Recientemente tuve la oportunidad de ver la película “Simón” (2023), del joven director venezolano Diego Vicentini. Mi comentario principal a quienes todavía no la han visto es siempre el mismo: no dejen de verla. En este breve artículo quisiera compartir algunas de las razones por las que considero que dedicarle un par de horas, así como las reflexiones inherentes, en verdad vale la pena.
La película explora algunos de los traumas más severos que, de uno u otro modo, nos aquejan como venezolanos de estos tiempos. Si hurgar en experiencias traumáticas es ya de por sí una tarea compleja, hacerlo en un país de rostro amable y sangre liviana añade, si cabe, dificultades adicionales. No era Venezuela un país acostumbrado a la nostalgia, la tristeza o las distancias, ni es la introspección nuestro modo de ser habitual como pueblo. De ahí que la negación sea una respuesta recurrente, y que la necesidad de comprensión a menudo resulte diferida.
“Simón” se atreve a romper esos silencios, explorando los recovecos del alma de la Venezuela de hoy de forma honesta y metódica. El universo que recrea el film es en gran medida el de la generación millennial en nuestro país; una generación que, a contracorriente de sus coetáneos en buena parte de Occidente, se sintió obligada a asumir la senda del héroe en medio de una sociedad fracturada y perpleja, para verse luego confrontada con sus trágicos dilemas.
La película sabe eludir la irrelevancia que acompaña a los juicios tajantes, procurando en todo momento contar una historia desde las vivencias de su protagonista. Cada episodio narrado permanece siempre abierto a diversas interpretaciones. Esa riqueza emana de la hábil combinación de varios elementos, entre ellos la consistencia de un guión en el que los continuos dilemas que afronta el protagonista conforman el eje de la trama. Dilemas que, a fin de cuentas, son tan familiares para los venezolanos de hoy que la historia de Simón no puede sino hacérsenos tremendamente cercana y verosímil.
Esa historia, por lo demás, está muy bien contada. Vicentini imprime profundidad y textura al relato, alternando tensión, horror y humor a partes iguales. La trama cuenta con la virtud de saber sorprender al espectador. Destacan en la actuación los actores principales, con una interpretación memorable de Franklin Virgüez. La fotografía es notable. Y la factura técnica en general completa una pieza cinematográfica cuyo poder principal es el de remover un océano de sentimientos aún poco examinados, pero en medio de los cuales permanecemos anegados como nación.
Así lo certifica la invariable reacción del público -de quienes la ven y de quienes no la quieren ver-. En unos el llanto y la conmoción destapan todo lo que lleva tiempo barriéndose bajo la alfombra. En otros cunde el temor de reencontrarse con el dolor, de afrontar el trauma y de revisar nuestras acciones durante esos años críticos que sacudieron al país. Todas estas reacciones, a la par que humanas y naturales, revelan sin embargo que el estado actual de la cuestión dista mucho de ser, como sociedad y como individuos, el que más nos conviene para seguir adelante.
Ante la tentación de pasar la página sin más, “Simón” nos interpela con sinceridad y aplomo, confrontándonos con el sentido último del valor, la solidaridad y el sacrificio personal. Nos plantea los problemas de la memoria, la justicia, el perdón y la reconciliación, tan necesarios para conjurar el absurdo y seguir adelante. Y, sobre todo, con gran sutileza, nos hace preguntarnos si en nuestro fuero interno hemos aceptado ya, o no, que esta historia termina aquí.