En la aldea
26 diciembre 2024

La obsolescencia de las categorías «izquierda» y «derecha» como calificativos ideológicos

«Es nuestro deber conseguir el balance entre los ejes, economía vs. política, e impedir que se imponga uno sobre el otro»

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En este artículo pretendo analizar las categorías «izquierda» y «derecha» como calificativos ideológicos. Sostengo que tales categorías resultan no solo insuficientes para fungir como dichos calificadores, sino que, además, han adquirido una cierta obsolescencia que obliga a centrarse más en la búsqueda de la supremacía de la democracia como sistema de gobierno, que más allá de esa definición procedimental, engloba el desarrollo de la persona humana.

A fin de alcanzar ese propósito, me veo obligada a preguntarme sobre el origen de esa división entre izquierdas y derechas; como también indagar quién les dio ese nombre a las dos posiciones ideológicas contrapuestas.

Por ello, voy a empezar con una breve reseña de carácter histórico. Ello me permitirá mostrar que, en sus inicios, la izquierda y la derecha señalaban a grupos que tenían posiciones contrapuestas al veto de rey Luis XVI sobre las decisiones de la asamblea.

Un poquito de historia no viene mal

Francia se encontraba en una grave crisis financiera bajo el reinado de Luis XVI y la monarquía francesa estaba al borde de la quiebra.

Los déficits gubernamentales acarrearon fuertes reformas fiscales que obligaron a la aristocracia, a pagar impuestos y aumentaron su descontento con la monarquía.

Una crisis agrícola causada por las malas cosechas a finales del siglo XVIII afectó a Francia. Las ideas de la Ilustración del siglo XVIII comenzaron a impregnar a intelectuales y revolucionarios. Los intelectuales franceses atacaron al Antiguo Régimen y exigieron una verdadera modernización del Estado. Ese proceso revolucionario se basó específicamente en las ideas de Voltaire, Montesquieu y Rousseau: libertad individual, separación de poderes, monarquía parlamentaria, propiedad privada, etc.

Luis XVI se vio obligado a convocar a los Estados Generales para pedir consejo y buscar soluciones para el futuro inmediato del reino.

En 1789, los privilegiados se negaron a pagar impuestos y obligaron al rey a escucharlos en los Estados Generales, que representaban a diversos estratos del Estado francés, la nobleza, el clero y la élite del Tercer Estado. Este organismo era el único que podía aprobar aumentos de impuestos mediante la reforma fiscal prevista por el rey. Los Estados Generales iniciaron sus actuaciones durante el mes de mayo en Versalles, la nobleza se unió al Tercer Estado (comerciantes, campesinos y artesanos) para rechazar los impuestos.

Rápidamente se notaron diferencias entre los representantes, la más importante de las cuales fue el sistema electoral. Los privilegiados querían un voto por estamento, mientras que el Tercer Estado luchaba por un voto cada uno, porque tenía más representación y supuestamente contaba con mayor apoyo popular. Debido al bloqueo del rey y a los privilegios contenidos en el acuerdo sobre el sistema electoral, los representantes del Tercer Estado, junto con parte de la nobleza y el clero, abandonaron la conferencia y se reunieron en el Pavillion du jeu de paume (Pabellón del juego de pelota) en Versalles. Allí establecieron la Asamblea Nacional, una asamblea de representantes del pueblo, para redactar una constitución basada en los principios de la Ilustración y con el apoyo del pueblo francés.

La creación de esta organización recibió un amplio apoyo en las calles de París, llegando incluso a asaltar la prisión de la Bastilla el 14 de julio de 1789 para armarse y proteger a los representantes de su presencia.

Se produjo una transición entre los Estados Generales y la Asamblea Nacional Constituyente que fue la llamada Asamblea Nacional; asamblea no de los Estados, sino «del pueblo». Esta Asamblea invitó a los grupos restantes, pero dejó claro que tenía la intención de abordar cuestiones nacionales con o sin ellos. El nuevo Congreso se alió inmediatamente con los capitalistas, fuente de crédito necesaria para financiar la deuda nacional. Del lado del pueblo, la Asamblea Nacional estableció un comité de alimentos para solucionar la escasez. 

Inicialmente, la Asamblea anunció, y en gran medida creyó, que estaba trabajando tanto en el interés del Rey Luis XVI como en el de la gente. En teoría, la autoridad real todavía prevalecía en el proceso de adopción de las nuevas leyes, que seguía requiriendo el consentimiento real.

Una forma práctica de votar

Los políticos estaban debatiendo sobre el derecho a veto del Rey en las decisiones que tomase la Asamblea y surgieron tres grupos. Uno que estaba a favor de que el monarca pudiera anular las decisiones de la Asamblea. Otro, que estaba en contra y que contemplaba la opción del veto suspendido, que impedía al Rey derogar las decisiones de la Asamblea durante una o más legislaturas. Y, por último, un grupo de indecisos.

En vez de llamarlos izquierda y derecha, los bautizaron como «llanura», «montaña» y «marisma».

Cuentan que para facilitar el recuento (pues votaban a mano alzada) las distintas tendencias se repartieron el espacio de la Asamblea. Hay quien dice que fue para agilizar el diálogo entre los partidarios de una y otra opción. El caso es que a la derecha del presidente se colocaron los que estaban a favor del veto real, a la izquierda los que estaban en contra y en el centro los moderados. Después de este reparto, los franceses de la época no bautizaron a las distintas tendencias como izquierda o derecha, sino como «la montaña» (izquierda), «la llanura» (derecha) y «la marisma» (los moderados que ocuparon el centro de la sala).

¿Qué defendía cada ideología?

A la izquierda del presidente se sentaron los partidarios de una nueva constitución. Entre ellos estaba, desde el primer día, Robespierre. Estos eran partidarios del veto nulo o suspendido, es decir, de impedir que el Rey pudiera abatir las decisiones de la Asamblea.

En el centro de la Asamblea se situaron los moderados. Estos no tenían una postura definida en torno al papel del Rey.

A la derecha del presidente se situaron los defensores del poder real. Estaban a favor de que el monarca pudiera vetar las decisiones de la Asamblea Nacional. Este grupo lo formaron absolutistas convencidos, gente de la Nobleza y el clero principalmente.

Pero, incluso después de ese día, los miembros de la Asamblea siguieron ubicándose de acuerdo con los puntos en común de su posición ideológica.

Y en poco tiempo, esta división impregnó el lenguaje político, que finalmente resultó muy práctico para los primeros redactores de las Actas de la Asamblea Nacional y de los periódicos revolucionarios iniciales.

Es importante recordar que esta dicotomía política en Francia no se limitó al debate sobre qué poder debería tener el rey, sino que también evolucionó hasta marcar ciertos hitos importantes en la historia del país.

Por ello, tras la caída de la monarquía en el siglo XIX, el debate se centró en qué tipo de república debía establecerse: una república más conservadora, con un Estado afiliado a la iglesia, como suele adjudicarse a la derecha, o una república laica, como se dice que prefiere la izquierda.

Luego, en el siglo XX, surgió una división en la economía: la derecha defendía los mercados libres y la izquierda defendía los mercados regulados.

Evolución de las categorías «izquierda» y «derecha»

Como señalamos, a finales del siglo XVIII y principios del XIX se produjeron varios cambios sociales, que contribuyeron al nacimiento de la izquierda. Los más importantes son:

  1. La Revolución Francesa y la Independencia de los Estados Unidos.
  2. La burguesía reemplazó a la aristocracia como clase dominante, favoreciendo el ocaso del feudalismo y del absolutismo, sistemas imperantes en los países europeos hasta entonces, y que a su vez fueron sustituidos por el establecimiento del capitalismo
  3. La Revolución industrial, originada en Gran Bretaña extendida de manera posterior a todo el continente europeo, significó un gran avance en la sociedad, no obstante, hubo situaciones de explotación por parte de los propietarios de las fábricas hacia sus trabajadores; empleaban a hombres, mujeres o niños, sin importar su edad o sus aptitudes, las jornadas laborales eran excesivas y los sueldos muy bajos (habría que leer los libros de Charles Dickens, donde denuncia el trabajo esclavo sufrido en esa etapa en Gran Bretaña). A esto hay que agregar que el desplazamiento masivo procedente del campo llevó a la saturación de las ciudades, provocando que muchos trabajadores vivieran en malas condiciones por causa de la falta de espacio.

Estas condiciones laborales y de penuria dieron origen en la Gran Bretaña a la solicitud de los trabajadores de conseguir mejoras en sus condiciones de trabajo, nacimiento de estructuras denominadas Trade Unions, organismos precursores de los sindicatos que promovían medidas de protesta como huelgas o colectas de firmas. También fue significativo el surgimiento del cartismo, movimiento que demandaba reformas democráticas tales como el sufragio universal o legislaciones más protectoras con la clase trabajadora. 

Estos hechos marcaron el nacimiento del movimiento obrero, que se fue expandiendo por Europa hasta la creación en 1864 de la Asociación Internacional de los Trabajadores (Primera Internacional), la cual agrupaba los crecientes movimientos obreros de todos los países. 

¿Cómo se conceptúan estas categorías en la época actual?

Aun corriendo el riesgo de parecer simplista, se pueden ver como dos formas de comprender la sociedad: un componente versus un organismo; planificación centralizada versus iniciativa privada, y, lo más controversial: igualdad frente a libertad. Al respecto hay varios trabajos muy interesantes.

La izquierda ve la sociedad como una pieza integrante de un conjunto, y, en consecuencia, se puede construir y deconstruir, tal como hacemos cuando jugamos con piezas para armar. 

Esa maleabilidad admite confeccionar proyectos sociales cuasi perfectos; poder ejecutarlos plantea, al menos, dos modos: por la vía pacífica —reformas— o por la revolución violenta. 

Por su parte, la derecha concibe la sociedad como un organismo. En consecuencia, si se arma y se desarma, se termina cercenándolo, incluso, matándolo. Esta noción limita de manera muy estrecha a las posibilidades de proyección social.

Con el uso de un lenguaje sesgado, se caracteriza a ambas categorías, no solo con un fuerte carácter maniqueo, sino que a la izquierda la califican como de pensamientos avanzados, contrapuesta a un carácter retrógrado de la derecha. O, al revés. 

Al analizar la relación entre la persona y la sociedad es obvio que se saltan a la vista dos características: una, se prima el conjunto social y con ello se somete a la persona al «todo»; o, en cambio, se consideran como primordiales a las personas y deducir que la sociedad se encuentra a su servicio. La primera posición es de «izquierda». Luego, se acepta concebir al ser humano definido por el «medio social». Conseguir una renovada humanidad alcanzaría con maniobrar convenientemente las organizaciones sociales. Para la izquierda, el valor político por excelencia es la igualdad o, muy vinculada con ella, la solidaridad.

En contraposición, para la derecha la libertad es el valor superior. La igualdad se entiende en ella como igualdad de oportunidades

La existencia del ser humano sobrepasa las estrictas categorizaciones donde nos encierran los conceptos rígidos. La vida es mucho más espléndida. Si leemos y analizamos con calma, ambas posiciones poseen rasgos que intercambian entre ellas.  

Obsolescencia de la dicotomía

Ante tantas ramificaciones que caben dentro de cada categoría, la división entre ambas ideologías termina siendo un esquema inútil en el panorama político actual.

Haciéndome eco de unas palabras de Alfonso Guerra, pregunto al hablar del «progresismo», ¿quién simboliza y personaliza los «valores progresistas» en las sociedades de esta época? ¿Es más, qué es «progresismo»? ¿Quién representa las pasiones de las políticas nacientes y en qué alcance? Sería ocioso negar que tales movimientos se ven mejor reflejados en determinados grupos sociales, pero es válido contraargumentar que, si tan que sólo algunos grupos sociales pueden convertirse en protagonistas exclusivos de la nueva situación, resulta una exageración.

Una vez más, la política debe tener prioridad sobre la economía. Aunque es una herramienta importante, es sólo una herramienta para efectuar políticas que satisfagan las necesidades de la gente. Por supuesto, la política debería dejar de calcular sistemáticamente lo que hay que decir, lo que hay que ofrecer, lo que hay que decir, lo que es políticamente correcto. Debemos poner más énfasis en la verdad que en los cálculos de los resultados electorales y los deseos de la gente. Si sólo se consideran las ventajas económicas y la eficiencia, los pacientes en unidades de cuidados intensivos inevitablemente quedarían desconectados. Vista esa baja rentabilidad, si desaparecemos al ser humano como centro de la política, la sociedad ya no es tal, sería un depósito de individuos y valores, y, de paso, desechables. 

A modo de ¿conclusión?

Parece que nosotros lo que estamos discutiendo no es el antagonismo entre derechas e izquierdas, sino conceptos más básicos: democracia y la libertad. Si aspiramos a tener un gobierno que responda a las necesidades de una ciudadanía, estamos en la obligación de conjugar muchos de los factores que aparecen en el conjunto de la izquierda o aparecen en el conjunto de la derecha. Y la propia historia nos muestra que dentro de esas categorías existen ramificaciones que se oponen y se contradicen entre sí mismas. De tal manera que seguir utilizando la dicotomía izquierda y derecha para distinguir distintas concepciones termina creando unas confusiones terribles, como la que nosotros vivimos precisamente en nuestro país.

Para enviar una señal clara de que el enfoque de las acciones políticas que queremos llevar a cabo tiene en cuenta a las personas, debemos evitar que convirtamos a nuestros proyectos de planificación política, en extraordinarias herramientas estadísticas realizadas por expertos en todos estos campos, pero olvidando a quién estaba destinado este plan. Estaríamos obviando al ser humano, que, por definición, es el portador de la dignidad.

Es nuestro deber conseguir el balance entre los ejes, economía vs. política, e impedir que se imponga uno sobre el otro. Y cuando hablo de democracia no estoy hablando de la democracia platónica en la historia de Occidente. Estoy hablando de un denominador común que todos aceptamos. En nuestra contemporaneidad, la democracia ya no se entiende únicamente en términos de «procedimientos»; su significado, desenvolvimiento y aprobación también incluyen el deseo de alcanzar fines o metas del desarrollo humano, que la convierte en «mejor» o «preferible» a otras formas de gobierno (por ejemplo, totalitarismo, autoritarismo o dictadura). Además, hablar de libertad es hablar de algo inherente a la persona. La libertad no acrecienta en nada al ser humano; es mucho más, lo define.

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La opinión emitida en este espacio refleja únicamente la de su autor y no compromete la línea editorial de La Gran Aldea.
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