En diciembre del 2015, unos días después del avasallante triunfo de la oposición en las elecciones parlamentarias, me encontraba desayunando con un amigo en un lugar de Los Palos Grandes cuando, de pronto, llegó Julio Borges. El revuelo fue inmediato; hubo aplausos, gritos, felicitaciones. Al pasar hacia su mesa, Borges dejó un comentario que sudaba victoria. No recuerdo las palabras exactas pero sí su intención y su dirección. Estaba convencido de que el nocaut electoral había sido definitivo, pensaba que el madurismo ya estaba de salida, acabado.
Unas semanas después, cuando se instaló la nueva Asamblea Nacional, Henry Ramos Allup llegó con la quijada en alto y un tono carajeador, ordenando quitar los enormes pendones oficialistas que aun colgaban en el recinto. En su discurso, con el uso peculiar del vocabulario que lo caracteriza, humilló a la dirigencia del PSUV. Era un General que, después de tantos años, regresaba triunfante de la guerra.
En contra de muchos pronósticos, las Primarias de la oposición han terminado siendo una experiencia de poder popular impresionante que -de inmediato- encendió el sistema de alarmas del oficialismo. Su reacción, estridente y destemplada, se deshace en discursos inverosímiles y en absurdas campañas de desprestigio, pero también muestra claramente su argumento más contundente: la amenaza. Detrás de toda la alharaca se mueven unas frases simples: no tenemos escrúpulos, no lo olviden. Somos capaces de todo.
Probablemente ahí reside uno de los mayores desafíos que tiene ahora María Corina Machado al frente de la dirigencia de la oposición ¿Es posible desactivar las distintas violencias con las que ha crecido y se ha acostumbrado a actuar el madurismo?, ¿cómo?
Paradójicamente, siendo tan antagónicos, María Corina comparte con Hugo Chávez dos características imprescindibles para un eficiente liderazgo político: la coherencia y la persistencia. Estas dos condiciones -poco frecuentes, por cierto, en la dirigencia actual del oficialismo y de la oposición- pueden ser muy útiles y necesarias, sobre todo a la hora de los espejismos, a la hora de asumir que la euforia no es una estrategia.
En esos mismos años, un poco antes o un poco después de 2015, en una de las ferias del libro que se realizaban en la Plaza Altamira, me tocó coincidir en una mesa con el irrepetible y entrañable Rodolfo Izaguirre. Casi al final de la charla, era inevitable, surgió en el debate el tema político. Con su ingenio de siempre, Rodolfo dijo que Nicolás Maduro le recordaba el cuento de la vaca en el árbol. Un día aparece una vaca sobre la copa de un árbol. Los lugareños se acercan y la miran asombrados. “Nadie -decía Rodolfo- sabe cómo llegó ahí. Nadie sabe tampoco cómo se sostiene. Pero todos saben que algún día se va a caer”.
Celebramos y aplaudimos el relato. Nos reímos.
Pero han pasado los años y la vaca sigue ahí.
Peor aún: está convencida de que el árbol es suyo. Y ya sabemos que es capaz de matar para mantenerse viviendo con su manada en medio de las ramas.
Hoy, sin embargo, parece abrirse una nueva oportunidad para la democracia. En el contexto del proceso de negociaciones y ante la posibilidad de unas elecciones limpias y confiables en el país, el apoyo que tiene María Corina Machado es un valor que no puede perderse en perspectivas estrechas que olviden las tragedias de los venezolanos, ni tampoco dilapidarse en mezquinas batallas internas, en luchas oportunistas. Aprender a ganar es asumir que con la esperanza de la gente no se puede improvisar.
La gran mayoría quiere que el árbol sea de todos.