María Lourdes Afiuni ya no tiene que ir a tribunales cada quince días para dar fe de que no se ha fugado. Ya puede tomar el sol por la ventana, salir a botar la basura por el bajante, comprar en el supermercado o llevar a su perro Logan a la peluquería. Ya no están los dieciséis custodios que cada tres horas tocaban el timbre para verificar que no se escapó ni el carro blanco sin placa que vigilaba la entrada del edificio.
En julio de 2019, el Tribunal décimo de primera instancia en Funciones de Juicio acordó el cese de la medida cautelar sustitutiva de libertad de la doctora Afiuni. Pero todavía se le prohíben tantas cosas que no puede decirse que el cese de la medida fue la restitución de su libertad plena. Por ejemplo, a ella se le puede preguntar todo, pero ella no puede responder nada. No puede hablar de su caso ni de nada, ni siquiera en redes sociales.
“Recuerda que tengo prohibición de hablar con los medios de comunicación”, es todo lo dice mientras se sirve medio vaso de refresco y se sienta a ver, a escuchar y a dejar que, a sus 60 años, sus padres, Elina y Nelson, tengan que seguir hablando por ella.
Dice Elina: “Seguimos esperando su libertad plena para que pueda ir a donde mi nieta Geraldine y sus hijos, y así pueda ser mamá y abuela de sus dos nietecitos, todavía no los ha cargado. También para que visite a mi otro hijo que está afuera y pueda ser hermana. Y también para que pueda regresar al país sin problemas y siga siendo nuestra hija”.
Ocurre que Afiuni también tiene prohibido salir de Venezuela, así sea para hacerse los chequeos tras el carcinoma adenoideo quístico que apenas supera y que le hizo perder casi toda su dentadura y el labio inferior. La jueza ni siquiera pudo viajar en abril para recibir el Premio de Derechos Humanos DRB 2023 de la Asociación Alemana de Jueces.
Además, a Afiuni también se le prohíbe ser juez.
En enero de 2023, se enteró que hace más de tres años, el Tribunal Disciplinario Judicial la destituyó e inhabilitó para ejercer cualquier otro puesto en el Poder Judicial por quince años. Para este tribunal, la libertad con medida de presentación y la prohibición de salida del país que la jueza le otorgó al banquero Eligio Cedeño fue una decisión arbitraria, abuso de autoridad, extralimitación y usurpación de funciones.
De manera que, así como Chávez sentenció a Afiuni a los treinta años de pena máxima del Código Orgánico Procesal Penal más cinco años por antojo, el Tribunal Disciplinario le impuso la pena máxima del Código de Ética del Juez y Jueza Venezolanos. Quizás sigue vigente la amenaza que una vez le hizo el juez Alí Paredes: “Ni muerta te salvas de una condena”.
La condenaron, sí. Pero quienes lo hicieron también se condenaron. Aquel 10 de diciembre de 2009, día de los Derechos Humanos, la jueza veló por los derechos de un detenido. Quince minutos después, el mismo Estado que ella representó y que debió garantizarle sus derechos, se los violó.
Hoy, Afiuni es la evidencia de cómo se impusieron los gobiernos de Chávez y Maduro con la toma del Poder Judicial. A ella la encarcelaron en el Instituto Nacional de Orientación Femenina (INOF), el mismo centro donde estaban detenidas las mujeres a quienes condenó; la enjuiciaron dos veces sin testigos y sin pruebas; y en 2019, el juez Manuel Bognanno la sentenció por “corrupción sin dinero”, una interpretación insólita del delito de corrupción.
Recuerda Nelson: “No sabemos quién está detrás ni cuál fue la orden para condenar a mi hija a cinco años. Todavía me acuerdo: nosotros fuimos a aquella reunión con los representantes de la ONU cuando vinieron por primera vez. Mi hija pidió la palabra y habló por los presos políticos, y al día siguiente la condenaron. Nadie entendió esa condena. Fue como para decirle que cumpliera la pena, porque la pueden meter presa otra vez”.
El proceso penal de la jueza duró diez años y es uno de los más largos de la historia judicial venezolana. Por ella intercedieron hasta Cristina Fernández de Kirchner, Dilma Rousseff y Michelle Bachelet, cuando eran presidentas y amiguísimas de la presidencia venezolana. A partir del caso Afiuni, “el miedo a tomar una decisión se ha instalado con más fuerza en jueces y fiscales”, dijo el periodista Francisco Olivares en su libro Afiuni, la presa del comandante. Este miedo es el “efecto Afiuni” o el recordatorio de que en este país se hostigan a jueces y fiscales que no acaten las órdenes de arriba.
Claro que lo que le hicieron a la presa Afiuni fue mucho más que hostigamiento y “maltrato”, como dijo la exfiscal general Luisa Ortega Díaz: durante su tiempo de reclusión en el INOF, a la jueza casi le rocían gasolina en su celda para quemarla viva. La violaron. Tuvo un aborto.
La torturaron tanto que casi muere en su celda si no hubiese sido por una reclusa que avisó que estaba amarilla, sangrando mucho y que no se movía. Le reconstruyeron su vagina, ano y vejiga. Le extrajeron el útero, porque aquellas lesiones acabaron en necrosis. Su citología y mamografía fueron en presencia de custodios hombres. Hasta en el quirófano hubo custodios. Los traslados a sus chequeos luego de la histerectomía fueron a bordo de un vehículo Tiuna, sentada, esposada y en uno de esos traslados, se le soltaron los puntos de media herida… La medida de arresto domiciliario de Afiuni no fue por “problemas de salud”, sino porque casi la matan y su cuerpo era la evidencia.
No podemos olvidarlo jamás: todo cuanto se puede hacer para acabar con una mujer, se lo hicieron a María Lourdes. En sus torturas participaron reclusas que negociaron su libertad a cambio de escoñetar a la jueza, las reclusas “machitos” que le tenían rabia, custodios y empleados del Ministerio de Interior y Justicia porque alguien los mandó, todos con anuencia y complicidad de la entonces directora del penal Isabel Cristina González. Todos amparados por el ensañamiento presidencial, hasta los disparos hacia su edificio en 2012, delante de la Guardia Nacional Bolivariana que vigilaba las 24 horas del día.
“Han pasado catorce años desde que empezó todo esto -recuerda Elina-, mi hija solo cumplió la ley, siguió la recomendación [del Grupo de Trabajo sobre la Detención Arbitraria de Naciones Unidas] y liberó al señor Eligio. Todavía dicen que ella le cobró por eso, pero está más que demostrado que no lo hizo. Mi hija no es una bandida, como dijo Chávez”.
Pero como la peor de las bandidas, María Lourdes vive en muerte civil.
Desde su detención, dejó de percibir su sueldo y le confiscaron las utilidades que ya le habían depositado. Le bloquearon sus cuentas bancarias, sus tarjetas de crédito y cheques. Tuvo -o todavía tiene- todos sus números telefónicos intervenidos y el que tiene ahora no lo pudo obtener en Caracas. Hace unos meses tuvo suerte y pudo renovar su cédula de identidad en un operativo, pero todavía no ha podido abrir una cuenta bancaria y sigue bloqueada en el Registro Electoral. No puede emitir pasaporte y si quisiera asistir como cualquier ciudadano a una audiencia pública en el Palacio de Justicia, ni siquiera podría entrar al Palacio.
–Doctora, sigo sin entender a quién le sigue molestando después de tantos años.
–No lo sé, y si lo supiera tengo prohibición de hablar con medios.
María Lourdes toma el último sorbo de su refresco y sonríe porque, aunque tiene un sinfín de prohibiciones, también tiene mucha vida y una oración para agradecerla. Sonríe por lo que disfruta desde que salió de la cárcel: el sonido del hielo cuando cae en el vaso de vidrio, la brisa que puede sentir y el paisaje que puede mirar. Sonríe por el milagro que es estar de pie sirviéndose medio vaso de ese refresco que, tras el cáncer, es uno de los pocos sabores que percibe. María Lourdes sonríe porque, aunque esté solitaria y sin poder, su hija y sus dos nietos la acompañan en su celular. Y ojalá algún día también sonría con todo placer, porque ella, la jueza Afiuni, se atrevió a dictar una sentencia justa en un régimen autoritario.
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*La fotografía de María Lourdes Afiuni fue facilitada por la autora, Kaoru Yonekura, al editor de La Gran Aldea.