Es un hecho más que consumado que la oposición venezolana ha escogido las elecciones presidenciales de este año, si así se les puede llamar pese a la falta de democracia, como próxima oportunidad para alcanzar un cambio de gobierno. Sucede en el contexto del cumplimiento de 25 años de hegemonía chavista, la cual, de esa manera, pasa a la historia nacional como uno de sus períodos más largos, junto con el gomecismo y la democracia puntofijista. Dicha longevidad no habla muy bien de la oposición, pues implica una larga serie de fracasos. Cada una de estas fallas ha producido un desencanto masivo entre los ciudadanos comunes interesados en ver el cambio político, que desde mediados de la década pasada constituyen una mayoría inmensa de la población. El último de ellos fue el fracaso del “gobierno interino” que Juan Guaidó nominalmente encabezó. Solo ahora, con el ascenso de María Corina Machado como candidata unitaria opositora, se están renovando el entusiasmo y la esperanza entre las masas, por la nueva oportunidad. Este será el año en el que la presente fase en el desempeño opositor devenga en el cataclismo histórico que sería una transición democrática, o en otro naufragio más.
Pero 2024 será además un año de importantes definiciones para la política venezolana, que pudieran marcar sus dimensiones tanto interna como externa en los años por venir. Es posible que todos los actores de peso experimenten transformaciones para el largo plazo. Comencemos con el que detenta prácticamente todo el poder dentro de Venezuela: el gobierno chavista. Este ya lleva varios años en un proceso evolutivo que, sin aminorar de ninguna forma sus prácticas autoritarias, lo ha llevado del cuasi estalinismo a la llamada perestroika bananera y a esta suerte de capitalismo iliberal y oligárquico que vemos hoy. Pero, como se ha señalado en varias ocasiones en esta columna, aquella metamorfosis no se debió a un cambio súbito de convicciones ideológicas. Como sucede con la mayoría de los regímenes autoritarios del siglo XXI, para el venezolano la ideología es algo secundario y flexible, condicionado a la permanencia en el poder. En otras palabras, el discreto abandono del ideario socialista revolucionario obedeció a una necesidad de supervivencia política, al agotarse el modelo como mecanismo para la extracción de riquezas para la elite gobernante mediante dos factores: la ruina del Estado por una rapacidad insaciable y las sanciones internacionales.
Pero ahora existe la posibilidad de que esas sanciones, por ahora temporalmente aliviadas, no vuelvan. En ese caso, la elite chavista tendría incentivos para restaurar los controles de cambio y de precio, puesto que su flujo de petrodólares estaría de nuevo desbloqueado y no necesitaría la fuente alternativa de ingresos que es la recaudación voraz de impuestos al sector privado que, gracias al fin de las regulaciones onerosas, ya no está tan asfixiado. Tal escenario sería catastrófico para la economía nacional, en términos de escasez, inflación y otros flagelos. No se puede descartar por razones morales. Pasó antes y puede pasar otra vez. La elite chavista demostró durante lo peor de la crisis una indiferencia total al sufrimiento infernal de las masas. Hay que insistir: le pusieron fin a aquello pensando solo en sus propios intereses, y no en el bienestar de la población.
Por otro lado, tampoco podemos asegurar que volveremos al cuasi estalinismo. Es probable que el nuevo sistema ya se haya arraigado tanto, que no se pueda revertir. Como en la pieza teatral de Jacinto Benavente, hay intereses creados que velarán por el statu quo.Además, en vista del grado de devastación del Estado por las prácticas corruptas de la etapa previa, que junto con las sanciones redujeron a una mínima expresión su capacidad para extraer riquezas, puede ser que la elite gobernante a partir de ahora se incline por un orden de economía política que brinde a los inversionistas privados un poco más de seguridad jurídica para que algo de capital entre o se quede en el país. Estaría bien lejos de la apertura de China al capitalismo globalizado y por lo tanto no permitiría un crecimiento económico así de espectacular. Pero tampoco sería un regreso a lo peor de la crisis. Un estancamiento en la mediocridad presente.
Examinemos ahora a la dirigencia opositora, que se encuentra en una situación muy particular. A saber, que la dirigente de más línea dura dentro de la facción antisistema, esa que por años rechazó toda participación en elecciones amañadas, ahora es la candidata unitaria de las fuerzas disidentes. Al momento de escribir estas líneas, la candidatura pende del hilo de una decisión de la elite gobernante, que se expresará mediante un Tribunal Supremo de Justicia (TSJ) adicto. Si la inhabilitación contra Machado fuera levantada, sería una señal sin precedentes, aunque no por eso segura, de que ya hay una transición en marcha.
En cambio, si el veto se mantiene, el Gobierno estaría reafirmando su rechazo a permitir un cambio político. En ese caso, Machado y el resto de la oposición tendrán que decidir cómo proceder. Si la líder de Vente Venezuela insiste en ser candidata, tendrá que presionar por vías no institucionales, y el único recurso que tal vez tenga en tal sentido es la protesta ciudadana pacífica. Digo “tal vez” porque, por el miedo a la represión, no es nada seguro que un llamado a manifestaciones de esa índole sea atendido por la ciudadanía. Puede suceder también que Machado denuncie las elecciones como irremediablemente viciadas y vuelva a llamar a la abstención. En ambos casos, la coalición que hay actualmente en torno a Machado pudiera fracturarse si la facción pro sistema considera que ella procede de forma intransigente y “radical”. Es posible que la referida facción impulse una candidatura alternativa, que sí esté habilitada. De esa forma la oposición estaría tan dividida y debilitada entre las facciones pro sistema y antisistema, que tal vez el Gobierno no tenga que recurrir mucho a su ventajismo habitual para “ganar”.
Pero hay otra posibilidad. ¿Y si Machado cede su candidatura a alguien que sí esté habilitado? Pues entonces, pudiéramos estar ante la extinción, al menos por un tiempo, de la oposición antisistema. Porque su dirigente más inflexible se estaría plegando a la participación electoral, sin importar las condiciones. Esa misma que tanto repudió antaño. Hay señales de que eso pudiera ser lo que hará. Después de todo, Machado se ha comportado de forma bastante moderada desde que ganó la primaria opositora. Se ha abstenido de convocar protestas y apeló su inhabilitación ante el TSJ, incluso después de una oleada de persecución a miembros de su equipo.
Veamos por último la próxima definición del actor internacional más relevante en la debacle política venezolana: el gobierno de Estados Unidos. Por años ha fungido como el más poderoso aliado de la oposición. Es el que ha ejercido la mayor presión internacional sobre la elite chavista mediante sus sanciones. Pero existen indicios de que en Washington, o al menos en el gobierno del presidente Joe Biden, se agotó la expectativa de obtener concesiones del chavismo mediante medidas punitivas. La efectividad real de las sanciones no es algo que discutiremos hoy por razones de espacio y porque ya se ha hecho antes. El punto es que las autoridades norteamericanas cada vez tienen más reservas sobre su continuidad, aunque públicamente lo nieguen. No se puede concluir otra cosa a partir del alivio sorprendentemente amplio de las sanciones desde finales del año pasado, a cambio de la liberación de unas decenas de presos políticos y una vaga posibilidad de que mejoren las condiciones de las elecciones presidenciales.
En conclusión, Estados Unidos tendría que decidir si va a seguir apoyando la causa democrática venezolana, o si va a entenderse cordialmente con Miraflores aunque el orden autoritario se mantenga. Y si ni siquiera Washington va a inmutarse por lo que sucede en Venezuela, nadie o casi nadie entre las democracias del mundo lo hará. El régimen dejaría de ser definitivamente un paria para dichas democracias. Quizá entonces reevalúe su firme alineación con dictaduras como Rusia, China e Irán. Claro, no podemos olvidar que a Biden tal vez le queda solo un año en la Casa Blanca y que de un hipotético segundo gobierno de Donald Trump no se puede saber cómo manejaría la situación venezolana. No es seguro que lo haga como en su primer mandato, tema que pienso desarrollar en otro artículo.
Pido disculpas si estos malabares de escenarios para 2024 terminan viéndose como un laberinto más intrincado que el que erigió Dédalo. No hay otra forma en un país sin democracia ni Estado de Derecho, donde las decisiones las toma un grupúsculo de poderosos por puro capricho. Partimos del presente conocido hacia un futuro lleno de incógnitas, primero con una bifurcación cuyos dos senderos resultantes se bifurcan a su vez, y así sucesivamente. Es como en la cosmogonía tradicional china descrita por el I Ching. O como El jardín de senderos que se bifurcan, cuento de Jorge Luis Borges no en balde inspirado en la metafísica ancestral china. Como sociedad, nos toca igualmente tratar de descifrar el enigma de estos patrones. Entonces, por referir al laberinto cretense y a otra ficción borgiana, podremos salir finalmente de la casa de Asterión.