En la aldea
26 diciembre 2024

Avatar, un perfil de las juventudes venezolanas

La serie bien podría retratar a los jóvenes que intentan sobreponerse al ambiente hostil del país

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Ernesto Rodríguez | 20 marzo 2024

Avatar, la leyenda de Aang, es una serie que cuenta la historia de un grupo de adolescentes y jóvenes que crecen en medio de la guerra, en la que se desgarran familias y pueblos enteros. La serie animada fue creada y producida por Michael Dante DiMartino y Bryan Konietzko, que salió al público en el año 2005 en el canal de televisión por suscripción Nickelodeon. Casi 20 años después, en 2024 Netflix saca la adaptación de la primera temporada a formato live action, la cual ha tenido buena acogida y que además ya confirmó la producción de dos temporadas más con las que abarcará la historia original completa.

Yo no había visto la animación y me inicié en el mundo mágico de Avatar con el live action. Entre fanáticos ha tenido reservas, pero debo confesar que a mí me gustó mucho, tanto que continué la temporada 2 y 3 del animé para saber cómo proseguía la historia, su desenlace, y la gocé. Los comentarios que ahora hago van con alerta de spoiler.

El espejo

Es una historia ligera, con sentido del humor. A la vez, con la profundidad de la experiencia humana atada a las heridas y dolores de la guerra. Es sutil y atinada. Yo entré con el espíritu de ver algo liviano, y terminé envuelto.

Entendí mi enganche cuando me di cuenta que la serie estaba haciendo espejo de una parte de mí. Veía la historia de jóvenes sobrevivientes, en sus caminos de crecimiento y aprendizaje, en la lucha diaria por subsistir, por entender su historia de dolor y pérdidas, pero también por lograr su realización, dignidad y reivindicar el calor humano que el conflicto endurece. Es la misma resiliencia que veo en los jóvenes caraqueños (y en todos mis coterráneos) desde que la crisis transformó nuestro país y la devastación nos resquebrajó.

La guerra y la adolescencia.

En la historia de Avatar, dos hermanos protagonistas perdieron a su madre en un ataque del imperio del fuego a su aldea de agua en el sur.  Katara, la hermana menor, es la última maestra agua de su pueblo, uno que sólo está habitado por huérfanos niños y jóvenes, y una abuela. Los demás adultos, incluido su padre, se fueron a batallar hace años.

Katara quiere ayudar al Avatar Aang en los esfuerzos por poner fin a la guerra. Vive con el duelo intenso de la pérdida de su madre asesinada cuando ella apenas era una niña. Con curiosidad, emprende el camino para cultivar sus habilidades como guerrera agua aunque tiene poca formación de cómo canalizar sus poderes. Logra vencer los prejuicios por ser joven y mujer, frente a otras tropas de agua comandadas por hombres adultos que no la dejan luchar y la reducen a cumplir solamente roles de cuidado. Más adelante, lidera la liberación de una tribu subyugada y ahogada en la destrucción de su río, por las tropas de un asentamiento de la nación del fuego. También se preocupa por sus amigos, a veces cumple un rol maternal sobre ellos. Vive las primeras experiencias de atracción amorosa; y en toda la travesía va descubriendo los valores de la amistad, la fuerza de voluntad, el apoyo mutuo y la esperanza.

El conflicto social y político hace que los jóvenes vivan desde temprana edad situaciones muy exigentes. Les expone a experiencias profundas de duelos, familias separadas por la migración, pérdida de amistades y referentes. Quedan sometidos a dinámicas intensas de supervivencia, en las que asumen responsabilidades que se podrían considerar propias del mundo adulto, como la provisión en el hogar, el cuidado y protección de otros. Viven el deterioro de sus espacios, sus comunidades, sus escuelas o sitios de juego. Y en medio de este contexto hostil deben procurar sus caminos de aprendizajes y crecimiento personal. Lo vemos en Avatar, y lo vemos en la Venezuela de la crisis humanitaria compleja.

Entre 2017 y 2018 aún seguíamos aturdidos como país frente a la debacle. El trastocamiento acelerado de todos los hábitos cotidianos, incluidos la alimentación, la limpieza del hogar, la higiene personal, los proyectos de vida educativos y laborales, todo seguía siendo transformado para peor. En aquel entonces, yo estaba trabajando con un grupo de jóvenes mujeres (aguerridas como Katara) que estaban formándose en el oficio de confección textil en la zona industrial de Los Cortijos, y que luego trabajarían en las empresas Rori y Paramount. Ellas no tenían tan claro el precedente de cómo eran las cosas antes de 2014, cuando eran aún niñas. Apenas empezaban a construir su camino en esta nueva realidad que,  para mí, era inmensamente más precaria.

Una de las cosas que pensé fue ver cómo estas jóvenes mujeres estaban creciendo con un cuero distinto a la adolescencia que yo viví. Cómo lograron echar para adelante frente a cada dificultad, en una rutina caotizada. Era la ruina del metro, los antecedentes del apagón, la escasez de efectivo, una nueva ola migratoria, mucha locura. Ellas seguían adelante, religiosamente, aguantando todo, superando todo. Y entre tanto, seguían jugando, haciendo chistes la una de la otra, enamorándose de los chamos del grupo de al lado, siendo niñas, hijas, madres, trabajadoras, todo al mismo tiempo ahora. La mayoría logró quedar empleada en las plantas de producción textil.

Zuko y la ambivalencia

Zuko es hijo del rey de fuego quien gobierna todo bajo su imperio. El príncipe crece entre el ejemplo violento de su padre, y el modelo compasivo de su madre (que fue desaparecida). Es desterrado del reino por orden de su propio papá, cuando en una junta militar se opuso a un plan de masacre orquestado por la corona. Durante gran parte de la serie vaga junto a su sapiente tío, intentando recobrar su honor y su puesto en el reino mientras recorre el mundo sin sentirse parte de ningún otro lugar. Repetidas veces se encuentra indeciso entre seguir los pasos crueles de su linaje, o romper definitivamente y ser parte activa en la búsqueda por la paz y el fin de la guerra. El personaje encarna la confusión vocacional y ética, navega en sus dilemas internos a lo largo del relato,  que se simbolizan en su cara marcada en una de sus mitades por una fuerte cicatriz, al estilo Two Face de Batman. Son las caras de sus dos mundos desencontrados.

La que también fue ambivalente fue mi experiencia para tener empatía con este personaje. Tiene muchas idas y venidas en su arco de desarrollo, y más de una vez, me exasperó su terquedad errática. Aún así, terminó por conmoverme. Creo que muestra una profunda vulnerabilidad en el camino de construir decisiones trascendentales. La intensa vivencia que envuelve sentir el amor y odio por lo que ocurre en su propio país. Querer permanecer, pero también querer cambiarlo todo. O querer irse, aun sintiendo el vacío del hogar dejado atrás. Compartir la condición forastera de ser exilado, migrante, desplazado, nómada. Zuko tiene una cicatriz permanente que lo acompaña, que también representa los embates de construir un sendero propio, en una relación conflictiva con su lugar de origen. Así también la tienen millones de jóvenes venezolanos.

Aldo: noble y curtido.

Conocí a Aldo entre los años 2020 y 2021, un joven de Pinto Salinas que en aquel entonces tenía 17 años. Como Zuko, en él también vivía la ambivalencia. De padre completamente ausente y huérfano de madre desde su preadolescencia, Aldo había quedado a cargo de una tía que resultó ser una adulta muy problemática para la crianza. Un joven tremendo y con mucho carácter, su cuidadora lo botó y acogió repetidas veces en su casa. Aldo conocía hondamente la experiencia de la soledad.

Ya con 16 años, quedó temporalmente en situación de calle por una nueva pelea con su tía. En ese tiempo, sobrevivió recogiendo mermas de verduras en un mercado callejero de la avenida Urdaneta en Caracas. Unos verduleros que lo veían periódicamente le ofrecieron una vacante atendiendo uno de los puestos de frutas y vegetales, ahí logró estabilizarse un tiempo, consiguió un alquiler en Pinto Salinas. Aldo conocía muy bien el ritmo de la calle, las exigencias de la supervivencia. También la cadencia juvenil underground, las fiestas de “agua y chupeta”, el microtráfico de drogas y el mercado ilícito en torno a las rumbas “matiné”.

Conocí a Aldo porque participó en uno de los cursos de barbería de Vamos Convive, en un momento en el que decidía encaminar su vida lejos de la decadencia que había atravesado por varios años. Todo malandroso, brilló como un participante dedicado y comprometido durante la formación. Montó su propio puesto de barbero, que movió  por distintos puntos de Plaza Venezuela, hasta lograr quedar en una barbería profesional más adelante.

Un perfil de jóvenes venezolanos

En 2022, Aldo participó en el Bootcamp de Liderazgo Juvenil junto con 24 jóvenes más. En ese entonces tenía 19 años y una fuerza distinta. Era todo un señor con una abundante experiencia vital comprimida en dos décadas, ahora enfocado en su carrera en el mundo de la barbería y sensibilizado para aportar más a su comunidad. 

La casa de convivencia donde nos quedamos durante el campamento había sido anteriormente una escuela de seminaristas. Tiene una distribución de habitaciones seguidas una tras otras a lo largo de un gran pasillo, el propio perfil arquitectónico de una película de terror donde el espanto es una monja. En fin, me dio mucha gracia en la noche, ver corriendo a un grupo de jóvenes por esos pasillos porque les daba miedo la oscuridad, y ver entre esos a Aldo. Aún siendo un señor, seguía también siendo en parte un niño. Después del susto, vinieron las risas y el chalequeo. Le tomé especial afecto, a todos. A Aldo le acepté que fuera mi barbero personal por una temporada, y hasta el sol de hoy sigue siendo exitoso en su oficio.
El perfil de las juventudes venezolanas hoy es distinto. Como los adolescentes sobrevivientes de la guerra en el mundo de Avatar, como Aldo y las textileras supervivientes de la crisis venezolana. Viven la energía y la inocencia de su juventud, a la par de las abismales exigencias de un mundo adulto roto y sobrevenido. En ese remolino construyen su identidad polivalente, juvenil y adulta. Jóvenes que pueden ser rebotados, suspicaces de entrada, que frontean. Pero también tienen hondura, capacidad sensible de conectarse con una experiencia que les ofrezca contención, seguridad y confianza incondicional, en el que puedan ser protagonistas de la construcción de sí mismos. Son parte de la juventud venezolana por la que hemos de apostar.

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La opinión emitida en este espacio refleja únicamente la de su autor y no compromete la línea editorial de La Gran Aldea.
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