoral sin las tan mentadas actas, el gobierno venezolano rompa relaciones con los dos vecinos, como ya hizo con otros Estados latinoamericanos. Ello supondría un aislamiento incluso más grande que el de 2019, porque ahora no es la derecha la que gobierna esos países, sino figuras ampliamente respetadas por la izquierda internacional que tradicionalmente ha sido la defensora del chavismo. Un chavismo que luce dispuesto a pagar el costo que sea, en términos de aislamiento con respecto a las democracias occidentales, con tal de preservar el statu quo.
Una vez más, la especificidad es clave. El sacrificio sería el de las relaciones con las democracias occidentales. Por eso es tan importante para la elite gobernante venezolana reforzar sus vínculos con otros Estados. Para no caer en un aislamiento total que sería inviable. Eso me lleva, por fin, al título del presente artículo. Nicolás Maduro y otros capitostes viajaron a Rusia para participar en la cumbre del grupo de los Brics. El aparato de propaganda oficialista hizo no poca alharaca al respecto. Las imágenes del Presidente interactuando con sus pares de Rusia, China, etc. servían precisamente para desmentir la soledad del chavismo en el concierto de gobiernos. El ingreso al grupo iba a ser la gran demostración. Pero no ocurrió, debido al veto de Brasil. Un veto por cuyo levantamiento Moscú y Pekín, en tanto miembros más poderosos del grupo, pudieron haber presionado hasta lograrlo. Que no lo hayan hecho revela que el ingreso de Venezuela no es una prioridad, quizá por la debacle económica de nuestro país. No figurar siquiera en la lista de nuevos países asociados al grupo (los que no son miembros plenos) sin duda constituye un fracaso para la propaganda oficialista.
Pero eso no significa que los asistentes venezolanos a la cumbre hayan regresado con las manos vacías. Yo pienso que el motivo más importante de la visita ni siquiera era el más publicitado, sino algo más sutil y al mismo tiempo decisivo. A saber, obtener garantías de que las potencias autoritarias los seguirán apoyando, pase lo que pase el 10 de enero. Ese apoyo ha sido de gran importancia para contrarrestar la presión de las democracias sobre Miraflores, incluyendo la evasión de las sanciones de Estados Unidos a Pdvsa. A juzgar por el trato bastante amistoso observado en Vladimir Putin y Xi Jinping hacia Maduro, diría que el objetivo fue logrado. Rusia sigue con su guerra en Ucrania. China quiere apoderarse de Taiwán. No parece que vaya a haber por lo pronto una gran mejora en las relaciones entre estas dos potencias con Occidente. Por ello, a las primeras les interesará mantener a la mayor cantidad posible de Estados cerca de sus respectivas órbitas.
Mientras, Maduro y Delcy Rodríguez aprovecharon el periplo hacia las antípodas para hacer otras escalas: la India, Vietnam y Argelia. La idea es contrarrestar todo lo posible el debilitamiento o pérdida de relaciones con las democracias, para lo cual hay regímenes no democráticos (o, en el caso indio, democráticos pero indiferentes a la situación venezolana). El ciudadano venezolano que adversa al chavismo puede encontrar tentador señalar la exclusión de los Brics como muestra de un gobierno que se debilita de forma inexorable, rumbo a su final. Pero ello sería olvidar la capacidad de la élite gobernante para prevalecer en medio de circunstancias adversas. Una habilidad que sin duda no es infinita, pero ahí está.