Según las autoridades de la Iglesia católica el decoro comienza a la altura de las rodillas y sube hasta los hombros. No importa que la temperatura sobrepase los 40 grados centígrados; las leyes de El Vaticano prohíben entrar a sus museos con prendas cortas y las mangas recortadas. La norma se ha convertido en un negocio para los vendedores ambulantes, que agitan pañoletas en los alrededores y las sujetan al cuello de turistas desprevenidos. Al parecer, en el reino de Dios sobre la tierra, el comercio está servido y es un negocio rentable.
Franquear las fronteras de El Vaticano en los meses veraniegos puede ser un acto temerario. Quizá, hasta sea una imprudencia. El país más pequeño del mundo recibe una avalancha de fieles, amantes del arte y curiosos, comparable a la agitación que despierta el Museo del Louvre en París. Seiscientos años después, Miguel Ángel Buonarroti y Leonardo da Vinci siguen disputándose la fama y se roban los flashes de millones de visitantes. Según el periódico inglés The Art Newspaper, el Museo del Louvre recibió en 2022 más de 7,7 millones de turistas y las galerías de El Vaticano lo siguieron con 5,8 millones.
En su página web los voceros del Papa calculan diariamente la entrada de un ejército superior a 30.000 personas. Más allá de la fe cristiana, muchos trotamundos acuden seducidos por el patrimonio artístico que reúne siglos de pintura, dibujo, arquitectura y escultura. En el centro de las miradas se mantiene la Capilla Sixtina; el espacio donde se celebran las coronaciones papales y se admira la bóveda pintada por Miguel Ángel, figura de honor entre los virtuosos del Renacimiento italiano.
“¿Cuándo la terminarás?”, relatan los historiadores que le preguntaba insistentemente el Papa Julio II a Miguel Ángel, ansioso de ver finalizada la decoración de la Capilla. “¡Cuando la termine!”, respondía irritado el artista, sin apartar la mirada del techo. El diálogo lo representan los actores Rex Harrison y Charlton Heston -personalizando al artista-, en la película La agonía y el éxtasis; estrenada en 1965 y basada en el libro del estadounidense Irving Stone.
El mito de Miguel Ángel enfrentándose furioso a la Iglesia y pintando acostado sobre andamios aéreos, fue glorificado por poetas, novelistas y directores de cine. El efecto dura hasta nuestros días y es el pez gordo que ansían fotografiar los viajeros. Paradójicamente, la Capilla Sixtina es el único sitio que censura los selfies. Todo el año, caballeros de traje y corbata custodian la bóveda, exigiendo decoro, recogimiento y contemplación.
El ansia de sacar fotos se ha transformado en un impulso sin freno. Al igual que sucede en otros sitios históricos, las salas de El Vaticano simulan un rally cultural, donde guías cansados, sudorosos y comprensiblemente molestos, evitan que los empujen y les interrumpan su discurso maquinal. Sin excepción, todos se exponen al riesgo de ser atropellados por la falta de atención y el zigzagueo de los brazos alzados, que graban -como autómatas- con el celular.
En la mayoría de los blogs de viajeros, la reseña sobre el gran orbe católico comienza con una advertencia: “Has de ir mentalizado que el día que visites el Vaticano va a ser una jornada intensa”. La creadora de contenido, Henar Sánchez, lo resume de esta forma: “Si te parases solo 30 segundos en cada obra, tardarías dos años en visitar el museo entero. Las galerías están masificadas. Es imposible detenerse a leer nada”.
El recorrido, con una extensión de 42 kilómetros, carece de aire acondicionado y calefacción. El único respiro lo brindan los ventanales abiertos, con vistas a los jardines primorosamente conservados desde el Renacimiento.
A mediados de agosto de este año, especialistas en mantenimiento y conservación de obras artísticas, salieron a la luz pública para denunciar y explicar cómo la calidad del aire amenaza el patrimonio cultural. En sus mensajes, dejaron claro que el calor elimina la humedad de los objetos, haciéndolos inflamables, lo cual es un peligro para los lienzos y la madera. Sensibilizados por la alarma de los expertos, el 18 y 19 de julio, varios museos en Londres cerraron sus puertas. La intención fue preservar las obras y proteger a los trabajadores y visitantes.
El Vaticano nunca cerró. Disciplinados y obedientes, los miembros del cuerpo de guardia abrieron sin falta las puertas de la muralla vaticana, emperifollados con el traje azul marino que los distingue entre los más elegantes del mundo occidental. Por su parte, la Guardia Suiza -el cuerpo militar del Papa- se mantuvo firme bajo el sol, luciendo el uniforme inspirado en los frescos de Rafael. El atuendo lleva mangas largas, guantes blancos, pantalones anchos a rayas y chaqueta con cuello alto. Según el sastre Eti Ciccone -responsable de la confección de los trajes coloridos- cada soldado tarda un promedio de 10 a 20 minutos en vestirse, por la complejidad de la indumentaria.
La cultura de la religión
Oficialmente la entrada a los museos de El Vaticano tiene un valor de 17 euros. “Con-reserva-evita-la-cola” -tal como publica literalmente su página web-, la cantidad se eleva a 23 euros. En el transcurso del año, los operadores de turismo inflan hasta 20% o 30% la cuenta, para agilizar el acceso y evitarlas filas que se prolongan por más de tres horas. La cantidad sube y supera los 50 y 60 euros (por persona) cuando se contrata el servicio de un guía.
El “acceso exclusivo sin filas ni stress”, como publicitan las primeras líneas de Google, se reserva y cancela por adelantado. Las empresas citan en la calle a sus clientes, mientras sus empleados -jóvenes de aspecto y labia sencilla- les dan la bienvenida en varios idiomas y verifican la identidad. Cinco minutos antes de la hora convenida, conducen al grupo hacia la entrada principal. “Hagan una fila de dos en dos”, se escucha en inglés, italiano y español. Desconcertados, los visitantes bromean e incluso ignoran el mandato. Con paciencia, el guía de turno organiza la fila escolar y agita el brazo para que lo sigan.
Sorpresivamente, en el lobby del museo no se respira el caos que vaticinan las colas en la calle. Delante de las taquillas, los operadores turísticos gestionan y compran las entradas de los grupos. Las cuadrillas se multiplican y los guías se colocan a la cabeza de sus grupos. Es el momento en que las voces suben, los olores empiezan a concentrarse y el sudor estalla incitado por la aglomeración. Deseosos de entrar, todos gesticulan nerviosos hasta que llega la señal esperada.
Al subir los primeros escalones, comienza a revolotear la inquietud por ver la Capilla Sixtina. Improvisando una frase en italiano, una mujer le explica a un guardia que no le interesa ver nada más. El hombre la observa con fastidio, frunciendo el entrecejo. ¡La mirada es feroz! Elevando el meñique, señala el corredor que se abre hacia delante. Tiene la mandíbula cuadrada, la barba bien cortada y unos ojos muy finos. “No existen atajos señora” -le advierte en inglés-. Escuchándolo, no hay forma de escapar de la duda: ¿cuántas veces al día escuchará y responderá la misma pregunta?
Antes de alcanzar la Capilla, se debe pasar por nueve salas y sortear 70.000 objetos expuestos. Contemplar la bóveda de Miguel Ángel, admirar sus torsos desnudos, las etapas de la creación y el juicio de Dios a los hombres, es un premio que se alcanza al final del recorrido.
Fieles al ras del suelo
Al llegar a la Plaza de San Pedro y caminar libremente en dirección a la Basílica, pocas personas advierten -y aprecian- que transitan por la frontera simbólica de un Estado asentado en los límites de otro. El evento es único, como también lo es el tamaño y la importancia que rodea a uno de los lugares sagrados del catolicismo.
Bajo la cúpula que domina el horizonte de Roma, se encuentran los restos de San Pedro, el primer apóstol de Jesús de Nazaret, crucificado bocabajo por Nerón y enterrado cerca del lugar de su martirio. Encima de la tumba, se levantó en1624 el altar mayor, en pleno corazón de El Vaticano.
En la Basílica de San Pedro, un símbolo sucede al otro, la historia reina sobre las creencias y la riqueza artística vence las diferencias religiosas y los prejuicios. Las puertas permanecen abiertas todo el año, la entrada es libre y los controles solo restringen los objetos, las piernas al aire y los descotes que puedan violar la seguridad y la moral del recinto.
A pesar de la grandeza que la rodea, las fotos que arroja actualmente su interior no hacen honor a su majestad. Son imágenes que perturban y eran impensables hace 15 años. La nave central, en forma de cruz, está cubierta -como una alfombra en movimiento- por hileras de cabezas que brincan de un extremo a otro en pos de fotografías y videos que publican al instante en Instagram y TikTok. Hay gente sentada en el piso, con la espalda recostada sobre las columnas de piedra. Las chicas se maquillan para la foto. Unos comen, otros deslizan el dedo sobre el celular. “Parece una estación de tren”, grita un adolescente agobiado por el calor, con ganas de marcharse.
Lo cierto es que muy pocos rezan. En el interior, el silencio y la adoración ya no son la norma.
Frente al altar papal, justo en el ángulo de una de las columnas salomónicas del dosel de Bernini -el famoso Baldaquino-, una pareja con ojos rasgados y tez muy blanca coloca un peluche rosado en el suelo y planifica los planos de su protagonista. Alarmada por el video, una visitante les llama la atención mostrándose ofendida. Los jóvenes sonríen, la ignoran y continúan filmando. Ninguna autoridad los detiene. El muñeco queda inmortalizado. La mujer suspira y libera en voz alta la queja: ¡Dónde está Francisco!
Al mismo tiempo, frente al altar mayor, se celebra una misa. El recinto está cerrado y acordonado por postes de metal y terciopelo. Un mundo convive separado del otro. Los turistas se acercan y murmullan entre sí. Alguno intenta aproximarse, pero lo detienen en seco. Afligido, un hombre mayor, de nariz larga y lentes gruesos, se santigua y gimotea emocionado: “Durante años soñé con venir” -le confiesa al guía que lo acompaña-. “No imaginé que fuera así. Me desilusionó”, suspira, consumido por las emociones en conflicto.
Junto a La Piedad de Miguel Ángel, en la Capilla de San Sebastián, se conservan desde el 2 de mayo de 2011, los restos de Juan Pablo II. Antiguamente era una capilla escondida, que cautivaba a muy pocos. Ahora es uno de los rincones más visitados de la Basílica; especialmente desde la canonización del Papa con reconocida habilidad mediática.
La Piedad de Miguel Ángel y la tumba de Juan Pablo II se ubican una junto a la otra. Frente a la piedra de mármol que reza el nombre del pontífice en latín, una mujer se queja de la bulla y ruega que hagan silencio. Con las manos apretadas en el pecho, repite en voz baja una oración. Rosa -la interrumpe el marido-. Ella hace un gesto con la mano y lo invita a callarse. Enseguida abraza al niño que se recuesta en sus caderas y lo besa apretando sus labios sobre la frente. Un guía se le acerca y le advierte que deben continuar el recorrido. Señora, perdone -le dice en voz baja-, no hay tiempo, debemos continuar.
Dos entradas
“En San Pedro prevalece la presencia de turistas atraídos -pero también distraídos- por la monumentalidad de la iglesia. Es inevitable que se genere una atmósfera de museo, lo cual es un problema para los que quieren rezar o participar de las liturgias”. La masificación de San Pedro es una preocupación para el Cardenal Mauro Gambetti, antiguo vicario general del Papa y actual juez supremo para la Ciudad de El Vaticano. Su inquietud la recoge el diario italiano Avvenire, el 2 de octubre de 2022.
En junio de este año, Gambetti volvió a expresar su malestar, subrayando que la marea de personas y guías turísticos está ocasionando serios problemas a los fieles. “Los feligreses tienen que hacer largas colas -a veces de más de una hora- para poder entrar. Por ese motivo, debemos impulsar nuevas propuestas de devoción y espiritualidad”.
El plan liderado por el reverendo, elegido cardenal por Francisco -quien elogia su cualidad de hombre humilde y orante-, pretende abrir un ingreso exclusivo para fieles, distinto al de los turistas. “Estamos estudiando dedicar un momento de oración al mediodía, en el altar de la Catedral, para tener presente, de una forma más importante, que estamos dentro de la iglesia que alberga la tumba del Primer Papa”.
Quizás el pasaje más curioso de la biografía de Miguel Ángel fue la finalización de la escultura del Moisés, uno de los trabajos que le produjo más orgullo al genio florentino. Sus biógrafos coinciden en subrayar el momento en el que terminó de esculpir la estatua. Al acabarla, golpeó la rodilla derecha de Moisés y le preguntó: ¿Por qué no me hablas?
El deseo de Buonarroti invita a imaginar que son muchos los cuentos y las quejas que podrían transmitir sus esculturas si les concedieran el privilegio de hablar. Saldría a la luz una larga historia de intrigas y fascinación. Sería un espectáculo ver a la Virgen de La Piedad gesticulando con sus labios de piedra. A lo mejor, sus palabras resonarían deplorando la tribu de fotógrafos que la asedian y le roban insistentemente la paz.
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*Alicia Mocci es periodista, con dos postgrados en Ciencias Políticas de la Universidad Pantheon Assas Paris II Sorbonne Nouvelle. Viviendo en Francia colaboró con El Nacional. Desde el 2017 reside en España donde se desempeña como asesora en comunicaciones y marketing corporativo.