La lonchera metálica de los 4 Fantásticos me acompañaba en esos años en los que tenía mis primeros contactos con las letras. Siempre he pensado que hoy sería ilegal darle a un niño pequeño semejante utensilio. El aula era luminosa, rodeada grandes ventanales que daban a un patio que nos acogía en los recreos, unas matas de mango y aguacates eran parte de ese paisaje. En ese salón establecíamos nuestros primeros vínculos con pares, otros igual de desconcertados que nosotros, expectantes de aprender.
Han pasado más de 45 años de aquellos momentos, y además del entorno y los amigos entrañables que permanecen en el tiempo, no es posible olvidar a las maestras y maestros que guiaban nuestra formación. Josefina Urdaneta era la creadora de aquel experimento que siento que fuimos, una educadora desde los genes, poetisa, escritora, ser de luz, convencida de un modelo de educación basado en la libertad y el desarrollo de la creatividad. La acompañaban un grupo de entusiastas maestros, que se encargaban de motorizar unas extraordinarias dinámicas, que hacían de las horas en la escuela un placer. Zulay, Antonieta y Abilio eran los profes preferidos de aquellos momentos felices en los que uno, convencido de que estaba jugando y divirtiéndose, estaba aprendiendo del mundo circundante. Fue un privilegio estar en esos espacios y compartir con maestros a cuya sapiencia aun acudo sin darme cuenta, pues supongo que mucho de ellos quedó ahí en el subconsciente.
Los maestros modelan ciudadanos, de modo que no es una impropiedad sostener que contribuyen a modelar a la sociedad. Cuando los maestros aportan a las jóvenes herramientas para el razonamiento crítico, para la búsqueda del conocimiento, para el amor por el país, para servir desinteresadamente al prójimo, para ser honesto y respetar las leyes, esa sociedad se encamina hacia la excelencia. Sostenía el insigne maestro Luis Beltrán Prieto Figueroa, en su obra “La Política y los Hombres”:
Ser maestro en este mundo, ser maestro en esta hora angustiada, ser maestro en este proceso de cambios tan extraordinario que está viviendo la humanidad, es un compromiso muy grande, porque al maestro corresponde desentrañar en el hombre lo que en él hay de más profundo, su resto de humanidad, para ponerlo a flote, para que no se ahogue, para que no se pierda, para que sea semilla del futuro, para que sea flor de esperanza en el mundo, para que sea fruto sazonado en una hora en que la angustia no es una fuerza creadora, sino destructora del hombre. Ser maestro ahora es una obra que está por encima de una gran cantidad de gente, pero ser maestro es también una extraordinaria oportunidad que nos brinda el país, que nos brinda la historia, que nos brinda el momento en que vivimos, porque nuestra función no es la del que cura, no es la del que construye máquinas, no es la del que siembra en los campos, es una obra donde el material es el hombre (…) la obra del maestro es una obra de futuro. Por eso los maestros no se pueden desesperar porque ellos son los dueños de la esperanza, porque ellos son los administradores de la fe, los administradores del porvenir y el porvenir será siempre del tamaño de la ambición de un pueblo que crea la escuela para ponerla al servicio de la humanidad.
El maestro enfrenta la angustia de los resultados de su obra, la incertidumbre de poder contribuir a que el país tenga a los mejores ciudadanos posibles, pues de ellos depende en gran medida el rumbo colectivo. Sin embargo, bajo la égida de la revolución chavista, al maestro se le suman cada día más angustias: la supervivencia propia y de su familia es de sus primeras preocupaciones, temas como la alimentación diaria, el vestido, la salud, los servicios y el transporte pasaron a estar entre las primordiales ansiedades en la agenda de los educadores. La libertad de cátedra, su propia formación académica, la crisis de derechos humanos, el ataque a la sindicalización, el ausentismo escolar, el hambre de los estudiantes, el deterioro de la infraestructura escolar, la falta de libros y medios de enseñanza, son dificultades que enfrentan a diario en su labor.
«Dejé de ser maestra cuando se me desmayaban los niños en el salón de clases y no podía hacer nada por ellos»,me decía una profesora venezolana que huyó a Bogotá para mitigar su dolor. La más reciente encuesta ENCOVI revela que 40% de la población escolarizada (que está bastante por debajo de la capacidad instalada) asiste de forma irregular a clases. Un importante porcentaje de jóvenes no está escolarizado y otro grupo significativo está en riesgo de exclusión, algunos han tenido que ingresar al campo laboral, otros se han tenido que ir del país, y otros tantos carecen de medios para asistir a clases.
Esta realidad no se relaciona con las sanciones ni con el imperio, no hay justificación alguna para haber promovido una estampida de maestros y alumnos del sistema educativo, salvo que se trate de una actividad planificada. Una sociedad crítica y movilizada en pro de sus derechos, es la consecuencia de un sistema educativo robusto. Nada puede ser menos conveniente para los autoritarios, de ahí que se hayan enfocado en intentar quebrar a los maestros y asegurar una formación incompleta que les garantice generaciones futuras acríticas y desconectadas de la realidad compleja, con visiones limitadas e individuales de los problemas, al menos eso creen que conseguirán.
Ser maestro es un privilegio, el país necesita más y mejores maestros comprometidos, pero eso sí, en un modelo de Estado que los respete, promueva, exalte y los valore en su justa medida. Más y mejores maestros se traduce en menos carceleros, menos delincuentes, menos corruptos, en mejores ciudadanos. Vale la pena invertir en ellos.