2016, Washington DC. En los 16 años que transcurren desde la disputada elección entre Al Gore y George W. Bush, no hay mayores polémicas que marquen la historia electoral de los Estados Unidos. Cuando cae la noche del martes 8 de noviembre de 2016, la incertidumbre sobre los resultados hace que los recuerdos y analogías con el pasado comiencen a escucharse en la cobertura mediática sobre el proceso. Sin duda, la contienda entre Hillary Clinton, que aspiraba a convertirse en la primera mujer presidente de Estados Unidos, siguiendo la idea del partido demócrata que venía de dos períodos con un presidente afroamericano, y el magnate Donald Trump, que cuestionaba la corrección política a la vez que gritaba una consigna: Make America Great Again!
La administración de Obama comenzó con un panorama poco alentador, pese a que se trataba de la primera persona afroamericana en asumir el cargo, lo cual representaba un importante logro no solo para la comunidad negra, sino también para un país que hacía menos de 50 años tenía escuelas y baños exclusivos para blancos. Ese panorama estuvo signado por la crisis financiera de los años 2007 y 2008, solo comparable solo con la de los años 30, que fue controlada con algunas disposiciones promovidas desde el Ejecutivo. Por otro lado, el avance de las reivindicaciones progresistas, no solo dentro de la lucha contra el racismo sino también contra la homofobia y la transfobia, generó reacciones negativas, en especial en un país donde el conservadurismo tiene un peso histórico grande.
La propuesta de Hillary Clinton era la continuación de esta agenda, que con el desgaste que conlleva estar en el gobierno durante dos períodos significaba una carga política considerable para los demócratas. Estos parecían perder popularidad en algunos estados, sobre todo en los rurales, dado que el accionar de Obama había conseguido apoyo en las zonas urbanas (las costas) donde se concentra la mayor cantidad de población de todo el territorio. Esas áreas justamente fueron el foco de la campaña de Clinton, mientras que Trump decidió apostar al centro y a los llamados swing states. Por otro lado, la reanudación de las relaciones diplomáticas con Cuba, por el gobierno de Obama, también generó rechazo hacia el partido demócrata entre los cubanos nacionalizados de Florida.
Esa realidad quedó al descubierto cuando se conoció el resultado electoral: mientras Clinton capitalizaba el voto popular en las costas, Trump triunfaba con el voto electoral de los estados rurales del centro, en el sur y en la región de los grandes lagos. El discurso sobre las minorías y los excluidos calaba solo en la ciudad. Los pueblos, alejados del urbanismo, dejaron atrás su apatía por el voto y fueron hacia las urnas electorales para darle la oportunidad a un outsider, que gritaba lo que ellos sentían desde hacía años pero que no decían por temor a ser considerados políticamente incorrectos: que Estados Unidos iba primero que el mundo, y que eran la prioridad del gobierno frente a las crisis de Medio Oriente y a los fenómenos migratorios. Con eso, Trump revivió los demonios históricos.
En 2018, en una entrevista para la BBC, Steven Levitsky, politólogo y profesor de la Universidad de Harvard, afirmó que el ascenso de Trump asentó la polarización política y eso puso en peligro a la democracia estadounidense: “El problema es la polarización que dio luz a la presidencia de Trump, cuyo efecto es que el 40% de la población esté dispuesto a aceptar ataques contra los medios, mentiras, comportamientos completamente antidemocráticos. Eso tiene causas más profundas que Trump. La democracia no está a punto de morir, pero hay señales preocupantes que si no empezamos a tomarlas en serio pueden terminar muy mal”. Por ejemplo, en su libro How Democracies Die, escrito con Daniel Ziblatt, se refiere al impacto negativo del trumpismodentro del Grand Old Party.
El partido de Abraham Lincoln atraviesa dos obstáculos: una crisis de liderazgo que comparte con los demócratas y el acecho de los seguidores de Donald Trump que han polarizado a los militantes. La mayor prueba de esto fueron las elecciones de medio término en 2022, cuando los demócratas pudieron hacerse con el Senado frente a las duras críticas y el desesperanzador panorama económico del gobierno de Biden. El trumpismo ha dividido a los republicanos, que de por sí no son un partido mayoritario en la población, pues en todos los casos revisados el GOP no ha contado con suficiente apoyo popular y por eso le ha beneficiado la existencia del colegio electoral. Sin embargo, el ascenso de Trump pareciera estar cambiando eso. Veamos entonces qué pasa en este 2024.