El CNE es el elemento menos confiable en materia de contar votos y de dar resultados cuando termine una jornada fundamental para el destino de la sociedad. Cuando existe una posibilidad cierta y ya mostrada de modificar el rumbo de la historia a través de un proceso electoral, el árbitro de la contienda no merece ni un milímetro de la confianza que deben sentir los millones de sufragantes que están dispuestos a cambiar su vida por vía pacífica. Pero la decisión de transformar los asuntos relacionados con el bien común es tan evidente que ni siquiera la parcialidad del árbitro, llevada hasta límites escandalosos que han saltado a la vista desde el día de la inscripción de los candidatos presidenciales, puede modificarla.
Es un enfrentamiento entre la voluntad enfática de las mayorías y lo que puede hacer el régimen agónico desde una oficina para evitarla. De acuerdo con las señales del ambiente, pero también partiendo de las encuestas hechas por profesionales acreditados ante los intereses en contienda y frente al público en general, ya se ha manifestado una voluntad de mudanza que ninguna fuerza, por más poderosa que sea, o que pretenda ser, tiene capacidad de detener. Ganas tiene, desde luego, pero sin ninguna alternativa plausible de convertirlas en realidad. No hacen falta sondeos profesionales para sentir lo que el ambiente comunica en todos los rincones del mapa y en el seno de todos los estratos sociales. No hay lugar de la república en el cual no hayan manifestado las multitudes su deseo y su necesidad de librarse de un régimen que las ha condenado a la opresión y a la miseria. Y en esos lugares es una intención manifestada por ricos y pobres, porque la urgencia de la mudanza ha barrido las diferencias entre la gente modesta y los pocos que todavía poseen bienes materiales. Es la resurrección de la proeza de Fuenteovejuna que proviene de una fantasía del Siglo de Oro, y que ahora vuelve otra vez en defensa de los fueros colectivos.
Pero el Comendador de nuestros días solo cuenta con el CNE, como puede probar el más descuidado de los observadores. Esto en principio, porque también siente que tiene el soporte de los cuarteles. Hasta allí, nada más hasta allí, en el mejor de sus casos, porque no puede, ni en el más placentero y húmedo de sus sueños, rastrear en el horizonte un mínimo auxilio del oxígeno que necesita para resollar.
La evidencia está en las vísperas, los dados ya corrieron en el tapete para repartir fortuna, ya la gente escribió los anales, ya sonaron los himnos en la calle, ya participamos en el desfile de los triunfadores, ya se cantó la lotería, ya se sabe en sábado lo que va a suceder en domingo, ya los locutores anunciaron la goleada en medio de vítores ensordecedores. La dictadura permanece en capilla porque no le queda más remedio, porque no debe respetar el atropellador almanaque de un escribidor entusiasta, pero también leyó la bola de cristal que anuncia su descalabro. Así las cosas, y sin que nadie tenga la posibilidad de desmentirlas, ¿qué va a hacer la dictadura?
De los cuarteles mejor no hablar ahora, porque nadie sabe a ciencia cierta cómo se bate el cobre en sus cocinas y porque todavía el candidato a la negada reelección no ha seleccionado al primer General en Jefe del Pueblo Soberano. De allí la necesidad de fijar la vista solamente en el CNE. Como nos hemos regodeado aquí en el prólogo electoral, conviene recordar que ya el organismo mostró durante su desarrollo diligentes colmillos, y que todavía no los ha llevado a la dentistería para un tratamiento de suavización. Al contrario, se ha esmerado en amolarlos ante la indiferencia, o la complicidad, de los miembros del elenco que supuestamente representan a la oposición. Por consiguiente, no nos queda más remedio que fijar la vista en los boliches del Centro Simón Bolívar, con el objeto de verificar la intrepidez de las maromas de sus saltimbanquis. Pero también para recordar que a esas maromas ya el pueblo les quitó la red de protección que facilita piruetas y contorsiones. ¿Cómo se van a lucir en la carpa sin la imprescindible malla? Me costó trabajo, por el furor del público, pero ya tengo entrada de primera fila para ver el espectáculo.