Hace más de quince años me pidieron unas palabras para la Cátedra de Museología en los programas de postgrado que ofrecía la Facultad de Arquitectura. Presiento que se acerca la oportunidad de hacer realidad algunas de las posibilidades que aquella vez intentamos explorar.
Queridos y estimados museólogos, ¡qué dura época les ha tocado!
En Caracas estamos viviendo, justo en el emocionante tránsito entre dos siglos, entre dos milenios, uno de nuestros peores momentos museísticos. En este nuevo camino que ahora transitamos, estrecho y con pretensiones de unificar todo el arte en una gran feria política y bajo una sola visión, me temo que ustedes no van a tener mucho trabajo y, de llegar a tenerlo, será una labor poco creativa, incluso destructiva, y no me refiero solo a una destrucción de museos, también incluyo en este proceso a vuestros más íntimos ideales, subyugados por tareas serviles y llegando incluso a ese infierno llamado aburrimiento.
Ya Lorena González ha explicado en sus artículos en El Nacional -con mayor conocimiento de causas y efectos de lo que puedo ofrecerles- cuál es la situación de nuestros museos. Se trata de un tema que he explorado desde la barrera, pero me atrevo a asegurar que ese afán oficialista de centralizar y controlar es lo contrario a integrar. Para crear un organismo vivo y pensante hay que darle autonomía a sus partes, sólo así estas tendrán la personalidad y el nivel de búsqueda que requiere una verdadera museología. Necesitamos una multiplicidad de focos que exploren desde diversos puntos de vista nuevas posibilidades de espacios expositivos, de temáticas y formas de comunicación, solo así podremos crear una red y una trama que ayuden a darle un sentido formal y funcional a la ciudad, gracias a los inesperados recursos que siempre nos ofrecerá el arte.
No sé si les servirá de consuelo o de incentivo, pero dicen que las dificultades nos ayudan a ser creativos. El director Serguéi Eisenstein confesó alguna vez que el secreto del cine ruso consistió en que por años no tuvieron película para poder filmar y se vieron obligados a pensar. Algo similar le sucedió al neorrealismo italiano.
Estoy leyendo la autobiografía de Karl Jaspers y nos dice casi al final: “El hombre sólo cobra conciencia de su propia esencia en las situaciones límite”. Durante la Segunda Guerra Mundial Jaspers vivió casado con una judía en Alemania esperando todos los días que los fueran a buscar para llevárselos a un campo de concentración.
Recordemos también la ecuación de Joseph Brodsky: “Para sobrevivir bajo la presión totalitaria, el arte debe aumentar su densidad en proporción directa a la magnitud de la presión a la que se ve sometido”.
II
Cuando me pidieron esta charla, un honor al que no podía negarme, sentí que caía en un creciente vacío pues no hallaba el arranque para hablar sobre un tema que no domino. De esta paralización me sacaron unas líneas de Juan Ramón Jiménez que nos ofrecen un mínimo de certidumbre:
Clavo débil, clavo fuerte…
Alma mía, ¡qué más da!
Fuera cual fuera la suerte,
el cuadro se caerá.
Este poema lo encuentran en su Diario de un poeta recién casado. Cuando yo apenas comenzaba esa misma época de tantos inicios y descubrimientos guindé el primer cuadro que compré en mi vida. Desde entonces me han tocado siempre clavos débiles que se doblan apenas comienzan a entrar en la pared. Cuando mi esposa me dijo que el cuadro había quedado muy alto, saqué el clavo haciendo palanca con el martillo y se vino un trozo desproporcionado de friso. La enorme herida en la pared le dio a nuestro mínimo apartamento de recién casados una apariencia de recién destruido. Esa calamitosa tarea ha sido la única labor museográfica que tengo en mi currículum. Aquel primer cuadro inaugural era un afiche de 50 x 90 con la imagen de una enorme tijera. No sé por qué le regalé a mi esposa esa tijera apoteósica de Claes Oldenburg. Mi suegra le aseguró a su hija que era de pésimo gusto: “¿Cómo adornar un hogar con algo que sirve para separar?”. Yo no estaba de acuerdo. La tijera tiene dos hojas que cortan sin que una hoja le haga daño a la otra. Conozco varias parejas que andan causando estragos por la vida y siguen igual de afilados, sin tener jamás un roce.
Volviendo a los clavos, creo que tiene sentido citarlos a la hora de hablar de museografía. Nail to nail insurance coverages el slogan utilizado por la Lloyd’s para definir la cobertura de una valiosa pintura desde el clavo del proveedor hasta el clavo del museo. Hay pocos elementos tan constantes y firmes en la historia del arte como un clavo fielmente enterrado en una pared.
Mi suegro pensaba que lo más importante a la hora de comprar un cuadro es saber dónde lo vas a colocar. Se refería a la museografía hogareña y quizás tenga razón: no basta con crear o comprar algo, hay que saber bien dónde ubicarlo. Hubo épocas en que las obras de arte nacían con un lugar preestablecido, destinadas al altar de una iglesia o al salón de un palacio. Hoy suelen procrearse sin destino y algunas se quedan huérfanas por años en oscuros depósitos. Podríamos decir que son entes utópicos, pues la palabra utopía puede significar un “no-lugar” o un “buen lugar”. Todo depende de si esa “U” proviene de los prefijos griegos “ou” o “eu”. Digamos que en nuestro tiempo las obras son utópicas por ambas razones, pues parten de un no-lugar y tratamos de conseguirles un lugar ideal. Esta ambigüedad entre lo imposible y lo anhelado se presta a confusiones que pueden ser exploradas con mucho provecho.
Lo que sí puede ser muy peligroso es la atopía, el “sin-lugar”. Este es un término al que ustedes los museógrafos deberían tenerle terror. Lo inventó un dermatólogo para tratar de definir esas picazones generalizadas que invaden todo el cuerpo y tienen que ver con fallas en el sistema inmunológico. El pronóstico no es bueno: “El eccema atópico suele ser muy desagradecido ya que cuesta mucho obtener una mejoría y tiende a volverse crónico”. Ciertamente las políticas del llamado chavismo son una suerte de picazón invasiva y crónica que ya ha afectado gravemente nuestro sistema inmunológico.
Hace un tiempo fui a una exposición en Barcelona titulada “atopia”. La idea era entrar al museo con escepticismo y salir con una desesperante alergia después de enfrentar fuertes imágenes de ronchas arquitectónicas e irritaciones urbanas. En la introducción nos aseguraban que vivimos en ciudades sin tramas, en un mundo fantasma, en una “after-city” que ha decretado “la victoria de la multitud sobre la comunidad, del vacío sobre la soledad, de la expulsión sobre la acogida”.
Algunas facetas de ese malestar han llegado a Caracas bajo una bandera política y con un líder cultural de agresivo apellido: Farruco. Ustedes, los museólogos, deben sumarse a la lucha contra esa procesión en la que todo anda desfigurado y desubicado, apelmazado, sumido en un estado de confusión del que nadie sabe cuáles son las causas o las consecuencias y, por lo tanto, se desconoce el remedio.
Quiero creer que la museología puede combatir la “atopía” pues los museos tienen mucho que ver con la utopía de los anhelos y su capacidad de entusiasmarnos, de orientarnos. Ciertamente esa capacidad de integrar lo ideal con lo real puede ayudarnos a comprender mejor el mundo en el que vivimos. Siempre será una fuente de esperanza al invitarnos a imaginar a través de imágenes y conceptos un mundo mejor. Comparar y comprender, anhelar e imaginar son cuatro verbos que podemos conjugar en un museo.
III
Y a todas estas, ¿qué es un museo? Antonio de Nebrija los define como un lugar consagrado a las musas y nos explica que estas llegaron a ser nueve, todas hijas de Zeus y Mnemosine, la diosa de la memoria. Estas chicas han sido tan sugerentes como caprichosas y cambiantes. Ya André Bazin nos recordó las nuevas apariencias que pueden generar estas divinidades que susurran ideas e inspiran mortales. Cuando se discutía si el cine era o no un arte, Bazin propuso una nueva pregunta: “¿Qué es el arte ahora que existe el cine?”.
T. S. Eliot lo explica con otras palabras:
Cuando se crea una nueva obra de arte le ocurre algo a todas las obras que la precedieron… No es descabellado que el pasado sea alterado por el presente, tanto como el presente está dirigido por el pasado.
Siento que generar, entender y conducir estas conexiones y direcciones es uno de los más sagrados fundamentos de la museología.
Algunos ubican el primer museo de la historia en un salón ubicado al lado de la Biblioteca de Alejandría y aseguran que se trataba de un lugar dedicado a conversaciones profundas. Lo llamaban “el nido de las musas”, un Museion para los eruditos y sabios, con salas de conferencias, laboratorios, observatorios, biblioteca, alojamiento y lo más importante, el comedor. La descripción del conjunto que hace Herodas, uno de los más apasionados historiadores, suena a promoción turística:
Y es que aquello es cosa de Afrodita: todo, lo que existe y lo posible, está en Egipto: dinero, juegos, poder, cielo azul, fama, espectáculos, filósofo, oro, jóvenes, el templo de los dioses hermanos, el rey benevolente, el Museo, vino, todo cuanto uno pueda imaginar.
Vale la pena explorar lo más significativo: parece que la principal misión de aquel museo era guiar a los monarcas hacía el buen gobierno de su nuevo reino.
La Ecole de Beaux Arts también nació en un anfiteatro donde se reunían los arquitectos del Rey a comer, beber y dialogar sobre los grandes proyectos de París, mientras los jóvenes estudiantes los escuchaban desde unas gradas.
Sería interesante pensar en un Museo de la Conversación. ¿Quién puede poner en duda la importancia que ha tenido este arte tan socrático que no requiere de nada palpable ni visible?
IV
Hay una interesante diferencia entre “museología” y “museografía”. Según el diccionario la museografía es el conjunto de técnicas y prácticas relativas al funcionamiento de un museo, mientras la museología se dedica a razonar sobre la historia de los museos y su influencia en la sociedad. Digamos que la primera se pregunta: “¿Qué, dónde y cómo instalo?”, y la segunda: “¿Para qué sirve una instalación?”.
Ignasi de Solà-Morales nos habló una vez de la diferencia entre topografía y topología. La topografía trata sobre el paisaje específico, descrito, narrado. La topología sobre el paisaje de los conceptos, o de las imágenes que tenemos de un territorio. Hay que tener cuidado porque a veces el grafos se traga al logos y las descripciones tienen más peso que los argumentos.
Entre el graphein (describir por medio de dibujos o escritos) del museógrafo y el logos (tratado, razonamiento) del museólogo, prefiero el sophos (sabiduría) del filósofo, pero no suena bien hablar de “museósofos”.
V
Con mis limitaciones de clavo y martillo yo sólo puedo darles un ejemplo de cómo participan en estas búsquedas mis pensamientos y recuerdos, incluso los más inesperados.
Una vez recibí una bella postal que decía:
Cada día me aleja más y más de ti,
¡Pero aún eres mi fantasía!
Si me atrevo a contar esta intimidad, que quizás suene algo jactanciosa, es porque se trata de algo que a todos nos ha pasado alguna vez. No es nada extraño eso de amar, separarse y hundirse en una gradual extinción llena de persistentes fantasmas.
La imagen de la postal era una foto tomada en el ala oeste de la National Gallery en Washington. Esta solemne galería es parte de un sistema de museos, los cuales a su vez forman el famoso National Mall de Washington, eje principal del gran plan para la ciudad de Washington que propuso el urbanista Pierre Charles L’Enfant en 1791 inspirado en lo que debía ser una Ciudad Imperial. De manera que esa ala oeste del National Gallery conforma un recorrido que es parte integral de un planteamiento urbano más extenso. Son elementos de contextos que a su vez vienen a ser elementos de ámbitos cada vez más amplios y complejos. Esta serie de continentes y contenidos va generando un urbanismo generoso, legible e integrado.
La enigmática foto en la postal estaba tomada justo en el eje central de aquella sala del National Gallery y ofrecía una obsesiva perspectiva de salones que se perdía en el infinito. Algo muy parecido a la memoria, siempre llena de recuerdos que se funden a través decrecientes melancolías y sucesivas nostalgias.
Si tuviera la suerte de diseñar un museo, ciertamente tomaría en cuenta aquella postal de un amor perdido para siempre con su galería infinita que forma parte de un gran eje urbano y de una idea de ciudad, y de una visión del arte, y del sueño de vivir en orden y armonía.
VI
Otros sostienen que los primeros museos fueron los templos donde se guardaban los objetos de culto que en sesiones solemnes se exhibían a los fieles; o quizás el origen se dio en recintos aún más recónditos y misteriosos: lugares donde se guardaba lo que nunca jamás se podría ver.
En el centro del Templo de Salomón estaba el Sancta Sanctórum, un espacio sumido en la oscuridad donde sólo podían entrar los sacerdotes; allí se encontraba el Arca de la Alianza y un gran arcón de madera donde se guardaban las Tablas de la Ley y los Diez Mandamientos.
Siglos después de que el Templo de Salomón fuera arrasado por Nabucodonosor, Herodes construyó un segundo templo donde ya no estaban el Arca ni las Tablas. Esta ausencia requería de una oscuridad aún más densa para ocultar lo que ya no existía.
El venerar lo que no se ve quizás resulte más sugerente que palpar la piedra o distinguir colores. Imaginemos un museo con cofres y puertas secretas hacia salones donde sólo puede entrar quien responda exigentes acertijos y sepa guardar el sagrado secreto de que, en realidad, no hay nada. Valga la doble negación. ¿No es acaso el misterioso pavor de la nada el origen de las religiones?
Jean-Pierre Vernant escribió un ensayo sobre los griegos que habla de estos misterios y procesos: De la presentificación de lo invisible a la imitación de la apariencia. Este título nos sumerge en los orígenes del arte, aquellos primeros intentos de recrear la presencia divina subyugada por la misteriosa, sagrada y temible función de recrear lo invisible.
Al principio la fuerza del objeto no radicaba en ser visto, sino al contrario, en permanecer oculto, apartado del público. Los ejemplos del otro extremo, la imitación de la apariencia, son las estatuas que representaban a los invisibles dioses y los exponían en lugares públicos.
Quizás los dioses griegos murieron por un exceso de exposición; quizás el arte nos aleja de Dios al reemplazarlo. Pareciera que en Grecia llegó un momento en que el cuerpo humano pasó a ser un espejo de la divinidad y la fuerza de la estatua empezó a radicar en “ser percibida”. Ya no hace falta bañarla ni vestirla, ni pasearla en procesión y luego guardarla, pues no tiene otra función ritual distinta al puro placer de ser vista en su podio. Si bien al principio la estatua de mármol haría visible la presencia invisible de un dios y propiciaría el rendirle culto, a la larga terminaría por desprenderse de los valores religiosos y dejaría de encarnar lo invisible para ser una fuente de reflexión sobre el arte de representar.
Entre lo que no se ve, pero se desea ver desesperadamente, y lo que no logramos dejar de ver aunque estemos hartos de verlo, hay una creciente gama de posibilidades para la museología.
VII
Todas las ciudades, desde la serenísima Venecia hasta la antes inquietante y ahora aletargada Caracas con su creciente drama de sofocada durmiente, son, por sus evidentes méritos o insólitos abandonos, potenciales o inevitables museos.
Italo Calvino insistía (y disfrutaba comprobándolo en sus caminatas diarias) en que las ciudades conjugan lugares de trueque tanto de mercancías como de palabras, de recuerdos y deseos cuyas dinámicas van conformando una potencial museología.
Si queremos explorar esta emocionante posibilidad el punto de partida, la referencia suprema, sería una ciudad que no necesitara museos pues toda ella es un museo viviente, pleno. Si pudiéramos trasladarnos al pasado un siglo quizás toda ciudad cumpliría esta función con más o menos gracia, incluyendo la Caracas de 1923. Todo pasado puede ser un museo en el presente.
El segundo escalafón lo describe Italo Calvino en su ensayo, Ermitaño en París, al hablarnos de la ciudad que ha elegido para escribir muchas de sus novelas: “Digamos que en sus calles todo está listo para pasar al museo o que el museo está listo para englobar a la calle”. Para Calvino se trata del triunfo del espíritu de la clasificación, de la nomenclatura:
Así que si mañana me pongo a escribir de quesos, puedo salir a consultar París como una gran enciclopedia de quesos.
Ernst Cassirer propone que llevamos tan adentro este instinto de clasificación que a veces no lo percibimos. Todos somos museólogos en potencia. El origen de este instinto se encuentra en el “deseo de la naturaleza humana de vivir en un universo ordenado y superar el estado caótico en el cual las cosas y los pensamientos no han adquirido todavía forma definida y estructura”. Se trata de un enfrentamiento continuo entre la utopía y una paralizante atopía, en la cual se va perdiendo el sentido de dónde y cómo ubicar los seres y sus pertenencias más sagradas.
Aquella tórrida exposición en Barcelona sobre la “atopía” remachaba con imágenes que esta desoladora condición de lo atópico se debe a un cambio profundo en el sentido y la estructura de nuevas ciudades que va generando “la desaparición de las tramas y los seres”. Son ciudades subyugadas por redes y sistemas que pretenden ser invisibles, carentes de ejes y de un orden geométrico, en las que se van borrando los centros y las secuencias, el alma y los recuerdos.
En semejantes ciudades, ¿qué vida y personalidad pueden tener y ofrecer los museos? Según Eisenstein, Brodsky, Jaspers, Eliot, Vernant, Solà-Morales y el enfático L’Enfant, pareciera que muchísimo. Creo que los museos pueden intentar superar ese estado caótico en el cual se va perdiendo para siempre la posibilidad de percibir una estructura urbana. La estrategia del museólogo no puede limitarse al interior del museo, también debe considerar la presencia del museo dentro de la ciudad. Un museo no es sólo el contexto de una exposición, también es un elemento que se expone dentro de un contexto urbano. Y por “exponer” no me refiero sólo a sus valores visuales, sino también a enfrentar los riesgos de que se pierda “el espíritu de clasificación” que tanto celebran Cassirer y Calvino.
A ustedes, los museógrafos, no les va a resultar fácil encontrar en Caracas secuencias de contextos y elementos bien planificados. Al contrario, van a tener que lidiar con planteamientos desdibujados, incipientes, mal concebidos, sin sustentación ni desarrollo, poco propicios para el romance con esas musas que ustedes quieren formalizar mientras las presienten corretear por vuestros cuerpos.
Nótese, por ejemplo, cómo la zona donde se encuentran los dos museos fundacionales de Carlos Raúl Villanueva se ha convertido en uno de los epicentros más desarticulados e inconexos, una especie de amenazante vacío urbano entre el Este y el Oeste que ha sido tomado por la vialidad y el ventorrillo. Ustedes no podrán resolver, aislados y sin recursos, la falta de tramas legibles y bien comunicadas, pero sí pueden asumir la realidad de esta situación límite y aplicar la ecuación de Brodsky: “Aumentar la densidad de su propuesta en proporción directa a la magnitud de la presión a la que se ve sometido”.
¿Cómo hacerlo? La museología debe estudiar a la ciudad como su campo de pensamiento. No puede desligarse de una pregunta fundamental: “¿Qué es un museo?”, y esta pregunta necesariamente engloba y determina otra: “¿Qué es una ciudad?”, incluyendo en este proceso deliciosas posibles ecuaciones como: “¿Qué es a Caracas lo que los quesos son a París”.
Tampoco deben ustedes olvidar preguntas más íntimas: ¿Quién soy yo?, ¿cuáles son mis fantasías y mis olvidos?, ¿qué quiero vislumbrar?, ¿qué no me atrevo a enfrentar?
La museología, tal como las utopías del “buen lugar”, debe orientar, valorar, criticar y ofrecer esperanzas a la ciudad con la que convive. Ustedes no deben temer a lo utópico, pues les es consustancial y hemos llegado a un límite frente al que permanecer inconscientes y acomodaticios equivaldrá a desaparecer. Debemos reaparecer, reorientarnos entre la euforia creativa y un pasivo conformismo, desde los límites de nuestra infancia a los de nuestra muerte, del placer de una ciudad deseada a una amnésica negación de la polis.
Apostilla quince años después. Volvamos a este diciembre de 2023
Un ejemplo fascinante de esas iniciativas que dan vida a una ciudad es un pequeño museo en el barrio de Çukurcuma, en Estambul, concebido y realizado por Orhan Pamuk cuatro años después de publicar su novela El museo de la inocencia (2008).
Tanto la novela como el museo están centrados en la historia de dos familias de Estambul partiendo de la vida de Kemal, quien se enamora de su prima. Extraigo algunas frases de varías guías de Estambul:
El museo exhibe objetos que formaron parte de la vida de los personajes de la novela, meticulosamente ordenados en cajas y exhibidores: 83 vitrinas de madera (tantas como capítulos tiene el libro) en las que los objetos (más de 700, todos mencionados en el libro) se ordenan formando verdaderas composiciones.
Es un gesto de amor de Pamuk por la ciudad en la que ha nacido y crecido, por los barrios de su niñez y juventud, por las calles donde ha caminado durante años.
Partiendo de su novela Pamuk ha creado un lugar único en el mundo, una joya en el corazón de Estambul donde concurren la celebración del amor, de la memoria, de la creación, de la imaginación, de cómo integrar una realidad y una fantasía.
El museo fue galardonado con el Premio al Mejor Museo Europeo en el 2014.
La escala y la naturaleza de este pequeño museo en un barrio de Estambul, capaz de integrar arte y literatura, puede ser muy relevante para el renacer de Caracas.
Ciertamente ustedes, los futuros museólogos caraqueños, son más inocentes que culpables de la situación que estamos viviendo, y esa misma inocencia es un buen punto de partida para enfrentar el cinismo de quienes se creen dueños y verdugos de la verdad. El actual caos, desorden y abulia de nuestros museos es tal que todo está por hacer, por imaginar, por tener partos y descendencia.
Siento en Caracas el nacimiento de múltiples y variadas experiencias semejantes a la creación de Pamuck, racimos de galerías sin el rigor espacial de las de Washington, sin los beneficios de un poder que las proteja y congregue. Me recuerdan una caricatura que mostraba la pista de un circo y un director de ceremonias que anunciaba:
-¡Señores y señoras, como el hombre bala está enfermo aquí les va una andanada de enanos!
Esa eclosión (acción de nacer o brotar un ser vivo después de romper la envoltura) ya ha comenzado a dar frutos inesperados, independientes, conmovedores tanto por su pasión como evidente falta de medios. Son expresiones de una nueva cultura, de una nueva forma de cultivar, al punto que no puedo hacer previsiones, solo imaginar una ciudad más consciente de sí misma, de su inevitable destino como museo y testimonio de lo que pudo y podrá ser y hacer.
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*La fotografía fue facilitada por el autor, Federico Vegas, al editor de La Gran Aldea.
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Fuente fotografía: Wikimedia Commons – Archivo: El Museo de la Inocencia – Descripción: Museo ubicado en el distrito Çukurcuma de Estambul en Turquía – Autor: Fuzheado, trabajo propio –
Licencia: CC BY-SA 3.0