Al profe Humberto Rivas Casado
Hace un par de años Vasco Szinetar, uno de nuestros grandes fotógrafos y artistas, y curador del Archivo Fotografía Urbana, me envió varias fotos. La idea era que realizáramos juntos un libro que combinara gráficas del pasado reciente, de 1945 en adelante, con pequeños ensayos literarios, leyendas casi. La idea no fraguó por las dificultades que ha atravesado la industria editorial y, también, porque aquello de que una foto son mil palabras es más cierto de lo que se puede imaginar; y la literatura lucía innecesaria en las pruebas pilotos que hicimos.
Limpiando la abarrotada memoria de mi computadora, me tropecé con el archivo de aquellas fotografías y no pude resistir la tentación de volver a mirarlas. A pesar de haberlas visto antes, me llamaron de nuevo la atención. Supuse que nadie que las hubiera mirado en los días en que fueron tomadas se habría atrevido siquiera a pensar que la dictadura de Marcos Pérez Jiménez iba alguna vez a tener fin. Por un lado, ningún dato de la realidad perceptible por el ciudadano común, tanto en lo doméstico como en el plano internacional, conducía a concluir que así pudiera ser. Por el otro, lo que las fotos trasmitían por sí mismas: la imagen de un hombre poderoso, con un gran séquito -los antiguos romanos los llamaban lictores-, seguro en su gestualidad, trajeado de gala, pulquérrimo en su apariencia.
Son de un autor desconocido y carecen de información escrita alguna que aporte datos más precisos sobre las ocasiones y sus fechas. Hay una en particular que reflejaba la imagen robusta de la dictadura. Debió haber sido tomada a la entrada del Círculo Militar -en una de sus esquinas se ve una pérgola que pareciera ser de ese lugar emblemático de los mejores tiempos de Pérez Jiménez- y habría sido en una fecha cualquiera entre 1955 y 1956. Esta última especulación se funda en que ese fue el período durante el cual el contralmirante Wolfgang Larrazábal -a la izquierda del tirano en la gráfica, y quien habría de ser el jefe del levantamiento que lo derrocó el 23 de enero de 1958- ocupó la presidencia del club social de las Fuerzas Armadas, el Círculo Militar, escenario de los bailes que celebraban la grandeza del régimen que expresaba el “nuevo ideal nacional”, como era su lema.
Al observarla de nuevo, recordé la anécdota de un viejo militante de Acción Democrática, cuyo nombre voy a mantener en el anonimato a solicitud suya1. Baste decir que integró las legiones de jóvenes que formaron parte de la resistencia armada a la dictadura y que se jugó la vida en más de un lance. Lo conocí hace unos años, en 2009, en una de las presentaciones de mi libro “El pasajero de Truman”. Hablamos de muchas cosas, es un gran conversador, entre ellas, como es lógico suponer, de Diógenes Escalante, y de cómo su infortunio pesó sobre los eventos que condujeron al 18 de octubre de 1945. Me regaló en esa ocasión una frase genial, de la que he hecho uso, y cuya gracia me ha servido para salir bien librado en algunos escenarios apáticos que he debido enfrentar. “Mire poeta -me dijo con picardía-, el drama de Venezuela es que quien nació para ser presidente se volvió loco y quien nació para loco se volvió presidente”.
En una de nuestras conversaciones últimas, quizás notó en mí cierto desaliento por el autoritarismo del presente y sus exhibiciones de fuerza, me aseguró que debajo de la aparente solidez de un régimen dictatorial hay una gran debilidad. Que esa debilidad se manifiesta de manera dramática en el momento menos esperado. Que la tarea era oponerse a él bajo un esquema eficiente, que aglutine a los demócratas y permita resistir pacíficamente hasta que en algún momento, por el incidente menos pensado, el mamotreto colapse, como inexorablemente ocurrirá. Para darme un ejemplo me refirió entonces una historia que -me dijo- solía contarle a la gente que perdía la fe.
El 31 de diciembre de 1957, apenas veintitrés días antes del final de la dictadura, se encontraba en Barranquilla con otros dirigentes de la juventud de Acción Democrática, enconchado en la trastienda de la bodega de un venezolano amigo y compañero de partido. Tenía veinticinco años pero ya era un curtido militante de la resistencia, tanto que sentía que estaba desafiando a las estadísticas. Sus estudios para graduarse de maestro en la Escuela Miguel Antonio Caro habían quedado truncos porque, como tantos otros compañeros de aulas, se había enrolado en la lucha contra el régimen desde el primer día (inmediatamente después del golpe a Rómulo Gallegos el 24 de noviembre de 1948) y caído preso en 1953. Barranquilla era en aquel momento la última estación de un exilio errante de varios años, que lo había llevado a recorrer buena parte del sur del continente.
Había recibido, junto con otros compañeros tan jóvenes como él, la orden del liderazgo adeco de ingresar a Venezuela desde Colombia y llegar a Maracaibo, a formar parte de la dirección política del partido; proscrito por la dictadura desde 1948 y devastado por la Seguridad Nacional desde el inicio de la resistencia armada. El plan era que entraran al país por la zona de La Guajira, confiados en que, con las celebraciones de fin de año, la Seguridad Nacional bajaría la guardia y sería más fácil burlar su vigilancia para cruzar la frontera. “Éramos unos muchachos, pero no éramos ingenuos. Ya sabíamos lo que íbamos a enfrentar porque todos teníamos experiencia en la guerra contra la dictadura, habíamos estado presos y conocíamos también las durezas del exilio político”, puntualizó.
Le expresé mi admiración por su valentía y la de sus compañeros de generación, y respondió con una reflexión sobre el miedo en situaciones como la que les tocó vivir. “Conocíamos bien el riesgo al que nos exponíamos, a una muerte probable, como había ocurrido con los compañeros que ocupaban las posiciones que íbamos a ocupar, bastaba con mirar las notas de prensa para saberlo. Pero en esas situaciones, y a esa edad, uno tiene más miedo de tener miedo, y de que los demás se enteren, que a cualquier otra cosa”.
“El miedo no era lo peor aquella noche en Barranquilla”, expresó después de una larga cavilación. “Lo peor era esa sensación de impotencia que nos calaba el ánimo, esa frustración que nos amargaba, pues sabíamos que marchábamos a una lucha que, en la intimidad, creíamos estéril; aunque éramos soldados de la resistencia, o tal vez por esa misma razón, no estábamos de acuerdo con la lucha armada, pero esa es otra discusión. Igual íbamos a cargar a pecho abierto y con muy pocos recursos, aparte de nuestras convicciones democráticas, contra un enemigo que parecía de granito, que contaba con unas fuerzas armadas monolíticas -le juraban lealtad a diario- y contra una policía política desalmada y asesina”.
Nada más cierto. Apenas quince días, el 15 de diciembre de 1957, el régimen militar de Pérez Jiménez había reforzado el mito de su invencibilidad ganando, con ochenta y cinco de cada cien votos, un plebiscito que prorrogaba el mandato de todas sus autoridades por cinco años más. De nada valió que la oposición democrática de entonces argumentara que esa convocatoria violaba la Constitución que el mismo autócrata había escrito. “Esa era la verdad, marchábamos a la muerte, y aunque nadie en el grupo lo decía, todos lo sabíamos, morir era para nosotros la opción más probable y esa vaina es muy duro sentirla a los veinticinco años”, dijo.
La precariedad de su situación; enconchados en la trastienda de una bodega en Barranquilla (en aquella época en Colombia también había espías del dictador -los “patriotas cooperantes” de ahora, que entonces se llamaban esbirros- que de buena gana habrían informado de su presencia); la conciencia que tenían de la inutilidad de su sacrificio y de la probabilidad de la muerte; y el hecho de que era 31 de diciembre, la Nochevieja, con su carga de nostalgias familiares, aguzadas por los ecos de las celebraciones de los barranquilleros, terminó por sumirlos en la más profunda tristeza. “No joda, si en ese momento hubiéramos escuchado el poema ‘Las uvas del tiempo’, recitado por el propio Andrés Eloy, creo que nos hubiéramos cortado las venas”, exclamó intentando ser jocoso.
Al caer la noche, con la intención de animarlos y por esa solidaridad criolla inagotable, el compañero venezolano dueño de la bodega se presentó en el escondite con unas botellas de aguardiente, hallacas y un pedazo generoso de pernil de cochino. Les trajo además un regalo que los dejó boquiabiertos por lo extravagante: una piñata que tenía la forma de la cabeza de Pérez Jiménez, gorra militar incluida. Su idea era hacerlos reír, pero aquello parecía más bien una burla cruel porque esa piñata, propia de los cumpleaños de la infancia, no tenía el menor espacio en la situación anímica que estaban viviendo.
“Comimos, nos estábamos muriendo de hambre, y comenzamos a tomarnos aquel aguardiente colombiano que, aunque barato, sirvió para aflojarnos el nudo que teníamos en el alma. Éramos jóvenes y qué carajo, poco a poco nos fuimos animando, contamos chistes y nos reímos a carcajadas mientras esperábamos las doce para desearnos un Feliz Año 1958. Sin darnos cuenta, aunque ese quizás era el propósito oculto de todos, nos fuimos emborrachando con aquel lavagallos. Con la intoxicación, el efecto eufórico de los primeros tragos se fue apagando y abrió paso a un estado de ánimo cenagoso. Un mar de fondo que contenía muchos sentimientos y que no tardó en mostrarse con los primeros comentarios tristes sobre las familias lejanas, algunos ya tenían mujeres e hijos. En cuestión de minutos empezaron a derramarse las primeras lágrimas y el silencio se apoderó del espacio.
Los comentarios tristes se transformaron luego en un resentimiento quejoso contra la indiferencia y el conformismo de los venezolanos ante las durezas de la tiranía. Una Venezuela que, en el mejor de los casos, nos parecía indolente y ajena al sacrificio de jóvenes como nosotros, no era el lugar donde querríamos ir a morir. Ni el país ni la gente lo merecía. De esa idea pasamos entonces a atormentarnos con otra aún más dolorosa: la realidad era que los morituri que estábamos allí no teníamos patria ni un carajo, y era una estupidez entregar la vida por ese país de mierda, que ya nos había arrebatado la juventud.
Estábamos entonces muy borrachos, y en eso vino lo peor de la noche, la piñata. Alguien la recordó y propuso que la tumbáramos para recuperar la alegría. Vainas de muchachos que en otras circunstancias quizás habría pasado por una jocosidad, pero es obvio que solo buscábamos un escape a nuestra desesperación, queríamos sacudirnos aquella carga de sentimientos tan oscuros en la que nos habíamos sumergido. Colgamos la piñata de una viga del techo y, sin taparnos los ojos, con un palo de escoba que nos había dejado el paisano, nos turnamos para golpear aquella imitación burda de la cabeza del dictador. La golpeamos con todas nuestras fuerzas y con la rabia acumulada de años, pero fue imposible borrar siquiera la sonrisa de payaso del muñeco. La maldita piñata estaba hecha con un cartón demasiado grueso y el palo terminó por fracturarse en varios pedazos.
La alegoría fue demasiado poderosa. Uno de los muchachos saltó y tomó la piñata por lo que habría sido el cuello y la echo al suelo. Allí le dimos patadas y nos arremolinamos en torno a ella para rasgarla con uñas y dientes. Los caramelos del interior se regaron por el corredor donde estábamos, pero nadie estaba pendiente de ellos, todos estábamos obsesionados con la destrucción de la piñata devenida en ícono de la dictadura. Una vez desecha, cuando los pedazos eran ya muy pequeños, comenzamos a reír, con ese dejo artificial que tiene la risa de quien se sabe derrotado.
En eso estábamos cuando en Barranquilla estallaron los primeros cañonazos, sonaron las cornetas de los carros y los pitidos anunciando la llegada del nuevo año. Estallido de alegría popular que nos devolvió a nuestra triste realidad, y, como si se tratara de un grupo coral que sigue a un director invisible, dejamos de reír para ponernos a llorar al unísono. Nos abrazamos en la misma posición que teníamos en el piso, en cuclillas o arrodillados frente a los pedazos de la piñata, y así, llorando a mares la tristeza y la borrachera, nos quedamos hasta que los sonidos del jolgorio en las calles aledañas se disiparon. Nadie habló, cualquier palabra habría sobrado. Estábamos convencidos entonces que, con todo y sus pesares, aquella había sido nuestra última celebración de año nuevo. Poco después, aún en silencio, cada uno se arrastró hasta el lugar donde había acomodado unos cartones y sacos de pita vacíos para terminar de pasar la noche.
Nos despertó un ruido muy fuerte que rompió ese silencio profundo de los amaneceres del primero de enero. Serían como las ocho de la mañana y el brillo del sol irradiaba ya tanta luz, tanta vida, que pensé que se trataba de una ironía de Dios. Pero entre el trópico y el aguardiente barato no hay, como dicen ahora, un buen maridaje. Todo lo contrario, el dolor de cabeza de la resaca que deja el alcohol se agudiza con la luminosidad y con los ruidos tempraneros de nuestras ciudades, sobre todo en la costa. “El ruido que nos despertó no fue de la calle, fue el de un avión, grande, que pasó buscando el aeropuerto”, dijo uno de los compañeros desde su rincón.
El asunto no nos pareció extraño porque desde la tarde anterior, cuando llegamos allí, varios aviones habían sobrevolado el patio. Nos pusimos en movimiento, para estar listos al momento en que se presentara el contacto que iba a llevarnos a la frontera y de nuevo sentimos los motores de un avión aproximándose, que, fue nuestra impresión volaba muy bajo. Nos paramos en el patio y, de pronto, con un ruido atronador pasó sobre las casas vecinas; le tomaría un segundo cruzar la franja de cielo que se abría ante nosotros. Sentí que el corazón me daba un brinco. No por lo cercano de su vuelo ni por lo peligroso que pudo ser, sino porque alcancé a ver parte de las siglas que lo identificaban, escritas en letra azul sobre el fuselaje. No las vi completas, pasó muy rápido, solo las dos primeras letras, YV y el amarillo, azul y rojo de nuestra bandera. “Coño, ese avión es venezolano”, grité a los otros.
“Discutíamos ya sobre la veracidad de lo que había dicho, los demás no se fijaron en detalle alguno, cuando llegó a nosotros el sonido de las sirenas de unos carros. Los bomberos o la policía, comentamos, el avión debe estar en una emergencia. Había también un fragor sordo de ruidos en la ciudad, gritos de la gente, bocinas de los carros, carreras. ‘Aquí pasó una vaina rara’, dijo alguno. Aquella era una conclusión que compartíamos y nos llenaba de mayor incertidumbre. Mas no había manera de enterarnos, y asomarse a la calle a preguntar no era para nosotros una opción. Decidimos terminar de alistarnos y estar preparados para lo que fuese.
En unos minutos, nuestro compañero de partido abrió la puerta de la bodega y entró corriendo por el zaguán que llevaba al patio trasero. Tenía en el hombro un radio.
‘Muchachos, se jodió la dictadura -gritó exaltado-, la Fuerza Aérea de Venezuela bombardeó Miraflores en la madrugada. El avión que vieron pasar es la Vaca Sagrada, el avión de Pérez Jiménez. El dictador huyó de Caracas y llegó aquí a Barranquilla. Cayó la dictadura, no joda’. Ni siquiera reaccionamos. Aquello simplemente no lo podíamos creer. Los reflejos desarrollados a lo largo de la clandestinidad pudieron más que la emoción de la buena nueva, nos miramos unos a otros y, con la sangre más ligera en las venas por la excitación de la noticia, le pedimos que enchufara el radio para escuchar las noticias.
En un par de horas, Radio Caracol se encargó de aclarar las cosas. En efecto, Miraflores había sido atacado por la Fuerza Aérea, aunque las bombas no habían dado en el blanco. El levantamiento contra el tirano había incluido unidades de blindados de Caracas y Maracay, pero había sido derrotado. El avión que vimos pasar era en efecto la “Vaca Sagrada”, pero no era Pérez Jiménez quien iba a bordo, sino los militares rebeldes que lo habían usado para huir del país y evitar las tremendas represalias del régimen. El Gobierno de Colombia les había concedido asilo político. Parecía otra derrota, pero no era. Los periodistas, políticos y expertos que entrevistaban coincidían en una cosa: el mito del apoyo monolítico de las Fuerzas Armadas a Pérez Jiménez se había derrumbado.
Esa misma tarde llegó un compañero con un mensaje de la dirección clandestina del partido en Maracaibo, con un mensaje escueto que resumía todo: “Compañeros: El panorama cambió por completo. La victoria está muy cerca. Suspendan la operación. Esperen en Barranquilla nuevas instrucciones”. Ante nuestros ojos, rojos de la falta de sueño y por tanto llanto, la dictadura se desmoronaba ‘como si fuera un montón de piedras’. Y lo mejor, el fragor de su caída llegaba nítido hasta nosotros. De la noche a la mañana, en muy pocas horas, todo había cambiado, atrás había quedado la noche, nuestra noche triste de Barranquilla, la noche de la tiranía. Cuando entramos a Venezuela, casi cuatro semanas después, no fue a morir en las calles, en nuestra pelea desigual contra la opresión, sino a celebrar la democracia y reunirnos con nuestros familiares, amigos, con nuestra gente”.
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(1)Visto que ya descansa en paz y que su modestia no es impedimento, siento que puedo decir que se trataba del economista, exministro de Cordiplan, Gumersindo Rodríguez. El episodio era conocido y me fue ratificado por otros militantes de la resistencia juvenil adeca al dictador (entre ellos, su amigo, el viejo profesor margariteño Humberto Rivas Casado, quien compartió con él aulas de clase y calabozos).
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Este contenido fue cedido por el autor, Francisco Suniaga, al editor de La Gran Aldea; con la acotación de haber sido publicado por primera vez el 16 de mayo de 2015, en Prodavinci.