Quien habla no tiene nombre. Ustedes saben que no se puede saber. Se acerca a los 50 años de edad, mujer, tiene un trabajo que mal que bien la ayuda. Se rebusca haciendo tortas, helados. Vive en una zona popular caraqueña. Mientras cuenta su pequeñísima gran historia en la casa donde está resguardada, se escuchan unos golpes en la puerta. Susto, silencio. “¿Quién es?”… El silencio se estira en segundos tan lentos que se pueden contar uno a uno. “Gente de paz”, se oye. No siempre fue así.
– Vinieron preguntando por el apellido de mi familia. Me dio mucho miedo.
El 29 de julio se hospitalizó. Era una cita prevista para una operación que debía ocurrir al día siguiente. Pero aquel martes amaneció con fiebre. Llevaba días de ajetreo sin parar. Se había reído con toda su risa la noche del domingo al salir del centro con las actas –“los chorizos”- en la mano. Se había reído con la risa de todos a su paso. Llegó a casa y no quiso saber más nada.
– Le dije a mi esposo, que pasara lo que pasara, no me despertara.
A las cuatro del día de la elección se presentó en el colegio en el que fue testigo. Junto con otras dos personas se encargaría de vigilar la votación, de presenciar el escrutinio y de obtener el acta de una de las tres mesas. Otros dos equipos harían la tarea en las dos mesas restantes. Aunque a ella le correspondía el último turno, el del cierre, el más delicado, el de la victoria tan anhelada y trabajada por meses o el de la derrota amarga y mezquina, quería estar para la apertura.
-Había setenta personas, ochenta. Nunca en años se había visto tanta gente a esa hora.
«No puedo decir la alegría de los propios militares, todos estaban contentos, disimuladamente»
La emoción casi se podía tocar. Ella y los otros compañeros del operativo para cuidar votos se presentaron a los militares del Plan República. Ya merodeaba por allí el coordinador del centro, un militante del PSUV, que hacía y deshacía. Como nunca llegaron los miembros de mesa sorteados por el CNE, él designó a su gente de los consejos comunales para los cargos de presidente, secretario…
– Una de nuestras compañeras le dijo que ella estaba preparada para ser presidente de una mesa, que la nombrara a ella. Nunca la colocó en nada.
Desde días antes habían diseñado la logística para la jornada del 28. Una chica comenzaría el primer turno hasta las 11 de la mañana, la relevaría un joven y ella lo sustituiría a las tres de la tarde. Durante las horas de la votación fueron observando y tomando nota de las irregularidades previstas. La no tan viejita a la que ayudaban a votar, la confianza con que trataban a sus supuestos votantes, la prohibición del uso de los celulares a quienes eran testigos de la oposición pero no a los que protegía el coordinador del centro. Todo dentro de la conducta tan inapropiada como esperada.
-Le dije a uno de los militares: ‘chico, ellos chatean cuanto les da la gana y yo no puedo comunicarme con mi hija’. Ni me paró.
Y dieron las seis, y las seis y cinco, y cuarto, y media. No había nadie en cola pero el centro seguía abierto.
-A las seis y quince se presentó una muchacha y cinco minutos después otra, con el pelo mojado, recién bañadita. Nadie más. Y el tipo del Plan República se negaba a cerrar el centro de votación. ‘Espero órdenes del CNE’, decía, y yo le insistía ‘si no hay gente en cola y son más de las seis, se cierra y punto’.
A las 6:40, al fin, se cerraron las puertas del centro electoral. Se comenzó el escrutinio y luego a preparar el acta, a registrar las firmas de los miembros de mesa, de los testigos. Ella firmó y comprobó su firma estampada en la pantalla.
-Sacan el acta, primero la que meten en la bolsa que se lleva el Plan República. Luego sacan las otras. Me dan la mía, de mi mesa. Me pongo a hacer las cuentas y ‘guao, hemos ganado, gracias a Dios’. En su mesa, Edmundo González obtuvo 402 votos y Maduro 197.
En las otras meses el resultado es similar. Ella verifica una y otra vez las cuentas y confirma que se ganó con holgura en todas. Una de las mesas tardó más en contarse porque había un voto demás. Encontraron un error en la suma y lo corrigieron.
-Luego procedimos al envío de las actas, pero no salían. Fuimos hacia el final del colegio, a un rincón de la sala, a la puerta, y no salía. La gente afuera empezó a dar golpes en la puerta: ‘¿qué pasa? ¿por qué no dan los resultados?’, gritaban. No podíamos abrir hasta que saliera la transmisión. Y al fin salió y me dieron el “otro chorizo”.
-No puedo decir la alegría de los propios militares, todos estaban contentos, disimuladamente.
– Cuando salimos del centro electoral, con “los chorizos” en la mano, todo el mundo estaba pegando gritos, ‘ganamos, ganamos’, era una emoción tan grande, ¿cómo me puedo sentir? Me sentía feliz, le di gracias Dios.
Llegó a su casa exhausta, de tantos días, de tanto trabajo. De emociones que no le cabían en el pecho. Le dijo a su esposo que se iba a meter en la cama a descansar. Que por nada del mundo la despertara. Al día siguiente tenía su cita para la intervención quirúrgica.
-La operación era el 30, pero la pospusieron por la fiebre. Me tumbó el estrés de tantos días, la alegría y después la depresión. Una vecina me hizo saber que habían estado preguntando por mi familia, decían el apellido.
Eran tres personas vestidas de negro. Una mujer y dos hombres. Al principio los que los vieron pensaron que eran del Cicpc, después confirmaron que eran de la PNB. Querían saber dónde estaba ella y su familia. Todos los dijeron lo mismo: ‘no sé, no sé’.
-¿Miedo?, sí, claro, porque pienso que me pueden llevar, que me van a hacer pasar un mal rato, que no se cuánto tiempo estaría sin ver a mis hijos.
-Miedo por eso, pero no por hacer lo que hice. Me siento bien por lo que hice, le doy gracias a Dios por darme esa oportunidad de trabajar en esa mesa. Por hacer eso por mi país, porque amo a mi país, quiero a Venezuela y quiero que salga de esta situación.
Esta mujer sin nombre, sin el color de sus ojos y de su voz, ni pistas de la ropa que lleva puesta, ni de su casa ni de los corotos que tiene, tampoco del barrio donde vive, donde tanta gente ha despertado y la protege con un “no sé” rotundo que se repite de puerta en puerta, lleva siete años haciendo un modesto trabajo político para la oposición, silencioso y efectivo. Sabe, cuando cuenta su pequeña gran historia, que otros dos compañeros de la jornada del 28 se fueron del barrio y uno más dejó el país. Está dispuesta a abrir la puerta de su casa a quien le toque y a exigir que le muestren la orden que no muestran para perseguir y apresar. Que no haya tun-tun
-Ahora esto está tranquilo, pero en noches pasadas se escuchaba el ruido de las motos, se sentía el miedo de la gente, que le tocaran la puerta de su casa, que se llevara a alguien, a uno, porque les daba la gana. Eso me da miedo, que te lleven porque trabajaste por tu país…como madre me da tristeza, que Dios no permita hacer pasar a mis hijos por una situación así. Me da terror.
Foro Penal registraba 1.674 presos políticos en Venezuela al 22 de agosto. Un mes antes eran 305. No se puede calificar de otra manera a quien apresan, secuestran y acusan sin ningún trámite distinto a haber participado en un proceso electoral convocado por el gobierno y disputado bajo sus condiciones, todas ventajistas, risibles y crueles, enfermizas y absurdas. Desde el 28 de julio se ha desplegado la más intensa y feroz represión. Peor que en 2014, peor que en 2017. Nunca como ahora han sabido, por la fuerza de los votos, que el país y su gente los rechaza de punta a punta.
El informe especial del Programa Venezolano de Educación Acción en Derechos Humanos -Provea se titula: “Gobierno de Maduro rompe cifras históricas de represión en Venezuela”. Provea tiene testimonios directos de testigos amenazados la propia noche del 28 de julio y registros de ataques directos contra centros electorales: en el emblemático Liceo Andrés Bello fue rodeado por 600 hombres de la caballería motorizada estimulada y financiada por el gobierno para impedir el conteo de los votos.
Los testigos son los héroes -anónimos ahora, a la fuerza- de esa jornada épica del 28J, que con sus actas en mano, con la victoria entre sus dedos, sentenciaron la derrota y la muerte política de un régimen oscuro, tenebroso y desquiciado. Testigos como esa mujer sin nombre de un barrio caraqueño, como la pareja de otro barrio del oeste cuya casa fue marcada con una X -esa práctica aborrecible con tufo fascista, que tanto endilgan a otros pero de la que son cabal expresión- pero aún así no se movieron de su vivienda, o la mujer que regreso de Perú hace un año con la idea de volver pero se quedó conquistada por la alegría que respiraba en su país como nunca antes. “De un día a otro, pasamos de la alegría al llanto, pero no tengo pensado irme”.